Presentación de libro por Roberto Ramos-Perea
Como Presidente del Instituto Alejandro Tapia y Rivera, institución que trabaja con la literatura dramática, el cine, y la intelectualidad afrodescendiente puertorriqueña, me cabe el placer de haber colaborado, aunque fuese de manera muy breve, con la investigación y la actual publicación del más reciente libro del Dr. Víctor Federico Torres, quien ya está consagrado como uno de los investigadores más notables de nuestra cultura popular de este presente y me honra con ser miembro del Consejo Académico Asesor del Instituto Tapia.
Tendría que comenzar por decir que su más reciente investigación publicada por Ediciones Gaviota y titulada YO LO QUE QUIERO ES AMOR: historia documental de las telenovelas de Puerto Rico 1955-1975, es un libro muy esperado por aquellas instituciones e individuos que hemos dedicado nuestros esfuerzos al estudio sociológico de aquellos temas culturales que han formado la poca o mucha conciencia nacional de que nos enorgullecemos hoy.
Particularmente esperaba el libro, no solo por su imprescindible importancia como documento de investigación o catálogo diáfano y preciso de nombres y datos que arman un panorama amplísimo de este género; sino porque este libro toca las fibras de la misión del Instituto Tapia en la misión que se ha propuesto desde su Fundación, que no es otra que discutir e investigar lo que consideramos una de las más nutridas fuentes culturales y sociológicas que explica nuestra razón de ser, nuestra identidad, y nuestro devenir como pueblo.
Aunque no lo creamos, las telenovelas formaron mucho de las costumbres, de los haceres, deberes y moralidades de Puerto Rico y aquellos modos de relacionarse, de categorizar personalidades, de excluir y rechazar, de combatir y de venerar, son los antepasados de nuestras formas sociales hoy en día. En otras palabras, las telenovelas, casi al igual que la religión y la política, tuvieron amplia participación en la formación y transformación de nuestra personalidad colectiva.
A nombre del Instituto Tapia, fundado para honrar al padre de la literatura puertorriqueña y al padre del teatro nacional, comentaré aquellas aportaciones trascendentales de este libro para al final dejarme provocar por varios cuestionamientos.
Los primeros capítulos de este monumental libro nos ubican en el contexto de una sociedad ávida de nuevas formas de entretenimiento. La televisión, como medio de comunicación y disfrute nos llega a mediados de la década del cincuenta, y Puerto Rico devendrá el segundo país productor de telenovelas de América Latina. Apenas pocos años después de la insensata Guerra de Corea, donde tantos puertorriqueños perdieron la vida y los sueños, la televisión se convirtió en un barato paliativo de tan profundos dolores porque pudo, a través de sus ficciones, reducir nuestra complejidad colonial a la simpleza de malos contra buenos. Reduccionismo muy cómodo para una sociedad que veía en la educación, no un vehículo para el progreso, sino una forma de rebeldía no deseada que traía consigo peligrosas consecuencias. Para el poder, una sociedad educada es una sociedad peligrosa.
Tras la aparición de lo que fue llamada la “caja diabólica” por los fundamentalistas cristianos, las ficciones que antes se escuchaban en la radio y se veían esporádicamente en la rutilante pantalla plateada de los cines, ahora entraba en los hogares todos los días, sin permiso, sin disimulo y con la enorme carga de emociones, virtudes, defectos y modos sociales con que se formaría la nueva sociedad puertorriqueña de la posguerra. Una nueva sociedad que sería desde ese mismo 1955, esclava y fanática de estas ficciones, y aún hoy lo sigue siendo tras la actual fiebre local y harto fogosa de muchos puertorriqueños por las novelas orientales.
Un enjundioso primer capítulo nos introduce a los orígenes del género en América Latina y en Estados Unidos, a los cambios de programación y a los eventos de producción de las telenovelas de Telemundo y WAPA TV. Torres trabaja los pormenores de los horarios y cómo éstos afectaban directamente al propio gobierno (el relato de la petición de la Alcaldesa de San Juan a los productores de las telenovelas es ciertamente sorprendente), a los auspiciadores, familias, espacios laborables y el mercado de una sociedad consumista que ya había perdido el interés pasivo del teatro y se contentaba con un cine “de a vellón” que junto a los radioteatros comenzaba a engrosar la urgencia de un espectáculo diario para el consumo de ficciones enajenantes.
El catálogo que describe las novelas de Telemundo, WAPA TV y los demás canales es en sí mismo la más amplia y pienso que insuperable contribución a la documentación definitiva de este género. Mes por mes, año por año de este período escogido por Torres, se enumeran en él actores, guionistas y lo que se pudo averiguar de las tramas de estos canales que en sus mejores momentos tenían cuatro telenovelas en la televisión puertorriqueña. Las fuentes primarias de su investigación son inexpugnables.
La segunda parte del libro incita al análisis sociológico del fenómeno de las telenovelas en Puerto Rico. Elabora interesantes asertos sobre el predecible contenido del género, del que devienen interesantes conclusiones que comentaremos en breve.
Torres documenta con precisión el inacabable problema del desplazamiento de actores nacionales por actores extranjeros, habla del grave problema del “blackface” – es decir, actores blancos que se pintan su rostro de negro para representar esclavos o siervos– y finalmente dedica un amplio inciso a la figura más controvertible de esas dos décadas de producción de telenovelas en el país, la puertorriqueña Esther Palés.
Torres no deja piedra sin levantar, al relatarnos con detalles los conflictos que trajo la producción de telenovelas a la cultura del entretenimiento puertorriqueño. Su detallada descripción de huelgas, conflictos sindicales, acusaciones, persecuciones, opiniones y disidencias, era una telenovela paralela a la que se presentaba en la pantalla chica, y que termina por ser doblemente atractiva para el lector de este magno libro, como lo fue la industria de la farándula y sus revistas de chismes.
Dos importantes asuntos, que se resumen en uno, provocan mi curiosidad y que el presente libro, si bien no tiene la misión de contestar, abre el camino para concebir una respuesta clara y contundente.
El asunto de la nacionalidad de los guionistas, de la que Torres nos confirma que era cubana casi en un ochenta por ciento, en los varios canales que estudia, se nos presenta como evidencia clara de una estrategia muy bien pensada para obligar al silencio al autor dramático nacional. Los dramaturgos y guionistas puertorriqueños ya venían alebrestados con la historia y la política puertorriqueña contemporánea, y podían verse tentado a tocar temas “no apropiados” o no comerciales, asociados al realismo y crudeza de nuestra realidad de “colonia tercermundista”. Por ello era imperioso silenciarlos a tiempo o ajustarlos a las estructuras de poder de producción televisiva, que eran las principales promotoras de la contratación de guionistas cubanos para sus proyectos. El guionista cubano venía de la mano del empresario cubano que compraba espacios de promoción para sus productos. Contrario a los puertorriqueños, los artista y guionistas cubanos siempre han sido en extremo solidarios unos con los otros.
Desde 1957 a 1958, enardecidos por la guerra fría, ya los Estados Unidos sospechaban que el resultado de la revolución cubana favorecería a los guerrilleros de Sierra Maestra. Esta “profecía” avisó a mucho del talento artístico y comercial cubano a adelantar su exilio. De esa forma y con esa motivación, muchos actores cubanos de esta primera hornada de las telenovelas lograron obtener el favor de los medios de comunicación, muchos de ellos dominados también por empresarios cubanos que por razones obvias favorecieron las intenciones de Estados Unidos de mantener su control ideológico sobre Puerto Rico, donde tras la revolución nacionalista de 1950 vio aumentada su militancia en favor de la independencia. ¡Qué mejor vehículo para aplacar cualquier ansia revolucionaria que los contenidos televisivos en una sociedad que consumía las telenovelas todos los días, tres o cuatro veces al día!
El maniqueísmo político -Estados Unidos bueno, los soviéticos malos- se traducía en numerosas oposiciones melodramáticas que eliminaron de raíz la discusión realista de los conflictos presentados. El melodrama resolvía el asunto de malos y buenos de manera rápida, manipuladora y adoctrinante. Es decir, los malos eran perversos y crueles sin redención, y los buenos eran tan pendejamente buenos, que bordeaban la santidad y el martirio.
El libro del Dr. Torres apunta este dato y lo evidencia cuantitativamente.
Así podemos fácilmente concluir que la telenovela funcionó como un disuasivo estratégicamente elaborado para obtener resultados que favorecerían intereses estadunidenses, así como para enriquecer, precisamente a aquellos cuya fidelidad necesitaba controlar. Este libro establece que los dueños y directivos de los mayores canales de TV puertorriqueña, con excepción de la Cadena Pérez Perry, eran cubanos y extranjeros que manifestaron desde su llegada su incondicional apoyo a la estadidad y al republicanismo norteamericano.
Entendido esto en toda su complejidad, profusamente estudiada por Torres, nos toca como sociólogos, estudiar no sólo el proceso capitalista y político de la creación y disfrute de las telenovelas, sino comprender en su contradicción y complejidad, a dónde se dirigían los empeños de estos guionistas a través de los valores que prevalecían en sus tramas.
Las telenovelas del mundo sostienen valores que podrían considerarse conservadores y católicos (típicamente españoles a los que se ataba por tradición y sangre), e imponen juicios y condenas severas por los “pecados” contra la moral establecida por la política y la religión, las expresadas y tratadas como “las correctas”.
No es menos cierto que la gran mayoría de las tramas, por no decir la totalidad, de estas telenovelas promovían valores morales y sociales asociados a la aristocracia blanca. Esta aristocracia designada por la misericordia de Dios como rectora de las conductas sociales, imponía sus valores castigando debilidades, premiando las virtudes y torturando en la pantalla a todos aquellos que reclamaba como anomias sociales– es decir, como aquellos personajes fuera del patrón de conducta- que por moralidad y decencia debían ser castigados y jamás perdonados. Es por esta razón que el mayor porciento de “los malos” siempre mueren en el último capítulo, y las parejas separadas por los errores perdonables de la infidelidad, o por las tramas ocultas de la avaricia y la envidia, se besan al final para que la virtud quede premiada. Claro, la virtud controlada y decidida por los guionistas pagados por las empresas pagadas. Cadena irrompible donde es el capital y la clase la que determina los valores de la bondad y la justicia.
Así, veremos que la virtud siempre paga, que la violentación de la moral colectiva de ese tiempo siempre es castigada, no importa sus motivos; que existe inmoralidad en el deseo de ser diferente, que existen personajes marginales que solo merecen nuestra pena y escarnio -no nuestra solidaridad con su infortunio-, y que los negros, no importa cuán buenos y serviles sean con los blancos, siempre estarán separados por el color, la piedad y su aceptada “ignorancia” de los modos blancos.
Los malos siempre serán malos, y solo merecen nuestro aplauso aquellos “buenos” que, por su carácter, han de ser sumisos, respetuosos y callados. En estas telenovelas, odiar al que esclaviza, defenderse de la indignidad, protestar y luchar por las convicciones son pecados capitales que las clases dominantes han descrito con gran precisión. Y todo esto, recostado del amor generoso y tierno de la religiosidad y fe en un dios, es siempre el fin último de toda relación social. Entiéndase que las telenovelas no eran para los ateos y los pensantes. Y este discurso llegaba a las masas de televidentes católicos todos los días, tres o cuatro veces al día. Obviamente la insistencia forma y deforma.
Las masas estaban siendo adoctrinadas por una clase que mostraba realidades deformadas y adulcoradas, realidades maquilladas como realidades “del país”, es decir, aquellas que contenían elementos reconocibles para los puertorriqueños. Pero ¿los guionistas cubanos conocían estas realidades? Por supuesto que no. Y los pocos guionistas puertorriqueños como Edmundo Rivera Álvarez, que gozaban de un portentoso talento dramatúrgico, cuando intentó rebelarse contra ello, no obtuvo el respaldo que deseaba y tuvo por obligación, para conservar su trabajo, que aliarse a las narrativas virtuosas de los culebrones cubanos.
Las relaciones culturales y políticas de Cuba y Puerto Rico siempre han sido tensas. Y de eso este libro muestra clara evidencia. Añado que estas relaciones siempre fueron conflictivas desde el mismo siglo XIX, cuando artistas, religiosos y políticos cubanos pretendían decirles a sus contrapartes boricuas, cómo se hacen las cosas, y cuán importante era la imitación de los contenidos que ellos practicaban porque ellos tenían la única e indiscutible fórmula del éxito. El paternalismo cubano para con Puerto Rico siempre ha sido una indignidad para los puertorriqueños que por razón de nuestra geografía y de nuestra opresiva condición colonial, ha tenido que aceptar el deshonroso papel de ser siempre menos, ante la cultura y lo que fue la política cubana antes de la revolución.
Por esta creencia, personajes nefastos como Esther Palés, poder detrás del trono de esta historia, aunque puertorriqueña, se rindió a los intereses de los productores y guionistas cubanos que le vendieron la idea -que ella compró gustosa, de que las telenovelas puertorriqueñas tendrían éxito si la protagonizaban los galanes cubanos y las escribían guionistas serviles a los intereses comerciales. Y como subterfugio barato alegaban que la inclusión de actores extranjeros facilitaba la venta del producto terminado a otros canales de TV en América Latina. Esto no se dio nunca, y en esa época el único que notablemente romperá esa barrera será Braulio Castillo padre.
El desplazamiento de actores puertorriqueños estaba motivado por razones económicas y políticas para los productores extranjeros, pues los cubanos preferían trabajar constantemente, aunque se les pagara menos, y estaban dispuestos a decir lo que fuere con tal de favorecer la industria que les dio de comer. Por la misma tendremos a un Héctor Travieso, cubano, que manifestó no tener nada que ver con las decisiones del canal que lo contrató como protagonista, pasando por encima de las capacidades de los actores puertorriqueños quien con más experiencia y más talento fueron desplazados por él. Y así las cosas, Rolando Barral, Frank Moro, y otros muchos nombrados en este libro.
Indistintamente que hoy muchos de estos actores cubanos, españoles, argentinos o venezolanos que ya han sido acogidos por nosotros y ellos nos han correspondido con su gran talento y su generoso cariño, no hayan sido partícipes conscientes de estas tramas, la historia está ahí.
Podemos pasar la página de estos hechos por la distancia que de ellos ya nos separa, pero no podemos permitir que esto vuelva a acontecer. Ni ellos mismos lo aceptarían. ¿Quién podría negarle a Marilyn Pupo o a Raquel Montero, y otros tantos que aún nos acompañan, su merecido carnet de puertorriqueñidad?, no por adopción simpática o gratuita y sí por merecimiento por trabajos actorales muy bien hechos, por su dedicación, y su adopción incondicional de nuestras formas y actitudes. Yo jamás se lo negaría, porque he trabajado con muchos de ellos y les reconozco esa entrega al país y su circunstancia, y la construcción de fuertes lazos afectivos con esta tierra que les acogió. De hecho, la propia Marilyn Pupo me manifestaba el otro día lo agradecida que se sentía de que yo la haya llamado a protagonizar mi película Vejigantes que estrena en breve, pues era la primera vez, después de tantos años, que se le asignaba un personaje puertorriqueño en un clásico de esta índole, lo que ella interpretó como una gratitud nuestra tras tantos años de trabajo continuo en nuestro arte dramático. Yo no la llamé a trabajar porque me cayera simpática, sino porque sabía que su talento era el que necesitaba en abierta y justa competencia con nuestras actrices nacionales. Lo mismo con Raquel Montero, a quien he dirigido en numerosas obras de teatro y de radio, y con ella me queda ese sabor amable del respeto y la dignidad con que emprendió su carrera, echó raíces y unió su sangre a la nuestra a través de una hermosa familia y trabajo y aceptó igualdad de condiciones, y hasta condiciones menos favorables, para poder ofrecernos su talento. Esto es muy distinto a aquellos actores extranjeros que venían, hacían su telenovela y se largaban no bien terminaban, con los bolsillos llenos y el servilismo ofrecido.
Estas “masas de televidentes puertorriqueños”, recibieron estos espectáculos televisivos de esas dos décadas estudiadas en este libro, como océanos de agua dulce en gargantas desiertas. Para el colonizado todo lo de afuera siempre estará bendecido y protegido por encima de lo que nuestro país produce. Esa fascinación por lo extranjero, producto de nuestra torturada autoestima, fortaleció las decisiones de los ejecutivos del canal y justificó numerosas atrocidades de desplazamiento de actores locales. Muchos de nuestros actores al ser abordados sobre este tema, prefirieron callar a hacer las denuncias que correspondían, porque de otra manera perderían sus empleos. Este patrón se ha repetido desde siempre.
Así, concluimos para no alargarnos, que muchos de los patrones sociales que practicamos hoy son producto de la indoctrinación a que fuimos sometidos por las telenovelas de masas. Estas a su vez, heredadas por las nuevas generaciones, deslindaron lo bueno de lo malo sin más consideración que una moral española rancia, cristiana, represiva de la libertad individual y que servía a los intereses capitalistas y de poder estadounidenses.
Entre estos patrones destacamos los siguientes:
el prejuicio racial como asunto aceptable y perdonable por la piedad… a los negros no se les aceptaba o se les incluía, era suficiente que se “se les perdonara” por ser negros. (El famoso caso de Mamá Dolores, resabio cubano, hijo de toda una cultura esclavista española).
Las diferencias de clase, donde solo una clase determina el valor de las cosas…
El rechazo de lo nuevo, por lo que la libertad y compromiso de la juventud
rebelde contra los sistemas opresivos, era catalogada como un asunto de disfuncionalidad familiar que había que corregir hasta con crueldad .
La imposición de la religiosidad católica tradicional como la única genuina, por lo que otras religiones y otras creencias como el espiritismo, la santería, el islam o el evangelismo, eran burladas y presentadas como motivo de risa, de exotismo perverso o de locura…
El sufrimiento como parte de la virtud; es decir que solo será feliz quien sufre y llora y desea y pide a dios…
la moral que sujeta a la mujer a la voluntad del hombre, el silencio resignado de la misma mujer ante las atrocidades que se cometen contra su género, la conciencia de que todos los hombres somos malvados aprovechados de las debilidades femeninas, o el hecho de que los hermanos deben combatir por el privilegio de ser amados por la herencia de sus padres…
la condena a las madres solteras…
el juicio implacable contra la “mujer perdida”, que la reivindica “un hombre bueno” que le perdona su pasado… ese machismo atroz que se perpetuó en las telenovelas mexicanas y que heredamos aquí…
la homofobia, las orientaciones sexuales diferentes como motivo de burla y de risa…
la falta de conciencia de una nación y una historia que debe protegerse y estudiarse, la negativa a hablar de los que a todos duele, la torpeza psicológica de enseñar una moral que solo mantiene tranquila a la clase poderosa, el hablar de un país que no existe… entre tantas otras perversiones sociales que hoy son eso “perversiones”, pero que en su momento fueron las virtudes que promovían las telenovelas…
Recordar las telenovelas no me parece que sea motivo de una nostalgia tierna, sino de una provocación seria y necesaria de lo que hemos sido como sociedad. Porque las telenovelas formaron modos de vivir, de sentir y de relacionarse.
Antes eran las telenovelas, y de ellas aprendieron su parte los medios de comunicación. ¿Cuántos nos hemos dado cuenta que el periódico El Nuevo Día habla de un Puerto Rico que no existe? Con su énfasis en las clases acomodadas y blancas, con su continua celebración del éxito económico como medida de éxito social, ¡cuánto énfasis da ese periódico a la acumulación de capital como motivo de felicidad!
¿Cuándo la pobreza o la crueldad de la marginalidad han sido las planas de El Nuevo Día? Y cuando lo son, -las pocas veces que lo son- se busca enardecer la piedad de las clases adineradas, empresariales y profesionales que deberían guiar la redención “a los pobrecitos” boricuas que no saben el valor del ahorro, el valor del silencio conforme, el valor de la acumulación de capital, y si adquirieran respeto por los valores de clase y no se fueran a vender drogas en los puntos otra sería la historia. Ese “Puerto Rico blanco”, sin defectos, y del que solo vale la pena exaltar su morbo en las páginas de crímenes y celebrar las estupideces de los artistas extranjeros en sus páginas de espectáculos.
Este crimen social lo aprendimos de las telenovelas de Cuba, de España, de Venezuela, de México. Lo aprendimos del cine y de la farándula. Aprendimos a ser ellos, no a ser nosotros. Por eso, en esas décadas de las que habla el Dr. Torres, las novelas con escenarios locales son mínimas. Los autores de los libretos originales son un porciento realmente miserable, y el mayor porciento recicla historias del cine estadounidense, de los rancios folletines españoles desgatados de las mismas historias de cuernos, machos, putas y santas.
Esto puedo sonar muy rudo, pero no por eso es menos cierto: las telenovelas fueron un mecanismo de control social y político auspiciado por los Estados Unidos a través de la extendida participación del talento cubano y latinoamericano que nos llegó tras la revolución cubana. Las telenovelas asesinaron nuestra idiosincrasia dramática. Asesinaron nuestras aspiraciones de crear una literatura televisiva nacional que se respete a sí misma. Las telenovelas nos adormecieron y nos indoctrinaron.
El libro YO LO QUE QUIERO ES AMOR trabaja y es exitoso en mostrarnos el más importante aserto social de este tema. Nos incita a pasar por encima de la curiosidad de la nostalgia, del chisme de alcoba, de la peleíta mezquina entre actores, por encima del capital que generó y que sirvió de comida en la mesa de toda una clase artística puertorriqueña y extranjera residente aquí, para mostrarnos al monstruo que acechaba detrás de la sonrisa sardónica de la farándula.
Las telenovelas de ese período fueron el espejo de un Puerto Rico que no existió nunca. Los intentos de Edmundo Rivera Álvarez, Emilio Huyke, del Maestro Jacobo Morales y del Instituto de Cultura Puertorriqueña o de la WIPR TV de producir telenovelas típicamente nacionales no serán favorecidos por una masa acostumbrada ya a los culebrones cubanos.
Tendrá que llegar el cine nacional años más tarde, tendrá que llegar un teatro rebelde, revolucionario e histórico en las plumas dramáticas de la Nueva Dramaturgia Puertorriqueña, para que -lastimosamente- Cristina Bazán nos volviera a lanzar al mismo agujero de donde pretendimos salir.
Si algún día un empresario en Puerto Rico considerase producir telenovelas, estoy absolutamente seguro que repetirá los mismos patrones de aquellas telenovelas de las décadas del 50 y 60. Vienen con el género, y el género será entretenido, pero en el fondo es perverso. Por esto y no por otra razón, el desenmascaramiento que hace el Dr. Torres en este inquietante como maravilloso libro se hace hoy más urgente que nunca ante la obvia sustitución de la telenovela por el fenómeno estadounidense de las miniseries o series de temporada de Netflix o de los estudios orientales y turcos. Pero eso es el segundo tomo de este libro que aún no se ha escrito.
Felicito al Dr. Torres, académico de primer orden, por haber escrito un libro desapasionado, imparcial y verdadero que incita y provoca muchas más preguntas de las que contesta. Y de eso, señores, es que se nutra la verdadera historia de las cosas.
FIN
Nació en Mayagüez, Puerto Rico, el 13 de agosto de 1959. Actor, Dramaturgo, guionista, director de escena, historiador y sociólogo del teatro y el cine puertorriqueño. Cursó estudios superiores de Dramaturgia y Actuación en el Instituto Nacional de Bellas Artes de México, D.F. y en la Universidad de Puerto Rico. Es Presidente del Instituto Alejandro Tapia y Rivera. Ha sido profesor invitado de la Universidad de Puerto Rico, la Universidad Interamericana y el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, siendo sus áreas de especialidad la dramaturgia, la inteligencia puertorriqueña negra, la sociología del teatro y el cine y la literatura romántica del Siglo XIX. En diciembre de 1992, el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid, España, le otorgó el Premio Tirso de Molina a su obra «Miénteme más». El Premio Tirso de Molina es el más alto premio que se le ofrece a un dramaturgo de habla hispana en el mundo.[/blockquote]