Malena Rodríguez Castro
Mi agradecimiento a Silvia Álvarez Curbelo, a ediciones Transfiguraciones del Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo y a la Fundación Luis Muñoz Marín por la invitación. Con pocas credenciales de historiadora (y más de cuentera), presento en sociedad A la estación de Ponce: Ensayos sobre Puerto Rico en la contundencia de sus 607 páginas y sus 25 ensayos, pero, sobre todo, en la fuerza de sus pronunciamientos y el cuido exquisito de su escritura. En el entresiglos que Álvarez Curbelo privilegia como tiempos gravados de claroscuros, terrores y posibilidades, Rubén Darío, el poeta nicaragüense, sostenía que la poética modernista era el lujo de una América Latina pobre y periférica. Sumaría el ensayo como armadura de nuestras artes, ciencias y filosofía, en el contagio de otros saberes y su apertura a la reflexión entre la objetividad de la ciencia y la expresividad de la literatura. Este libro de Álvarez Curbelo, al igual que los ensayos, ponencias y presentaciones que le preceden, es evidencia. De ahí la dificultad de encontrar un hilo conductor que indique la riqueza de sus agudas palabras. Decidí, pues, seguir la pista de las argucias argumentativas de la autora, quien afirma, niega y polemiza para luego asociar, desmentir, contradecir y, en la mayoría de los casos, añadir capas y pliegues de otros entendimientos que adensan las varias constelaciones temáticas que atiende. La primera clave es su título: la figura del tren y el abordaje. La segunda, las pasarelas que empatan la otra faceta de la historiadora como comunicadora. Cobijo ambas bajo un mínimo y discreto comentario, casi en tono apologético, de “A bordo”, su introducción al libro. En efecto, luego de puntualizar el proceso de reflexión y revisión sometido a la crítica reflexiva, se añade la puesta en escena de, y cito, “…‘las atmósferas culturales’ que rodearon los distintos actos de escritura. Porque no se trata únicamente de poder rescatar las culturas amplias que cobijaron los ensayos, sino también las más discretas, aquéllas que conformaron vocabularios de uso, intensidades ideológicas, andaduras del mundo y, por qué no, las cronologías más privadas de una mujer, madre y profesional puertorriqueña nacida en el primer año de la posguerra.” (8)
De trenes y vagones. Comienzo con el tren, en tanto desplazamiento que en el trayecto trazado por el libro se metamorfosea en barcos y aviones que trasladan funcionarios imperiales y coloniales, ejércitos y corresponsales de guerra, emigrantes e inmigrantes, en desfiles y festividades cívicas, populares y militares, en calles esquinadas en chaflán y avenidas cuyos nombres cambian en el traspaso de un imperio a otro, en pasarelas de nuevos ídolos populares, en convoyes de ayuda humanitaria tras huracanes y terremotos y en las redes virtuales de los medios de comunicación- el cine, la radio y la televisión, entre otros. También, y en el modo en que las estaciones ferroviarias y los puertos son paradas, Álvarez Curbelo se detiene en imágenes icónicas a las cuales implosiona de sentido cultural e histórico. Cartas, informes, leyes, proyectos y documentos oficiales en manos de Ramón Power y Giralt y Luis Muñoz Rivera, por ejemplo. Fotos, pinturas del Palacio Arzobispal y piezas del Museo de San Juan con sus otras caras y túneles de la ciudad, la Torre en la cual Jaime Benítez urde su casa de estudios en una reformada universidad del estado y, el Castillo, la fortaleza desde la cual Luis Muñoz Marín regentea un país nacido en el populismo desarrollista y promete progreso, modernidad y democracia ante enemigos foráneos e íntimos. Y, trasvasando todo el libro, la bandera: las que se bajan e izan en el 1898, la que la Constitución de 1952 legitima, la que arropa el regreso de Pedro Albizu Campos en diciembre de 1947 y la plantada en la Colina Kelly, Corea, por el Regimiento 65 de Infantería en 1952. También, advierte Álvarez Curbelo, la bandera ajustada a otros afanes, flotando en el aire, o incrustada en boinas y camisetas, en anuncios publicitarios y políticos en la sociedad espectacular y mediática, globalizada y multicultural de otro entresiglo, mediado por la era de Acuario, la Guerra de Vietnam, el neoculturalismo hispanista de Rafael Hernández Colón quien resucitó las ruinas de Ballajá mientras exhibía en la Exposición de Sevilla el rostro contemporáneo e innovador del país, en la bandera en que se arropan nuevos tronos y altares -las triunfantes reinas de belleza Marisol Malaret, Denise Quiñones y Zuleyka Rivera-; campeones de boxeo como Tito Trinidad y, artistas de música popular como Marc Anthony y Lucesita Benítez (mi ídolo personal). También, las que sostienen las manos que marchan exigiendo la salida de la Marina de Vieques y las que agitan la contracultura e insurgencias de la Isla y sus diásporas, descreídas de las promesas, absortas en sus propias utopías de presentes y futuros decoloniales. En fin, como la bandera, desplazándose o emplazándose, la ensayista va armando su crisol de paisajes permutados en un viaje de tren que no cesa, en camino a una casa que se ubica en Ponce, México, San Juan; en el archivo, la academia y la vida cotidiana.
No obstante, sabemos que el tren es un cronotopo de ilusiones ópticas: un juego de tiempos yuxtapuestos y espacios móviles. Desde el vagón, el pasajero se piensa inmóvil contemplando las escenas tras los vitrales como si fueran secuencias cinematográficas. En ese artificio de los sentidos el espectador es, a su vez, creador de panoramas como los que describía Walter Benjamin para el siglo XIX: enormes lienzos que traían el exterior al interior. En el tren -que es este libro- quien mira ha validado de antemano su cédula de identidad: “…mujer, madre y profesional puertorriqueña nacida en el primer año de la posguerra.” Y, añado, ¡ponceña! (Nobody is perfect). Es desde esa perspectiva que aíslo dos temáticas recurrentes en la ensayística de Álvarez Curbelo, dos vastos territorios usualmente relatados por hombres y resemantizados en este libro en la mirada y en la letra de Álvarez Curbelo: varios frentes de guerra y espacios de la ciudad. Lo hago arrimando La guerra no tiene nombre de mujer de otra cronista/historiadora/ensayista cultural indispensable: la ucraniana, Premio Nobel de 2015, Svetlana Alexievich, nacida, igualmente, en la posguerra. Casi un millón de mujeres lucharon en las filas del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial, pero su historia nunca había sido contada. El libro reúne, a partir de entrevistas, los recuerdos de cientos de mujeres que fueron francotiradoras, condujeron tanques o trabajaron en hospitales de campaña. La de Álvarez Curbelo no se reduce a historias de guerra y combates conocidos en la cual participaron puertorriqueños. Intercalados avizoramos el relato de hombres y mujeres y de gestas no heroicas a menudo ausentes de la historia oficial, pero vivas en la memoria, afectos y huellas que se van recogiendo en las vías que recorren varios siglos. La historia de la guerra en Puerto Rico, -desde las invasiones inglesas y holandesas a la de 1898 a la participación en la I y II Guerra Mundial, Corea y Vietnam- ha sido inventariada, notablemente, por hombres, desde Ángel Rivero a Jorge Rodríguez Beruff, entre otros. En el encuentro en la niñez de la colección paterna del Reader’s Digest, publicada durante la Segunda Guerra, Álvarez rememora que la “devoré tan pronto supe leer”. Décadas, después, le proveyeron otro tono y otra escritura, la del drama humano asociado a la novela y la captación de un momento iluminador asociado a la crónica. Por un lado, el estudio riguroso y documentado de sus eventos, protagonistas, consecuencias y, por otro, el perfil personal de aquellos que vivieron una época concreta y unos acontecimientos concretos discerniendo, en ello, la “atmósfera” y la “cultura amplia” de lo inmutable de los conflictos bélicos: la cualidad sublime que coagula lo bello lo horrible; el dolor y la reparación.
A la par del registro de encuadres políticos y estrategias, Álvarez Curbelo persigue el tiro certero de las palabras y el cálculo de los perímetros de sus audiencias en operativos retóricos que se resignifican en el siglo. Tal son los discursos de Luis Muñoz Marín, quizás el personaje más presente de este libro. Los sentidos y funciones de la democracia en su oratoria es un perfecto ejemplo en distintos escenarios de guerra. En el Foro de 1940: Problemas de la cultura puertorriqueña, prologado por Vicente Géigel Polanco, la democracia es cultura, dignidad y libertad ante el conflicto bélico europeo y la amenaza nacionalista y comunista. Es la potencia que mueve al soldado y al emigrante en los frentes políticos y económicos del cincuenta. Es la mejor exposición del país como vitrina al resto del Caribe y América Latina en los sesenta. Pero, Álvarez Curbelo rescata, también, otros actores, tramas y mínimas y sutiles escaramuzas del olvido y el silencio. Por ejemplo, historias de resistencias y heroísmos como la de la esclava Gregoria reclamando la propiedad de su cuerpo y el derecho de sus hijos como signo de libertad en medio de la trata negrera y los debates abolicionistas o la de los rescates de damnificados por un esclavo liberado en 1867 de la cárcel por el huracán San Narciso. Incluso imprevistas en la máquina de guerra, como que, y en plena neutralidad, fuera en Puerto Rico donde el teniente Teófilo Marxuach dispara el primer tiro de la I Guerra en el 1915 del ejército estadounidense contra los Poderes Centrales desde la batería Santa Rosa en El Morro. O que, quien inicia los primeros proyectos fílmicos del país es Rafael Colorado, un soldado español que se queda tras la guerra del 1898. El traspaso imperial, implicó, además, ajustes, relevos e importaciones de creencias, prácticas e imaginarios nuevos, sustitutos, importados o modificados vinculados a la modernidad cuyo inventario Álvarez Curbelo va distribuyendo en varios vagones. Así, por ejemplo, desde gustos culinarios y objetos de uso doméstico, a fiestas y costumbres populares, a debates y resoluciones sobre la lengua y currículos escolares, símbolos y lealtades. Es, a través del cine, y su impacto sobre todo en la clase media, que la ensayista va demarcando esos cambios desde la óptica del exotismo tropical y el costumbrismo al cine documental de la DIVEDCO los cortos de Viguié.
Añádase a este conjunto móvil y cambiante, otras rutas aún en construcción de racismo, tribulaciones, desobediencias y afirmaciones nacionales como la del Campamento Las Casas y las del Regimiento 65 de Infantería. Y, en lo que es mi ensayo predilecto, historias de los corresponsales de guerra: del esteta y dandy fashionista Richard Harding Davis, del polizonte de trenes Carl Sandburg y del merodeador de los bajos fondos, Stephen Crane, cuya crónica ficcionalizada de la entrada de las tropas a Juana Díaz daba cuenta de un nuevo periodismo en el cual “la gramática de las sensaciones y lo efímero” registraba para la historia “the splendid little war” de una “nación mesiánica con sus otredades siniestras”, una guerra en que más tropas murieron por el calor, los mosquitos, la malaria y la carne “embalsamada” con que surcaron el Caribe. (312) Y es que, más el hecho en sí, lo que las crónicas de Crane transpiran son las batallas de las interpretaciones, las mutuas desconfianzas, como fue la sospecha de un reducto intraducible en los rostros impávidos o la sonrisa impostada de los campesinos para quienes lo ciudadano es asunto de otros lares: de letrados, comerciantes y propietarios y de políticos asentados en ciudades. O las reticencias posteriores de integrar soldados puertorriqueños, nuevos “ciudadanos” en su mayoría negros y mulatos en las filas del ejército estadounidense. O los tiempos tensionados como las crecientes desavenencias sobre los estilos y contenidos de la educación del pueblo que despertaba a las bonanzas ciudadanas. Occidentalismo o puertorriqueñidad, centralismo o democratización gerencial fueron aristas que fermentaron filiaciones cercanas a lo feudal en su lógica personalizada de lealtades y dividieron a las políticas ideológicas e instrumentales de nuestra primera universidad y a la alianza entre el gobernador Luis Muñoz Marín y el Rector Jaime Benítez frente a un claustro y un estudiantado cada vez más radicalizado. El regreso en 1948 de Pedro Albizu Campos a la Isla tras años de exilio y encierro, la huelga universitaria de 1948, la Ley de la Mordaza y los doce discursos pronunciados en los próximos dos años mientras “…recorrió los lugares santos de una patria sobre la cual sentía que se ensañaban los jinetes de la disolución” (183) completaron la tríada que Álvarez Curbelo diseña para ese mediado de siglo.
A la par que guerras, escaramuzas y la celebrada normalidad del período desarrollista y de la implantación sistémica de la Constitución del Estado Libre Asociado que transformaban un pasado agrario con afán de modernidad acelerando el paso, las ciudades fueron orientando el futuro. A la estación de Ponce, Álvarez Curbelo alterna los cambiantes humores de dos ciudades. Iniciada en el estudio discursivo de los agricultores en Puerto Rico (1924-1928) fueron los proyectos de Ponce en Marcha y el del Quinto Centenario en San Juan quienes reclamaron su deseo de ciudad: Ponce, la ciudad criolla, de impronta catalana y aspiraciones autonomistas, la de los puertos saturados de mercancía donde se hablaba nueve idiomas, la de las fiestas en la Plaza y los juegos infantiles. Un Ponce que, sospecho, para la ensayista (-o quizás para mí-), se representa mejor en la instalación las Letras de Ponce, saludándonos coquetonas e invitándonos a entrar, que por los leones menguados por el crecimiento y desparrame urbano. Historiada por Eduardo Neumann, (como San Juan por Adolfo de Hostos, Aníbal Sepúlveda, Edwin Quiles y María de los Ángeles Castro, entre otros) el Ponce de Silvia es Ponce (y el resto de nosotros, a callar). No escapa, empero, de lo que denomina la walmartización del país la cual engulló los paseos y celebraciones de la Plaza Las Delicias y la mimesis tropical de la moda de galerías parisinas del siglo XIX con pátinas estetizantes de Plaza Las Américas y Plaza Caribe. Entrado el siglo XXI la avidez consumista ahorra tiempo y dinero en las megatiendas Walmart/Costco en el borde de las ciudades, a las orillas de las autopistas. (Yo soy marshallera full). Una ciudad móvil, parca, “user friendly” e intercambiable en cuyo horizonte se entreveía la era de transferencias con pocos nudos de intermediarios y regulaciones de Amazon, Uber, Airbnb y la criptomoneda.
Cambio de estación: del vagón a la pasarela. La Isla -y su archipiélago- ha tendido a representarse en textos patricios mediante la piel y el temperamento de una mujer, fluctuando entre las connotaciones de lo femenino como naturaleza grácil y obediente a las de volátil en tanto primarias e ingobernables, particularmente esclavas y libertas y sus cuotas de deslealtad, vagancia y sexualidad, así como las hijas “tribales” de la emigración como en West Side Story o las “parceleras” de barriadas y caseríos. En el tren que imagina Álvarez Curbelo, los vagones permutan en pasarelas y las siluetas que los habían rondado, como pulso y síntoma de una época, se transfiguran en íconos como las Miss Universo. De Marisol Malaret (QPD), “la novia de Puerto Rico” que ennoblecía a la nueva clase media a Zuleika Rivera, “la pájara” parejera y parcelera, las tensiones y negociaciones de raza, clase y género se amortiguan en el espectáculo mediático que han devenido muchas de nuestras instituciones (la ensayista recuerda la imagen de Pedro Roselló, el padre, en motora, vestido de Pedro Navaja y sacando la lengua a una mujer; pregonando en clave de macarena el fin de las pretensiones de dignidad ejemplarizantes de nuestros gobernantes). La industria cultural de masas y la sociedad mediática y del espectáculo, así como los reclamos y luchas de los feminismos de la segunda mitad del siglo XX, rehicieron la imagen y el espacio de habla, derechos y agendas de la mujer. Pero la Isla fue, antes, “huérfana” de derechos en la sede de la Cortes de Cádiz donde Ramón Power y Giralt “…presentaría las instrucciones de cinco olvidados cabildos en los confines de la soledad imperial.” Fue “hija favorita de los Estados Unidos” en contraste a Cuba y Filipinas en la Guerra de 1898 y venida a menos en el debate que lidereó Luis Muñoz Rivera con el gobernador Post y el presidente William H. Taft sobre el presupuesto colonial (1909-1910), previo a la derogación la Ley Foraker por la Ley Jones. Fue “Isla mujer”, novia gozosa, esposa fiel y madre de la patria heroica de “líderes viriles” asediados por “multitudes femeninas”. Fue “madre” de la patria profanada purgada en la sangre redentora de los nacionalistas y de los combatientes encarcelados del Regimiento 65 de Infantería y de los que regresaron como relata José Luis González, en “cajas de plomo que no se podían abrir” de Corea. Fue, también, condensación metafórica de la libertad, la dignidad y la democracia frente al “rapto de Europa” por el fascismo y el franquismo, enunciaba María Zambrano, la filósofa española que visitó la isla en tres momentos entre 1940 y 1945 y quien impactó, incisivamente, el pensamiento de Luis Muñoz Marín y de Inés Mendoza. Ya fuera “Isla perfume”, “Isla promesa”, Puerto Rico era el destino final de una larga travesía alentada en la (cito de Álvarez citando a Zambrano) “…nostalgia y esperanza de un mundo mejor…La democracia es el régimen capaz de renovarse a sí mismo, de ser la continuación de sí mismo; es decir, de superar su propia crisis.”
Cultura, democracia; guerra, ciudad acusan, gramaticalmente, su género femenino. Es con nombre de mujer, María, (génesis de la cristiandad europea), que un huracán categoría cinco, descendió en 2017 sobre una Isla azotada por una profunda crisis fiscal, social y política, la mayor de su historia. Álvarez Curbelo destaca la reiteración de retóricas y estrategias desplegadas en desastres naturales anteriores. Y, como acostumbra su ejercicio crítico, deslinda matices y variantes que nos sitúan en otro tiempo que apenas comenzamos a descifrar en la sociedad de la hipervisibilidad virtual, global y multicultural de un nuevo milenio. María se distinguió por otros lenguajes y umbrales de posibilidades: su despliegue mediático, la visibilidad del país en los escenarios mundiales, la respuesta inmediata y solidaria de sus diásporas y la impresionante emigración de todos sus sectores sociales que provocó. En el eco que persiste tras silbato del tren y como cierre a esta presentación me pregunto ¿Qué queda después de la devastación? ¿Cuáles rescates y apalabramientos de la experiencia? Quizás, esta tarde, entre amigos y en la asignación de leer un libro. Este libro. También, si se me permite, una coda y advertencia.
Coda.
Una foto, la portada de Del nacionalismo al populismo: Ensayos de Cultura y política publicado en 1993, muestra la primera de tantas colaboraciones juntas, de tanta amistad, de tanto cariño y tanta admiración. La foto enfoca dos niñas en camino con sus respectivos latones, sospecho de agua. Desenfadadas, en la ilusión de esa edad entonces, nos prefiguran hoy: mujeres, profesionales, madres y mujeres nacidas en la posguerra. Y, como ellas, aquí estamos todavía, tomadas de la mano y lanzadas al futuro impredecible.
Advertencia. Silvia. No es tiempo aún de llegar a Ponce. Quedan muchas estaciones y paradas que ver, indagar y contarnos. Mientras tanto, te aseguro que seguiremos alistados como polizontes avistando y escuchando contigo los paisajes de la patria de un país siempre en camino, siempre en afán de por (venir).
FIN
[blockquote align=»none» author=»»]Malena Rodríguez Castro estudió en la Universidad de Puerto Rico, en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad de Princeton. Es catedrática retirada del Departamento de Literatura Comparada y coordinó la Red de Proyectos Interdisciplinarios de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico. Se especializa en teoría y crítica cultural contemporánea y en literatura caribeña y puertorriqueña. Cuenta con ponencias y publicaciones en Estados Unidos, América Latina, Europa y el Caribe. Su más reciente publicación es Poéticas de la devastación y la Insurgencia: María y el Verano del 19 (EEE, 2022). Ha coeditado varios libros como Del nacionalismo al populismo: cultura y política en Puerto Rico junto a Silvia Álvarez Curbelo, Contrapunto, Ensayos de crítica cultural puertorriqueña junto a Marta Aponte y Juan Gelpi., Desplazamientos: Tiempo, espacio y cultura con Jorge Lizardi y Joel Morales y Cuaderno y Debates culturales en Puerto Rico, 1995-2015 con Ivette Hernández (en prensa). Ha pertenecido a la Junta editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña, la revista Posdata y la Editora Educación Emergente. Fue docente en el Programa para Confinados que coordinó Fernando Picó[/blockquote]