El triunfo de Donald Trump en la elección presidencial del 2016 ahondó fisuras existentes y reveló temores y rabias en la sociedad estadounidense. Con rapidez inesperada, las acciones públicas del presidente despreciaron los cánones a seguir en conducta presidencial y sacaron a flote la cara sin máscara ni maquillaje de resentimientos legítimos contra políticas fallidas y envalentonaron ese mundo de prejuicios raciales encerrados, pero no enterrados, de odio a migrantes del sur y a minorías religiosas. Una nueva realidad apareció. Los espectros se materializaron.
En cuatro años, principios anclas del orden constitucional se desvanecieron. Por primera vez en su historia, un presidente participó en un esfuerzo concertado para anular una elección nacional y proclamarse vencedor vía un golpe sin militares. Y el partido que lo eligió, el republicano, se transformó en un partido autócrata y con otros rasgos a presentar más adelante.
Desde siempre, Estados Unidos tuvo brechas preocupantes entre su retórica de libertad, igualdad y oportunidades, y la verdad de su entramado social. Pero desde el Nuevo Trato, su política contributiva logró mayor equidad, las uniones se fortalecieron, la inversión social aumentó y los afroamericanos alcanzaron más presencia en la esfera pública. Todo eso comenzó a cambiar con el neoliberalismo de Ronald Reagan. Para el 2016, la desigualdad era rampante; la desproporción de afroamericanos encarcelados hablaba de sus profundas exclusiones. Los blancos en la mitad de sus vidas estaban muriendo en números alarmantes. Tan alarmante que si la tasa de mortalidad en blancos entre 45 a 54 años hubiese continuado disminuyendo a la tasa anual (1.8%) prevaleciente entre 1979-1998, “488,500 muertes se hubiesen evitado en el período de 1999-2013, 54,000 en el 2013”. (Anne Case, Angus Deaton 2015).
Después de ocho años bajo un presidente afroamericano y demócrata, y décadas de políticas que beneficiaron, sin proporción alguna, a la plutocracia, una minoría significativa de votantes sintió el desengaño de la globalización. En regiones con menos ingresos, más pagos por incapacidad, más prestamos “sub-prime” y más incertidumbre ante empleos vulnerables a la creciente automatización, Trump ganó. (Ben Casselman 2017). Lo mismo ocurrió en áreas rurales y condados con poca población.
Nostalgia y apocalipsis
La precariedad económica, por sí sola, no explicó el triunfo republicano. También intervino la desazón de muchos blancos ante una demografía cambiante y, en el caso de los evangélicos blancos, ante un orden que, para ellos, es una amenaza existencial que conjura un conflicto cósmico entre el bien y el mal. Según una encuesta del Public Religion Research en el 2017, los votantes de Trump sentían que su estatus estaba en vías de ser desplazado, que el American way of life estaba amenazado por influencias foráneas, que los inmigrantes debían ser deportados y que la inversión en educación carecía de justificación. (Daniel Cox, Rachel Lienesch, Robert P. Jones. 2017)
Esta confluencia de mortandad entre los blancos, precariedad económica, hostilidad ante los inmigrantes y desazón ante cambios culturales en una nación más secular y diversa, se tradujo en receptividad de millones al discurso apocalíptico y nostálgico de Donald Trump. El apocalipsis lo vivían en sus comunidades olvidadas por la globalización. La nostalgia con un time travel, con aquello de regresar al pasado ficticio de cuando “América” era “great”, es decir, de cuando no era ni diversa ni secular, resonó en muchos que se percibían excluidos.
Los resultados fueron inmediatos. Trump se convirtió en el instrumento que reflejaba las frustraciones acumuladas contra poderes invisibles que, naturalmente, tenían que estar en Washington, sus representantes y su poder. Así devino en la venganza vicaria de muchos blancos. Y como venganza, tanto él como sus seguidores demostraron que el establishment y sus formas retóricas, su manera de hablar y razonar sufrían una crisis de legibilidad. El establishment no leyó, no pudo leer, el subsuelo, convertido en gritos vociferantes que Trump llevó a la esfera pública. Los encuestadores tampoco.
Desorientación política
Lo que siguió fue un vértigo de desorientación política manifestada de múltiples formas, pero sin mucha acogida en los análisis académicos.
Por desorientación política me refiero a esa mezcla de disgusto, sorpresa y desconcierto que sienten todos los individuos comprometidos con un orden constitucional, ya sea por veneración o por reconocerlo como espacio de luchas, ante acciones de oficiales gubernamentales, acciones transparentes, televisadas algunas, o dadas a conocer por el bisturí de la prensa. Por la necesidad de demarcación, excluyo la desorientación provocada por el desquiciamiento, la categoría donde caen los seguidores de QAnon, y su laberinto de pistas para descubrir la claque demócrata que bebe sangre de niños y adora al maligno. Una de las ramificaciones de QAnon, espera la resurrección de John Kennedy Jr.
Seis ejemplos sirven de muestra.
El día de la inauguración y en lo que quizás fue su primera decisión presidencial, Trump insistió que su secretario de prensa compareciera ante las cámaras y afirmara que su inauguración contó con la mayor asistencia en la historia de las inauguraciones. Un miembro de su séquito ocultó el nombre de una embarcación de las Fuerzas Navales porque tal nombre, John McCain, ya fallecido, no era del agrado del presidente. La secretaria de Homeland Security, Kirstjen Nielsen, alegó desconocer que la población en Noruega es abrumadoramente blanca porque tal “ignorancia” le evitaba discrepar de una opinión de Trump (este quería inmigrantes de Noruega y no de países latinoamericanos descritos con un insulto). (Beatrice Dupuy. 2018). Cuando un seguidor de Trump asesinó a dos ciudadanos que protestaban la violencia racial en Kenosha, Wisconsin, el Departamento de Homeland Security proveyó “talking points” a su personal. Estos debían decir que el atacante fue a Kenosha a proteger a pequeños comerciantes. (Ainsley. 2020). En protestas frente a la Casa Blanca, y según informado por quien fuera su secretario de defensa, Trump quería que las fuerzas del orden dispararan contra los manifestantes.
Cerca de dos años después de la victoria de Biden, Trump sigue buscando la fantasía de la descertificación. En julio de este año, el derrotado llamó al Speaker de la Asamblea Legislativa en Wisconsin y pidió que dicho cuerpo anulara, por fiat, la victoria de Biden en dicho estado. (Dan Mangan, 2022).
La globalización y su secuela de empleos evaporados en Estados Unidos, la polarización política, la hostilidad de muchos blancos ante lo que perciben como devaluación de su estatus, no explican lo aberrante de las conductas mencionadas. Hablamos de acciones que escapan las categorías tradicionales del análisis político delimitado por lo constitucional y se adentran en la madeja de lo clínico o aberrante.
Si todas estas acciones caen dentro de mi definición de desorientación política, las ocurridas desde la misma noche de la elección presidencial en noviembre del 2020 fueron más allá de la desorientación y entraron en un nuevo terreno: la crisis de legibilidad.
Crisis de legibilidad
Por crisis de legibilidad entiendo una ruptura entre gobernantes y gobernados, un descoyuntamiento en ese ámbito simbólico de valores que preserva y explica los lazos entre los primeros y los segundos. Es una pérdida de lo familiar.
En el plano simbólico, tenemos conceptos y prácticas (elecciones, democracia, derechos, la primacía de la ley, reglas que gobiernan el proceso electoral, procedimientos que protegen y garantizan la rendición de cuentas) y esto nos permite entender el mundo sociopolítico donde vivimos. Si, gradual o abruptamente, la caseta electoral es ocupada por militares o, lo que es una ceremonia de pura forma, se transforma en un campo de batalla, el orden simbólico de lo constitucional pierde legibilidad y adquiere otra, lo social se desancla y entra en un terreno sin mapa que lo haga legible.
Por patrones conocidos, la crisis de legibilidad es evidente en movimientos revolucionarios de izquierda o de derecha cuyos marcos de análisis y valores son irreconciliables con el statu quo. Con más relevancia para lo que discutimos, la crisis de legibilidad tiende a manifestarse en grupos de poder que, precisamente por su posición en la jerarquía social, no logran ver movimientos subyacentes y radicales en los gobernados.
Todas las acciones a partir de 3 de noviembre del 2020 fueron mucho más que desorientadoras. Comenzaron a desdibujar la legibilidad constitucional existente y a crear una alterna.
Evidencia:
Los siguientes hechos, un listado incompleto, ilustran mi argumento:
El mismo día de las elecciones, el presidente se autoproclamó vencedor y pidió la interrupción del conteo de votos. Él ya sabía que cientos de miles de votos fueron enviados por correo y comenzarían a contarse una vez terminado el evento electoral del 3 de noviembre.
A la semana despidió al secretario de defensa. Cuando el director de seguridad digital declaró la integridad de las elecciones, fue cesanteado.
Presionó al Departamento de Justicia federal para que investigara sus alegaciones de fraude.
Su equipo legal montó una campana de falacias legales para impugnar la validez de los resultados en Pennsylvania, Georgia y Arizona.
Allegados del presidente sugirieron que Homeland Security incautara las máquinas de votación.
El general Michael Flynn, convicto, beneficiario de un perdón presidencial, y exasesor presidencial de seguridad nacional, exigió públicamente la ley marcial. Luego llevó la propuesta, en persona, al presidente.
En esa reunión, el 18 de diciembre, los presentes sugirieron que el presidente nombrara a Sydney Powell como persona encargada de investigar “fraude electoral.” Como abogada, Powell ya estaba en récord con su teoría de que las máquinas electorales tenían vínculos con el gobierno de Hugo Chávez, para ese entonces ya fallecido.
El fiscal general de Texas llevó un recurso a la Corte Suprema para invalidar los votos emitidos en Pennsylvania, Georgia, Arizona, Michigan y Wisconsin.
El 27 de diciembre de 2020, Trump presionó al secretario de justicia para que, sin evidencia alguna, cuestionara los resultados de la elección. En las palabras de Trump a Richard Donoghue: “Just say that the election was corrupt + leave the rest to me and the R. Congressmen.” (United States Senate. Committee of the Judiciary, August 6, 2021; pp. 61-62).
Jeffrey Clark, un abogado especializado en leyes ambientales en el Departamento de Justicia, diseñó un plan donde dicho departamento inventaba “significant concerns” en estados donde Biden triunfó y solicitaba que las legislaturas locales escogieran los delegados al Colegio Electoral, una maniobra no limpia para imponer a Trump como presidente. Trump aprobó este plan.
En reuniones privadas y en declaraciones públicas, Trump presionó al vicepresidente Mike Pence para que, en su rol ceremonial de anunciar los votos del Colegio Electoral, anulara los votos de Biden y dejara entonces que las delegaciones estatales en el Congreso (con mayoría republicana) lo declarara ganador.
Exigió recuentos en Georgia; presionó al gobernador; al fiscal de distrito; y le solicitó al secretario de estado que le consiguiera once mil votos, los necesarios para su “victoria”.
Planificó el nombramiento de electores ilegales para que compitieran con los legítimos, los obtenidos por Biden.
Puso su esperanza en un memo sedicioso manufacturado por un profesor de derecho constitucional, John Eastman. Para Eastman, el vicepresidente tenía autoridad para anular los votos del Colegio Electoral y proclamar a Trump vencedor. Como ruta alterna, Eastman propuso que Pence, también en violación al Electoral Count Act, declarara una elección en disputa y pidiera que las legislaturas locales escogieran su propia lista de electores. (Betsy Woodruff Swan and Kyle Cheney. January 11, 2022).
El mismo Eastman, conociendo la ilegalidad de su teoría, envió un email a Guiliani pidiendo que lo incluyeran en la lista de recipientes de un perdón presidencial. (June 16, 2022).
La crisis de legibilidad alcanzó su momento crítico el 6 de enero de 2021, día de un intento golpista por una turba y por un número considerable de congresistas republicanos.
Con razonabilidad exquisita, todas las acciones del presidente pueden explicarse como aberraciones, un asunto de carácter. Cuando nos movemos a las impugnaciones frívolas en los tribunales, el memo de John Eastman para “justificar el golpe”, las presiones al vicepresidente, la ocupación violenta del Capitolio para interrumpir un procedimiento constitucional y otras acciones forajidas del partido republicano, nos enfrentamos a acciones ilegibles y no a un mero asunto de caprichos de personalidad. Fueron acciones ilegales, autócratas y fundamentadas en el puro decreto de quienes creen tener el poder para alterar la realidad y convertirla en eco y espejo de sus caprichos.
¿Cómo explicar, por ejemplo, que, a pocas horas del conato golpista y las fechorías de la turba, una mayoría dramática de congresistas republicanos en la Cámara de Representantes (139 de 197) y ocho senadores del mismo partido afirmara la visión sediciosa y votara en contra de la certificación de Joe Biden? (Karen Yourish, Larry Buchanan and Denise Lu. January 7, 2021).
Con escasísimas excepciones, la minoría republicana en el Congreso se negó a apoyar un segundo residenciamiento; a establecer una comisión para investigar el golpismo y adjudicar responsabilidades; y a expresarse a favor de la policía del Capitolio federal. Tampoco se atreve a reconocer la legitimidad del presidente Biden. Para el liderato del partido republicano, ninguna acción de Trump es impugnable. Ninguna es ilegal.
La sombra autocrática y el espectro fascista
Cuando a las acciones anteriores unimos el apoyo considerable de un partido político a lo explícitamente anti-constitucional, la “aberración” como opción interpretativa desaparece. No estamos ante las excentricidades o tantrums de un pichón de déspota con un puñado de asesores y seguidores. Estamos ante una de las anclas del entramado político, un partido nacional, dinamitando el mismo edificio legal del que forma parte. Esta ilegibilidad tiene unos resquicios más oscuros: no pocos miembros del Partido Republicano creen en la teoría del reemplazo.
En diciembre del 2021, una mayoría preocupante de dicho partido se empeñaba en negar el triunfo legítimo de Biden. Tal convicción ya está inoculada contra la realidad. En Georgia hubo tres recuentos. En Arizona hubo una auditoría auspiciada por la mayoría republicana en la legislatura. Los recuentos y la auditoría confirmaron la victoria de Biden. El análisis de Prensa Asociada sobre posible fraude en Arizona, Georgia, Michigan y Pennsylvania encontró menos de 475 casos potenciales.
Una mayoría de los republicanos ve otros números.
En mayo del 2021, el 53% de los republicanos creía que Trump era el “presidente legítimo.” (Guardian staff and agencies. May 24, 2021).
En noviembre del 2021, el 82% de la audiencia de Fox News se amparaba en la convicción de que la elección presidencial del 2020 fue fraudulenta. El porciento alcanza el 97% en la audiencia de otras fuentes de derecha. (Justin Klawans. November 1, 2021).
En diciembre de 2021, el 79% de votantes republicanos no aceptaba la legitimidad del presidente Biden. (Lane Cuthbert and Alexander Theodoridis. January 7, 2022).
En julio de 2022, el setenta y seis por ciento de los votantes republicanos ve el amago golpista como legítimo. Para esa mayoría, Trump solo estaba ejerciendo su derecho a cuestionar el resultado electoral. (Michael C. Bender, 2022; Reid J. Epstein, 2022).
Una mayoría de los encuestados (53 %) concluyó que las divisiones en el sistema político imposibilitan soluciones para los problemas de la nación. (Reid J. Epstein, 2022).
En números que auguran estragos futuros, en junio de 2022 el sesenta y un por ciento de los republicanos ve la violencia anti-constitucional del 6 de enero como “protesta legítima”. (Aaron Blake, 2022).
Como preocupación más urgente, los resultados primaristas de este verano (julio y agosto) demostraron ya no el esbozo sino un esquema organizado para otro intento de escamotear los votos demócratas. En Pennsylvania, Michigan, Arizona y Nevada, todos determinantes en la elección presidencial, el espectro golpista ya tiene reconocimiento oficial. Las personas que lograron la nominación para la gobernación y secretaría de estado respectivamente no reconocen la legitimidad del presidente Biden. Creen que Trump triunfó en sus estados, sus expresiones públicas a favor de las mentiras trumpistas han sido categóricas y son ellos los que, de triunfar el próximo noviembre, supervisarán la elección presidencial en el 2024. En Arizona y Michigan la base republicana fue más explícita y también escogió a un devoto de fábulas para el puesto de secretario de justicia. Unas muestras breves. En Arizona, la candidata republicana a la gobernación no hubiese certificado la victoria de Biden. El nominado para secretario de justicia: los republicanos que no retaron la victoria de Biden son cobardes (“weak-kneed”). En Michigan, la candidata a la secretaría de estado alega que máquinas de la compañía Dominion cambió votos para favorecer a Biden. (Jennifer Medina et al., 2022)
Todo esto apunta a una crisis de legibilidad con claras manifestaciones en el ámbito institucional y en las conductas de los dos partidos.
En la derecha republicana:
Una desconfianza hacia una práctica (elecciones) y un derecho (al voto) del orden democrático-constitucional. Ambos son definitorios y cualquier mutilación que sufran desfigura, necesariamente, el orden político.
Esta desconfianza se traduce en la simpleza ya conocidas de las autocracias: cualquier elección donde el contrario tenga la posibilidad de obtener mayoría se declara ilegítima de antemano. Cualquier triunfo del contrario se explicará mediante referencia a una deficiencia en las instituciones (no contaron bien, son cómplices con el fraude).
La convicción, cada más endurecida y arraigada, de que los demócratas no son, no pueden ser, una oposición legítima. Son un peligro existencial.
Una preferencia, explícita, por valores autócratas representados y articulados por Donald Trump.
Una profunda hostilidad hacia minorías raciales y religiosas, y simpatías explícitas por la teoría del reemplazo y su alegación de que los blancos confrontan un horizonte de extinción ante otros grupos raciales que intentan desplazarlo como bloque étnico. La derecha republicana y el supremacismo racial blanco están hoy unidos.
Una estación de televisión, Fox News, con una audiencia de millones, y comprometida con propalar las mentiras del trumpismo.
En lo institucional:
La incapacidad, demostrada hasta el momento, de ver la gravedad del peligro autócrata. Después de más de un año de la asonada golpista, no hay cargos formales contra el expresidente. La representación demócrata ha agotado los recursos legales con un segundo residenciamiento y una investigación minuciosa. De los miles que intentaron imponer a Trump como presidente, solo ochenta y una personas han sido enjuiciadas, la mayoría con acusaciones menores. Desde la legalidad existente, Trump puede aducir, como defensa, su sincera convicción de que sus votos fueron escamoteados. O algo más sublime: no proveerá ninguna información amparándose en el principio del privilegio de la rama ejecutiva.
Lo surreal se sonroja ante el último superlativo del privilegio blanco y de derecha: la violencia sediciosa se “castiga”, en el mejor de los casos, con cargos menores y siempre puede llorar ante un juez la sinceridad de sus creencias.
La visión de que su líder debe gozar de impunidad, la creencia en un apocalipsis racial, el repudio a la democracia y la convicción de que liberales, mujeres educadas, demócratas, la prensa y los grupos LBGT son un peligro letal para su “nación,” conforman un contenido fascista. Un congresista republicano hizo una caricatura donde él mismo asesinaba a la congresista demócrata Alexandria Ocasio Cortez. No recibió ninguna censura de sus correligionarios. Como defensa de su amenaza, dijo que se trataba de una creación “simbólica”. En eso no se equivocó: los planes homicidas y políticos siempre comienzan en algún resquicio del campo simbólico.
Conclusión:
En el pasado siglo, un jurista y teórico político confeccionó una definición de la política. Para Carl Schmitt, la política es un conflicto contra un oponente cuya eliminación es imperativa. O lo destruyes o te destruye. Es un juego de tronos sin negociación, sin acuerdos y sin deliberaciones con el contrario: una lucha existencial, un duelo romano. Schmitt estipulaba las coordenadas de lo que sería la visión nazi. Esta visión schmittiana, fascista, es la que hoy prevalece en el liderato nacional del partido republicano y en su militancia.
El espectro fascista estraga y fisura un orden político que hoy posee una asimetría muy grave. Para el Partido Demócrata, el momento político llama a reafirmar la constitución y la institucionalidad. En la Cámara de Representantes, dicho partido ha realizado una investigación cuidadosa para identificar evidencia, participantes y adjudicar responsabilidades por lo acontecido el 6 de enero de 2021.
Para los propulsores de la autocracia y el supremacismo racial, la constitución y la institucionalidad no cuentan. Sus oponentes son una amenaza existencial y, por lo tanto, la política electoral no es, no puede ser, una competencia entre adversarios legítimos que buscan la sanción de los votantes. Las elecciones ocurren en lo que, para tales propulsores, es un estado de excepción donde el otro (1) no puede ganar; (2) es imprescindible y justificado el uso de cualquier maniobra para impedir su triunfo; y (3) si de alguna manera ese triunfo ocurre, hay que describirlo como fraudulento.
Es más que obvio que esta asimetría precariza el orden constitucional.
La arena política, como campo minado, está expuesta a toda la contingencia de lo humano, pero lo contingente no niega las lógicas internas que, una vez arraigadas como valores motivadores de conductas, determinan acciones. La realidad autocrática y la silueta fascista en el partido republicano pueden reconfigurarse en los próximos meses, pero no han de cambiar. Eso es un gran peligro que hay que estipular sin olvidar que el poder tiene contrapoderes y manteniendo en mente el awe en la teoría de Thomas Hobbes: el poder, por su naturaleza, proyecta más fuerza de la que realmente tiene.
Bibliografía:
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Karen Yourish, Larry Buchanan and Denise Lu. January 7, 2021. The 147 Republicans Who Voted to Overturn Election Results. The New York Times.
Roberto Alejandro es profesor de teoría política en la Universidad de Massachusetts en Amherst. Se especializa en filosofía griega y contemporánea. Es autor del libro Nietzsche and the Drama of Historiobiography. Tiene un bachillerato en economía de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras. Su doctorado es de Princeton University.