A la memoria de mi abuela, Josefa Sánchez Rodríguez
1 – El funche y yo
E sta es una historia breve de un momento en mi vida, donde el funche y yo batallamos en las páginas de un cuento. Cuando escribí sus diversas partes no sé qué era lo que me disponía a hacer. Las escribí sin una idea clara de lo que me proponía y creo que lo hice nada más que para superar un reto. Mi amiga Ileana me dijo que el original que le había envíado estaba muy bueno pero era demasiado largo. Ella quería publicar un fanzine de microcuentos y todos los contribuyentes tenían que seguir la misma regla: no más de una página. El mío tenía cuatro. Yo insistí que cuatro estaba bien pero Ileana me dijo que no y se quedó callada. Dame un break que somos amigos, le dije. No nene, una página, como todo el mundo, me contestó. Resignado a no poder obtener trato preferente lo comprimí a página y media. Ileana se mantuvo férrea. No puede ser, me dijo. Yo a regañadientes cogí el cuento y lo reduje; después de exprimirlo un poco más quedó hecho un párrafo. En el proceso terminé ensayando versiones que a primera vista son solo una pero que al leerlas con cuidado queda claro que son diferentes. A simple vista, podría parecer que el denominador común de las versiones es el funche que hacía mi abuela. Lo cierto es que eso es mero camuflaje. El funche es una excusa. Mi abuela, que Dios la tenga en la gloria, es un pretexto. Mi mamá es un personaje importante pero secundario. Mi hermana es una táctica de estilo. El denominador común soy yo.
2 – Comida de Pobre
Yo nunca podré explicarme cómo mi abuela, una mujer sola, migrante del sur de Puerto Rico, sin educación y sin trabajo, atacuñada con diez hijos en una casa de madera de tres cuartos, levantada en zocos en la calle Sagrado Corazón en el Fanguito, pudo criarlos a todos, cinco mujeres y cinco hombres, sin contar al varoncito que murió de tétano después de espetarse un clavo mohoso por andar descalzo debajo de la casa
¿Cómo alimentaba a tan inmensa prole? ¿De dónde sacaba dinero para comprarles ropa y zapatos? A veces cuando miro la foto de mi primer cumpleaños, rodeado de mujeres sonrientes, sentado sobre la mesa del comedor con un bizcochito frentre a mis piernas, y con un chiforobe en el trasfondo repleto de cristalería al parecer fina, me pregunto, ¿y de dónde salieron esos cristales? El contraste entre el chiforobe y su entorno no es tan agudo como el del famoso paraguas en la mesa de operaciones, pero se ve claramente fuera de lugar en nuestra casa de pobres.
Si no puedo contestar las preguntas que me hago es porque en mi familia la historia es pasado del que nadie escribió nada, del que lo único que hay son algunos retratos en blanco y negro, aquí y allá, desperdigados entre los miembros de la familia que quedamos. Son retratos fuera de contexto y como la foto de mi cumpleaños, con el pasar del tiempo somos menos los que los pueden explicar. Mi historia familiar sobrevive en la memoria de los vivos y por eso su ámbito se reduce más y más con cada familiar muerto.
De las memorias que nos quedan, la que más perdura en mí es la de mi abuela, Doña Josefa, que era como era conocida en el vecindario, es decir, Mami la de Casa, que era como mi hermana y hermano la distinguíamos de Mami Gloria, la madre que nos parió. Ella era Mami la de Casa, porque esa casa levantada en zocos en la calle Sagrado Corazón número 50, era nuestro hogar. En la Casa de mi Mamá simplemente dormíamos. En Casa de Mami Josefa jugábamos, dormíamos la siesta, veíamos televisión, almorzábamos y cenabamos, mientras Mami trabajaba en sus dos trabajos, haciendo data entry de día en el Departamento de Salud y de noche en la Cruz Azul.
De todos los recuerdos que guardo de esa época de inocencia vivida en medio de una pobreza apabullante, la más grata es la de las comidas que Mami la de Casa preparaba. Era comida de pobre, pero mi hermana, mi hermano y yo no lo sabíamos. Para mí que todo el mundo en Puerto Rico tomaba leche en polvo y comía queso de papa de la PRERA. El arroz que comíamos era Sello Rojo, pero como venía de California también pensábamos que el gobierno de Estados Unidos nos lo regalaba.
En Casa de Mami la comida siempre era de pote y lo que ella más nos servía eran los espaguetis Chef Boyardee, Spam, y arroz con corn beef. A la hora del postre Mami nos servía coctel de frutas Del Monte y eso siempre era una pelea para ver a quien le tocaba la cherry. Mi hermana jura que eso es una fantasía de mi parte porque según ella Mami comenzó a cocinar solo cuando se retiró de Acueducto, después que la agencia se mudó de la Parada 26 a la Avenida Barbosa. Ella también me ha dicho que cuando entró a la escuela superior le dio un follón de cocinar y que era ella la que preparaba la comida. ¿Quíen preparó esta comida?, me dice ella que yo preguntaba a veces, aparentemente porque sus platos me parecían muy buenos. Yo no me acuerdo de nada de eso y esta es otra pregunta que no puedo contestar: ¿cómo es posible que no me acuerde?
Lo que yo recuerdo es que por trabajar de día y de noche mi mamá casi nunca cocinaba y por eso las comidas realmente memorables las preparaba mi abuela. Digo casi nunca pues estoy seguro de que las peleas por la cherry del coctel de frutas fueron reales. Dudo que Mami nos sirviera coctel de frutas sin primero prepararnos algún tipo de cena. Pero nada, las comidas de Mami no solo eran de pobre, sino que no vale la pena recordarlas. Las comidas de Mami Josefa eran otra cosa y de todas las que ella nos hizo a mí y a mis hermanos mientras esperábamos que Mami nos recogiera después de salir del trabajo, la que nunca se me olvida es la del funche con habichuelas coloradas. Mi hermana recuerda con nostalgia sus domplines y a mí también me encantaba su arroz con salchichas, pero el funche siempre fue mejor en el mismo sentido en que a uno puede gustarle la poesía estando convencido de que los cuentos son mejores o más importantes. Cuando ella nos servía el funche ninguno de nosotros sabía que esa también era comida de pobres. Y si alguien nos lo hubiera dicho les habríamos dado una mirada.
En casa de mi abuela el funche era una comida bien preciada. Su valor era como el de un metal precioso. El deseo de comer funche en Casa de Mami Josefa era como la fiebre del oro. Mi abuela no hacía más que poner el caldero en la estufa y todos en la casa salían corriendo de donde estuvieran para congregarse en la cocina a la espera de la repartición de las tajadas que en efecto eran lingotes dorados pero suaves, a los que se les podía meter el diente. No sé si Mami Josefa se sentía orgullosa de sus destrezas culinarias, pero me consta que el sentir universal de la familia siempre fue que ella era una cocinera extraordinaria. Pero bueno, si alguien necesita un buen ejemplo de miopía familiar, no hay otro mejor que el de los nietos que piensan que su abuela es la mejor cocinera del mundo.
Mami Josefa preparaba un funche tan sabroso que provocaba peleas familiares, contiendas cuyo propósito era ver quíen obtenía la tajada más grande y quíen se comía la porción más grande del pegao. En mi mente tengo grabada la idea de que yo, por ser el primer nieto y por ende el favorito de mi abuela, siempre salía aventajado en la contienda. Yo llegaba tarde y comía temprano. Mis tías eran más altas que yo, pero mi abuela les pasaba la vista por encima buscándome para darme la porción primera y la más grande. Si alguien protestaba, Mami Josefa le daba un tapaboca y se quedaba esmayao. Si otros querían repetir antes de que yo terminara ella les decía que no, que primero iba El Nene.
Quizás todo eso sea una ilusión. Podría preguntarle a mi hermana, pero si estoy en lo cierto temo que me resienta por recordarle un momento amargo. Estoy seguro de que a ella le gustaba el funche tanto como a mí, aunque puede ser que su predilección haya sido pasajera pues durante nuestra vida adulta nunca la he visto prepararlo. Es posible que sea así porque ya no somos pobres, pero también puede ser que el funche que hacía Mami Josefa era inigualable. Entonces para qué dañar un recuerdo tratando de recrearlo.
Puede ser que la competencia por las tajadas de ese funche de oro suave y por el pegao fue con mis tíos, pero de eso tampoco estoy seguro. Es posible que ahí también me equivoque y no hay carta o documento que pueda consultar para esclarecer mi duda. Tampoco hay imágenes pues en mi familia a la hora de la cena a nadie se le ocurría sacar fotos. De mis tíos solo queda uno y dudo que recuerde ese detalle. Preguntarle a Mami es perder el tiempo pues según ella no vale la pena recordar el pasado. Las tías que me quedan podrían darme una respuesta adecuada, pero la verdad es que con tal de no perder mi ilusión prefiero quedarme equivocado.
Aunque me equivoque yo prefiero recordar esos tiempos como una época divina. Quiero pensar que el funche era una delicia que solo yo disfrutaba, a sabiendas de que eso es un mito que construyo para sentirme querido y especial. No quiero ser como Sísifo, quiero que mi roca se quede en la cima, aunque termine arropada por la niebla. Ese funche de oro de mi abuela, cocinado a fuego lento en un caldero más prieto que un abismo en una noche sin estrellas, sigue siendo un gran sustento, aunque solo como un recuerdo. Quisiera prepararlo para honrar la memoria de Mami Josefa, pero me da miedo que mi homenaje termine siendo un desastre, una falta de respeto. Además, no tengo un buen caldero y hasta he perdido la destreza de cocinar un buen arroz blanco a ojo a cuenta de mi rice cooker que si mi abuela lo viera diría que chévere porque ella era una mujer de afán muy moderno.
Nunca le pregunté a mi abuela dónde ella obtuvo la receta de su funche, pero me consta que la de ella no tenía ninguno de los ingredientes que hoy día usan quienes lo cocinan con las recetas que hay en la red mundial. Esa es una pregunta que podría hacerle a mi hermana sin temor de incomodarla: ¿qué le ponía Mami Josefa al funche aparte de la harina de maíz que también nos daba la PRERA? Pero no creo que lo haga pues no quiero que después que me diga Nene, pues leche, sal y azúcar, me revele que Mami Josefa nos trataba a todos por igual y que ella disfrutaba de la misma porción que yo, incluyendo el pegao. Si no fue el caso que yo comía más funche que ella, si no es cierto que por ser su favorito Mami Josefa me daba la porción más grande del pegao, no quiero confirmarlo.
Confieso que me siento ambivalente, debatiéndome entre la curiosidad y el misterio. En la historia de mi familia hay muchos huecos y uno que nadie puede rellenar es el de saber a quién era que le repartían el funche con la cuchara grande, si es que uno de nosotros en efecto disfrutaba de ese privilegio. Yo lo he rellenado aquí como el historiador que hace su crónica desde el punto de vista de los vencedores, ignorando la historia de los vencidos. Pero a fin de cuentas, si de vencedores y vencidos se trata, la vencedora fue mi abuela pues era una mujer muy versada en la consabida práctica del pobre de hacer de tripas corazones. Sus diez hijos y la retrajila de nietos que cuidó a través de los años comían como los pobres pero nunca pasaron hambre.
Para mí ese es el más grande de todos nuestros misterios. ¿Cómo lo hizo? ¿De dónde Mami Josefa sacaba el dinero? ¿Cómo es posible que en esa casa que siempre estaba llena de gente nadie nunca pasó hambre? Ahora que me pongo a escribir sobre esto, ¿qué es lo que escribo, una historia o un cuento? Lo que sé muy bien es que, si en Casa de Mami Josefa todas las barrigas siempre estuvieron llenas, no fue solo a base de funche. Pero, aunque nunca se me olvida verla torciéndole el cuello a una gallina para hacer arroz con pollo o ayudando a un vecino a matar al puerco que tenía en el corral de atrás de la casa para hacer pernil, cuajo y morcillas, no puedo mencionar con acierto ningún otro de los muchos alimentos que de seguro pasaban por nuestra mesa, de la misma manera que las comidas que mi hermana alega haber preparado cuando Mami no cocinaba son para mí un item en el repertorio de mi amnesia.
La excepción es el funche de oro con habichuelas coloradas de Mami la de Casa, de mi querida Mami Josefa. Eso jamás se me olvida y como no puedo sacarle una foto lo dejo por escrito. La palabra funche me hace pensar en ella, en su cara redonda y su nariz gruesa. En su piel canela y en sus manos toscas como de obrero. En su pelo al mismo tiempo lacio y con suficiente cuerpo para verse como un afro, un pelo incongruente que nunca se tornó completamente blanco. Pienso en su belleza Afro-Hispánica, la que Mami Gloria heredó a la perfección, en su sabiduría, fortaleza, e ingenio. Si llevo años sin probar funche es para no manchar la memoria de mi abuela y para recordar que cuando me lo comía en su casa del Fanguito lo saboreaba como si en vez de comida de pobre lo que relucía en mi plato era un manjar.
3 – Polenta puertorriqueña
En el internet, el pastel amarillo que mi abuela Josefa nos daba a mí y a mis hermanos durante la época en que ella vivía en el Fanguito, en la Parada 26 de Santurce, no es, propiamente hablando, funche. A base de la receta de la red mundial, uno podría inferir que lo que mi abuela cocinaba con la harina de maíz que le daba la PRERA, llegó a Puerto Rico como resultado de una inmigración de italianos. En el internet, el funche es polenta puertorriqueña, lo cual lo convierte en algo distinto a lo que cocinaba mi abuela.
La receta que vi dice que para hacer esta llamada polenta puertorriqueña hay que combinar una taza de harina de maíz gruesa, dos tazas de agua, una taza de trozos de cebolla, media taza de trozos de pimiento verde, cuatro cabezas de ajo, una cucharada de comino, media cucharada de pimienta y media cucharada de orégano, un cubito de caldo de pollo, media taza de culantro, dos cucharadas de mantequilla y un cuarto de taza de aceite de canola. En ninguna parte de la receta se hace mención de que para hacer polenta hace falta un caldero como el de Mami Josefa, que era más prieto que la brea. Tampoco dice sírvalo con habichuelas coloradas, que era como lo hacía mi abuela.
Al leer esa receta, pensé que no había nacido en Puerto Rico y que no era el nieto de mi abuela. Histérico ante la posibilidad de que esa parte de mi historia personal era falsa, ante la posibilidad de que Mami Josefa y su funche eran dos alucinaciones de entre las muchas que padecía, me dispuse a llamar a mi hermana. Quería hacerle una pregunta sencilla: ¿qué ingredientes usaba Mami Josefa cuando hacía funche?
En realidad, lo que quería era que mi hermana me confirmara que Mami Josefa no era un personaje más de entre los muchos que a través de los años me había inventado. Quería que me dijera que habíamos vivido en la calle Sagrado Corazón número 50, en una casa de madera de tres cuartos levantada en zocos, una casa que siempre estaba llena de gente, donde siempre había comida en abundancia, donde los diez hijos que Mami Josefa tuvo nunca pasaron hambre a pesar de que la pobreza del hogar era apabullante. Quería recordar esa casa como el sitio donde los nietos se refugiaban a diario, a salvo de las balaceras y las peleas de cuchillos que eran comunes en el vecindario. Me interesaba que ella me confirmara que nosotros, los hijos de Mami Gloria, tomábamos la siesta allí y luego cenábamos, esperando que Mami nos recogiera después de salir de su segundo trabajo. Necesitaba confirmación de que ahí era donde la cena que más entusiasmo nos provocaba era la del funche con habichuelas coloradas de Mami Josefa.
Cuando hice la llamada, anticipé en mi mente la conversación, o al menos la parte de mi hermana: Pues Nene, Mami Josefa usaba harina de maíz, leche, sal y azúcar. Pero déjame decirte, el funche de Mami Josefa nunca ha tenido igual. Especialmente el pegao, por el que todos nos peleábamos. Yo traté de hacerlo una vez y lo que me salió fue una mogolla. Así que desde que ella murió yo no he vuelto a comer funche.
Mientras el teléfono sonaba, me di cuenta de que me había pasado lo mismo que imaginé le había pasado a mi hermana. Yo tampoco había comido funche en más de treinta años. Pero en mi caso era más porque no quería manchar la memoria del funche de mi abuela. Usar una receta que le daba el nombre de una comida italiana me interesaba menos. Tampoco quería que mi intento fuese fallido y que en vez de funche lo que me saliera fuera una plasta. De otra parte, pensaba que preparar un funche que fuera mejor que el de Mami Josefa sería insultar su recuerdo y no quería faltarle el respeto. Lo de polenta puertorriqueña me parecía un intento obvio de darle más caché al funche sencillo de mi abuela.
En eso estaba cuando el teléfono dejó de sonar al otro lado de la línea. Ahí fue que dije por fin pues ya me estaba impacientando. Mi hermana siempre se tomaba su tiempo en contestar, o por lo menos eso es lo que yo imaginaba. Total, que me quedé con las ganas de hablar con ella pues justo cuando iba a decirle Hola Vilma es Nene, en vez de su voz creí escuchar a mi abuela diciéndome que iba a hacer funche y que me iba a dar la tajada más grande del pegao.
La alegría que sentí fue pasajera. Solo duró el minuto que transcurrió antes de que mi alucinación se disipara. Me di cuenta de mi desvarío cuando lo que me salió fue mi hermana recitando su mensaje grabado. Su voz me dijo no te molestes en dejarme un mensaje porque yo nunca chequeo mis mensajes. Entonces miré a mi alrededor y en ningún sitio vi un teléfono. Volví a escuchar la voz de Vilma: Nene, yo no sé de dónde sale eso de polenta puertorriqueña. Pero era una voz imaginaria diciéndome lo que yo quería escuchar.
4 – ¿Polenta puertorriqueña?
En el internet, el pastel amarillo que mi abuela Josefa nos preparaba a mí y a mis hermanos durante la época en que ella vivía en el Fanguito, en la Parada 26 de Santurce, no es, propiamente hablando, funche. En el internet, el funche es polenta puertorriqueña. ¿Qué puñeta?, dije yo con la boca torcida y en voz baja para no despertar a mi compañero que si alguien le interrumpía la siesta se levantaba agresivo, con los ojos aguiñados y la boca escupiendo improperios.
La receta online tenía muchos ingredientes, pero no hacía mención de que para hacer funche hacía falta un caldero como el de Mami Josefa, que era más prieto que todas las noches sin estrellas en que a los puertorriqueños se les ocurría ser gente. Tampoco decía sírvalo con habichuelas coloradas, que era como lo hacía mi abuela.
Al leer esa receta, pensé que no era nadie, que mi certificado de nacimiento era falso, que no había nacido en Puerto Rico y que no era el nieto de mi abuela. Histérico ante la posibilidad de que fuese un fantasma decidí llamar a mi hermana. Me dije que quería hacerle una sola pregunta: ¿cuando Mami Josefa hacía funche, qué ingredientes usaba? Pero en realidad lo que quería era que ella me confirmara que Mami Josefa no era un invento. Quería que me dijera que habíamos vivido en la calle Sagrado Corazón número 50, en una casa de madera de tres cuartos levantada en zocos, una casa que siempre estaba llena de gente, donde siempre había comida en abundancia, donde los diez hijos que Mami Josefa tuvo nunca pasaron hambre a pesar de que la pobreza del hogar era apabullante. Quería recordar esa casa como el refugio diario de los nietos que allí jugaban y dormían su siesta, a salvo de las balaceras y las peleas de cuchillos que eran comunes en el vecindario. Necesitaba confirmar lo que mi tía Palmira me había dicho una vez: «Por la calle Sagrado Corazón la sangre corría a diario, pero en casa de mami estabamos a salvo.» Necesitaba que Vilma me dijera que la cena que más entusiasmo nos provocaba era la del funche con habichuelas coloradas de Mami Josefa porque nadie lo preparaba como ella.
Cuando hice la llamada, imaginé su respuesta. Entonces el teléfono dejó de sonar. Yo me dispuse a decir Hola Vilma es Nene, pero me interrumpió mi abuela diciéndome que iba a hacer funche y que me iba a dar la tajada más grande del pegao. Estaba confundido pues en realidad el teléfono seguía sonando y sonando. El penúltimo timbre se convirtió en un rayo, como el que por poco me electrocuta un día de tormenta en Casa de Mami, y el último fue como un bombazo. Yo seguía pensando en el pegao crujiente del funche de mi abuela, con una sonrisa que se extendía de manera desigual desde la comisura izquierda de mi boca hasta la parte de mi patilla que se conectaba con el lóbulo de mi oreja derecha. Era una sonrisa torcida, de configuración inexplicable, tan deforme como placentera.
La alegría que sentí fue pasajera. Me di cuenta de mi desvarío al oír a mi hermana recitando su mensaje grabado. Su voz me dijo no me dejes un mensaje porque yo nunca chequeo mis mensajes. Justo cuando iba a enganchar Vilma contestó. Le dije que el internet me había puesto en un estado cuando me salió una receta de funche que lo llamaba polenta puertorriqueña. Le hice mis preguntas y después de darme las respuestas que yo esperaba, la que detallaba la receta simple de mi abuela y la que confirmaba nuestra existencia, me dijo lo que siempre me decía cada vez que le hacía la pregunta sobre el funche de Mami Josefa. Ahí fue cuando me di cuenta de que estaba hablando en voz alta pues mi compañero se despertó gritando que me callara, que lo dejara dormir, que me fuera pal carajo, que ya estaba jarto de mi brete con el funche. Yo me quedé con la boca abierta y en menos de un minuto el tipo se calmó, cerró los ojos y comenzó a roncar.
5 – El funche no es polenta
Ayer, al leer una receta de funche online, pensé que no había nacido en Puerto Rico y que no era el nieto de mi abuela. Histérico, decidí llamar a mi hermana. Quería hacerle una sola pregunta: ¿cuando Mami Josefa hacía funche, qué ingredientes usaba? Pero en realidad lo que quería era que ella me confirmara que Mami Josefa no era un invento. Quería que me dijera que éramos del Fanguito, que habíamos vivido en la calle Sagrado Corazón número 50, en una casa de madera de tres cuartos levantada en zocos; una casa que siempre estaba llena de gente, donde siempre había comida en abundancia, donde los diez hijos que Mami Josefa tuvo nunca pasaron hambre a pesar de que la pobreza del hogar era apabullante. Quería recordar esa casa como el refugio diario de los nietos que allí jugaban y dormían su siesta. Necesitaba confirmación de que ahí era donde la cena que más entusiasmo nos provocaba era la del funche con habichuelas coloradas de Mami Josefa porque nadie lo preparaba como ella. Imaginé que lo primero que Vilma me diría sería Pues Nene, Mami Josefa usaba harina de maíz de la PRERA, leche, sal y azúcar y entonces el teléfono dejó de sonar. Rascándome una oreja me dispuse a decir Hola Vilma es Nene, pero me interrumpió su mensaje grabado diciéndome lo de siempre; un mensaje que te decía no me dejes un mensaje. Justo cuando iba a enganchar Vilma contestó el teléfono. Le dije que el internet me había puesto en un estado cuando me salió una receta de funche que lo llamaba polenta puertorriqueña. Le hice mis preguntas y después de darme las respuestas que yo esperaba, me dijo: Nene, yo no sé de dónde sale eso de polenta puertorriqueña, pero te aseguro que sea lo que sea no es posible que se compare con el funche que hacía Mami Josefa. Miré hacia la cama de al lado y estaba vacía. La puerta del cuarto se abrió y en el umbral vi la figura de mi compañero. Lo recibí con una sonrisa y le dije que acaba de hablar con mi hermana. El tipo se encogió de hombros y con los ojos apretados se tiró en la cama. Yo me dirijí hacia la ventana y mirando a la distancia murmuré: no me importa lo que se diga en la red mundial, el funche no es polenta.
FIN
José Edgardo Cruz Figueroa es natural de San Juan y criado en El Fanguito y Barrio Obrero en Santurce. Tiene una maestría en estudios latinoamericanos con una concentración en literatura de Queens College-CUNY y un doctorado en ciencias políticas del Graduate Center-CUNY.