Un reciente ensayo histórico, El fascio de las Ramblas[1] de mis colegas Xavier Casals y Enric Ucelay, plantea una innovadora interpretación sobre la aparición del fascismo en España (y por extensión de Europa en el contexto del colonialismo decimonónico). Contrariamente al consenso historiográfico hispano, los orígenes del fascismo español no se forjan durante la década de 1920 mediante la dictadura militar del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930) ni gracias a la articulación política del partido de Falange Española, durante la década de 1930 en la que su primogénito y otros jóvenes radicalizados de clases acomodadas imitaban los movimientos totalitarios de Italia y Alemania. Para los autores, el principio del fascismo se forja precisamente en La Habana, mediante la creación de grupos unionistas y antiidependentistas, en comunión de intereses de militares, altos funcionarios y las élites económicas beneficiarias de la dependencia colonial. Este triángulo, por una parte, construye (como paralelamente sucede con otras potencias coloniales europeas) un nacionalismo estatalista autoritario y violento, y por la otra, no duda en organizar golpes de fuerza para sabotear cualquier negociación, reconocimiento o acuerdos con el independentismo antillano. La guerra de independencia de 1895-1898, la severa derrota ante Estados Unidos que conlleva lo que la historiografía oficial denomina como “desastre del 98”, la pérdida de las penúltimas posesiones coloniales (quedan todavía algunas en África) implica como una degradación de estatus y un sentimiento de humillación y complejo de inferioridad arrastrado durante la mayor parte del siglo XX. Y, entre la intelectualidad coetánea –la generación del 98”– a la hora de valorar la devaluación de España como potencia, se formula un análisis según el cual resulta necesario renacionalizar España a partir de su matriz castellana, despreciando cualquier indicio de plurinacionalidad. Y no menos importante, para salvar el honor y recuperar el estatus perdido y modernizar un país con graves problemas estructurales, es imprescindible un “cirujano de hierro”, un hombre fuerte que discipline el país.
El hecho es que buena parte de las élites militares, el alto funcionariado imperial y un importante número de beneficiarios de la colonia se instalan en Barcelona tras el desastre. Es la opción lógica: resulta la ciudad más poblada, más industrial, más conectada a las corrientes políticas y culturales europeas… y también, una identidad radicalmente diferente de la española. No solamente es otra nación, con su propia lengua y la articulación creciente del nacionalismo político catalán (por otra parte, alentado por la emancipación cubana o los diversos episodios europeos de nacionalismos centrífugos), sino porque también es una de las grandes capitales del movimiento obrero y, por tanto, de mayor potencial revolucionario.
Ya desde finales del siglo XIX, en un proceso coetáneo al que se vive en Francia, Barcelona será conocida como “la ciudad de las bombas” o la “Rosa de Fuego”. Capital mundial del anarquismo, de ella Engels llegó a afirmar en 1873 que era la ciudad del mundo que más barricadas había levantado. Evidentemente, en estas circunstancias el antagonismo entre proletariado y burguesía será constante y violento. Y que militares y políticos españoles viven atemorizados ante la posibilidad de una repetición del desastre cubano. Más, teniendo en cuenta que son conscientes de las tendencias del nacionalismo centrífugo que se expande por Europa. Sin embargo, persisten en las mismas recetas, ideas y prácticas de represión que durante su etapa en Cuba, Puerto Rico o Filipinas. Ello implica un constante régimen de excepción, que supone que entre 1898 y 1923 Barcelona pasa más tiempo con las garantías constitucionales suspendidas que en vigor.
Esta extensa introducción explica que la relación entre el Estado más o menos oficial, el Estado profundo (compuesto por el espíritu de la clase colonial) y Cataluña han coexistido mediante la lógica del conflicto, de la resistencia y de la represión, independientemente de su régimen. Dos sociedades e imaginarios de naturaleza muy diferente no han cesado en su mutua hostilidad, que puede coexistir, más o menos, con interpretaciones modulables según la ocasión, pero en la que el conflicto, más latente o patente, pervive a lo largo de generaciones: la voluntad impositiva y asimilacionista de unos contra la voluntad de existir y resistir de otros.
Cataluña siempre ha sido motor de conflictos y cambios en la historia española. Como recuerdan Casals y Ucelay (y aquí sí que actúan con el consenso historiográfico) la dictadura militar de 1923-1930 estaba estrechamente relacionada con la necesidad de acabar con las veleidades de autonomía y combatir mejor el independentismo catalán, así como contra el anarcosindicalismo hegemónico. El fracaso de la dictadura, y la fortaleza del nacionalismo catalán, mediante el Pacto de San Sebastián (1930) que acarrea un pacto entre republicanos españoles y catalanes, conspiran hasta constituir la Segunda República española (1931-1939) mediante la promesa de un estatus autónomo para Cataluña (1931-1939). Y los militares fascistas rebelados contra la democracia republicana protagonizan un levantamiento armado y una guerra civil (1936-1939) motivados muy especialmente para acabar con la autonomía y la nación catalana, mediante la violencia y la represión. De hecho, el franquismo (1939-1975), versión hispánica del fascismo, sirve especialmente para prohibir lengua, costumbres y democracia en su proyecto asimilacionista, que, por otra parte, provoca también una amplia resistencia que va desde el maquis armado hasta una clandestinidad democrática muy articulada entre la sociedad civil mientras las instituciones autonómicas y el mundo cultural resisten desde el exilio.
La Transición
La Transición (1975-1982), iniciada con la muerte del dictador y normalizada más o menos con el acceso del partido socialista al gobierno, no deja de ser un intento de acabar con el aislacionismo español que había comportado su alineamiento con el eje Berlín-Roma-Tokio durante la segunda guerra mundial. Las élites españolas, una vez fallece Franco, consideran que es necesario reintegrarse al occidente europeo y hacer posible una de sus aspiraciones: dejar atrás el aislacionismo, formar parte de las instituciones europeas y recuperar el tiempo perdido durante la dictadura para encarar un proceso de modernización. Por otra parte, en el contexto de la guerra fría, las posibilidades de un desbordamiento social por parte de un movimiento obrero ya hegemónicamente comunista y la articulación de una oposición democrática, podría resolverse con un proceso revolucionario que acabara con una ruptura total con el franquismo. Esa perspectiva atemoriza las élites franquistas, que temen unos juicios de Nuremberg para juzgar los crímenes de la guerra civil y el franquismo. Es por ello que plantean una transición a un régimen democrático formal a “lampedusiana” según afortunada expresión del historiador Bernat Muniesa[2]. No era una hipótesis inverosímil. Recordemos que en 1974 la Revolución de los claveles pone fin a la dictadura salazarista en Portugal y también se acaba con la dictadura de los coroneles en Grecia, y en ambos procesos se juzga y encarcela a varios responsables de las dictaduras.
Se entra así en un extraño juego estratégico entre los beneficiarios de la dictadura y una oposición democrática en la que precisamente el nacionalismo catalán posee un papel importante. Es por ello que los antiguos franquistas empiezan a disfrazarse de demócratas y plantean una serie de cesiones de carácter social, político, pero también territorial. En 1977, el año decisivo en la que se constituirán las cortes que redactarán una Constitución[3] que serviría para cambiar de régimen, también se negoció con el gobierno catalán en el exilio de Francia para restaurar provisionalmente la “Generalitat[4]”. Desde entonces, esta institución republicana, sede del gobierno autónomo de Cataluña coexiste, no sin conflictos, con la monarquía borbónica española.
La restauración de la Generalitat ocasionó graves tensiones entre los beneficiarios de la dictadura, que, si bien inicialmente pasaron a tener una presencia más discreta en el nuevo régimen democrático, a la práctica siguieron manejando los hilos especialmente en la policía, el ejército, el sistema judicial, buena parte del periodismo y del poder económico. Además, entre este franquismo sociológico capaz de mantener una gran capacidad de poder e influencia, debemos añadir la monarquía, dado que el rey Juan Carlos I simbolizaba, junto a la bandera y el himno franquistas, la continuidad del franquismo. Al fin y al cabo, Juan Carlos de Borbón fue rey porque Franco lo designó como su sucesor.
Así no resultó nada extraño que, tras iniciar la reconversión del franquismo en una democracia vigilada por sus antiguos responsables desplazados a las sombras, a partir de la Constitución de 1978 se iniciara lo que coetáneamente se denominase “golpe de timón” para hacer involucionar la joven democracia española. Pronto, el derecho a la autonomía de vascos, catalanes y gallegos, básicamente las naciones no españolas, será ahogado mediante una generalización del derecho a la autonomía de todas las regiones, inventándose ex novo un mapa autonómico con 17 comunidades. De las 17, la nación vasca es dividida en dos comunidades autónomas; en tres los Países Catalanes (Cataluña, País Valenciano y Baleares) que comparten una historia y una lengua común, mientras que la Castilla histórica, la nación confundida con España, será fragmentada en siete diferentes, algunas de las cuales, como Madrid, uniprovinciales y del todo artificiales. Es lo que se denominó “café para todos” y que perseguía diluir las verdaderas naciones en una división administrativa arbitraria con el ánimo de evitar el reconocimiento de la plurinacionalidad del estado: poner a la misma altura las naciones históricas con comunidades autónomas de fronteras arbitrarias y nulas aspiraciones nacionales.
La modernización de los ochenta y los noventa
Sin embargo, y a pesar de todas estas hipotecas, las cosas fueron bien para España y para Cataluña durante las dos últimas décadas del siglo. Las aspiraciones de modernización de la economía, la política y la sociedad, se fueron sucediendo con un buen nivel de éxito. España se integró en las instituciones europeas. Cierto conservadurismo social heredero del nacionalcatolicismo franquista se dejó atrás en una liberalización de las costumbres con gran capacidad de desconcertar a europeos y a los propios españoles. Gracias, en buena medida, a fondos estructurales de la Unión Europea (administrados demasiado a menudo con el propósito de crear redes clientelares), y que permitieron construir amplias infraestructuras que sirvieron para dinamizar la economía. Los servicios públicos mejoraron substancialmente y la economía experimentó un importante crecimiento económico, explicable a partir de una mayor igualación de las rentas y tímidas políticas keynesianas (que pronto fueron substituidas por otras neoliberales).
En Cataluña, la restauración de la autonomía republicana y la creación de todo un aparato paraestatal y administrativo, bajo la administración del nacionalismo moderado de Convergència i Unió[5] y la larga presidencia de Jordi Pujol (1980-2003) permitió ciertas políticas de renacionalización. Para Pujol, un político de procedencia acomodada, opositor al franquismo (y que por ello fue encarcelado), con un perfil intelectual destacable, suficiente ambigüedad ideológica (entre la democracia cristiana de inspiración alemana y la social democracia escandinava) y una idea de reconstrucción nacional bastante clara, se trataba de utilizar la normalidad política que implicaba la democracia para actuar como un estado, aunque no se tratara de un estado. Para ello asumió las competencias de educación promoviendo un sistema de inmersión lingüística (1983) en el que el catalán era la lengua vehicular para la enseñanza tanto en primaria como secundaria (cosa que, por osmosis, también se extendió a la universidad), se creó la televisión y radio públicas, en catalán, y de una calidad superior a las emisoras privadas y la televisión española (1983), así como importantes inversiones en salud, educación y políticas culturales.[6]
Una de las obsesiones del nacionalismo conservador de aquella época, en un momento en el que, hacia finales del franquismo, la mayoría de los residentes en Cataluña había nacido fuera de ella (sobre todo emigración de la España rural, especialmente de las regiones meridionales), era evitar una ruptura interna en los frágiles equilibrios nacionales de la población y una posible ulsterización. Para ello, se apostó por la filosofía “un sol poble” (un solo pueblo) que aceptaba una catalanidad abierta en la que la condición de ciudadano del país implicaba el único requisito de vivir y trabajar en Cataluña (y no ser hostil). Y en cierta medida, esta política resultó ser un éxito hasta finales del siglo, traducido en una expansión del conocimiento y el uso del catalán (y su normalización en el ámbito público y oficial) y el fracaso de aquellas opciones políticas que, atizadas desde el nacionalismo español vinculado al franquismo, pretendían dividir y ulsterizar Cataluña.
En cierta manera, el modelo, con matices, fue exitoso. La renacionalización de Cataluña conoció avances importantes. La normalidad democrática, con un régimen estable y cierta constatación de mejora de la vida cotidiana en contraste con el largo invierno del franquismo, permitieron una sensación de construcción de una nueva catalanidad, más abierta y moderna que en épocas pasadas. A pesar de que en aquel momento el independentismo era minoritario (electoralmente no pasaba del 15%), la identificación nacional respecto al país se fue consolidando. Más allá de tensiones y desencuentros habituales con Madrid, puede decirse que las evoluciones respecto a imaginarios se materializaban de manera paulatina en un lento distanciamiento. Cataluña, que ciertamente había sido un país claramente reprimido durante el franquismo y que concentró buena parte de la resistencia y oposición a la dictadura, fue creando un relato claramente antifranquista, que contrastaba con una cierta normalidad del pasado totalitario presente en Madrid.
Este distanciamiento, que permitía cierta identificación binacional en una Cataluña plural y heterogénea, pronto se contempló como una amenaza por parte de los sectores políticos e institucionales españoles. Por tanto, empezaron ciertas tensiones a partir de leyes de bases que iban recortando la capacidad legislativa y ejecutiva del parlamento y del gobierno catalán y una hostilidad cada vez menos disimulada respecto a la condición nacional catalana, y muy especialmente, respecto a la normalización del catalán en el espacio público. Para muchos españoles, acostumbrados a pensar que Cataluña era una región y el catalán una lengua inventada como pretexto para conseguir privilegios económicos o políticos, que se leyeran tesis doctorales en catalán, o que la mayoría de la audiencia en los medios de comunicación fuese en catalán, les parecía una amenaza existencial
La década de las decepciones: 2000-2010.
Tras catorce años de hegemonía del Partido Socialista (con moderadas políticas socialdemócratas, aunque con prácticas neoliberales), el Partido Popular de José María Aznar, tras unas reñidas elecciones y una tensa campaña, llega al poder en 1996. Podríamos decir que el franquismo sociológico, es decir, aquel espíritu autoritario instalado mayoritariamente en las zonas conservadoras y entre las élites económicas, regresa al poder formal. El detalle es importante, porque si bien el franquismo político, tras los primeros compases de la Transición, se retiró a las sombras del poder y del Estado profundo (cuarteles, juzgados, comisarías, comités de redacción o salas de juntas de los antiguos monopolios económicos), una nueva generación de franquistas decidió emerger de nuevo a la esfera pública. Y el Partido Popular, una reformulación de la antigua Alianza Popular fundada por antiguos ministros y altos funcionarios de la dictadura, condenada a la oposición desde 1977, se alimentó de los apellidos del antiguo régimen. Y una corrección de rumbo de la democracia hacia postulados autoritarios se estaba forjando.
Paradójicamente, la primera legislatura de Aznar se apoyó mediante el pacto con nacionalistas catalanes y el partido de Jordi Pujol. Ello, a cambio de algunas nuevas competencias autonómicas e incluso cierta moderación política. Pero tras las nuevas elecciones de 2000, tras obtener una mayoría absoluta, los neofranquistas decidieron aplicar su programa desnacionalizador (y neoliberal) a fondo. La deriva autoritaria y hostil a los nacionalismos no españoles se hicieron patentes en políticas adversas a la presencia pública del catalán (especialmente en el ámbito educativo) y a acusar a los medios de comunicación públicos catalanes de adoctrinar a la población. Evidentemente, esta situación de nerviosismo, conectada con esta sensación de mutaciones importantes en el seno de una sociedad catalana cada vez más desconectada de la española, implicaba un creciente apoyo electoral del independentismo. Y, de hecho, en las elecciones autonómicas de 2003, por primera vez los buenos resultados del independentismo moderado de Esquerra Republicana de Cataluña, con cerca de un 17% de votos, permitió articular una coalición de gobierno entre el catalanismo moderado socialdemócrata del PSC y la izquierda postcomunista, lo que provocó una gran hostilidad de la ultraderecha y de los medios españoles en contra de Cataluña, así como una política de sabotaje político e institucional.
En cierta manera, el Partido Popular, mediante su incardinación con las élites económicas, muy vinculadas al mundo financiero y especulativo inmobiliario, y por tanto, dependiente de fondos públicos, apuesta por el “Gran Madrid”, una concentración de poder económico que absorbe los recursos económicos del territorio y apunta a unas inversiones que busquen la centralidad de una ciudad poco industrializada y cuyo principal atractivo consiste en la cercanía al poder político. Ello implica, por ejemplo, tejer una red de ferrocarriles de alta velocidad que hace pasar las principales rutas por la capital y evitando conectar los grandes centros económicos e industriales de los Países Catalanes (que tradicionalmente, con un 12% de la superficie, un 25% de la población, representan el 40 % de la producción industrial y las exportaciones) perjudicando la economía industrial y exportadora y saboteando que se convierta en un contrapoder a la capital.[7]
Hasta finales del siglo pasado, las inversiones en infraestructuras provenían especialmente de las transferencias europeas de los fondos de cohesión, abundantes desde la entrada en la Comunidad Europea en 1986 (a cambio de ajustes estructurales y al precio de una importante reconversión industrial). Pero con la incorporación de los países de la Europa Oriental provenientes del antiguo Pacto de Varsovia, se produce un cambio en el centro de gravedad de las prioridades estratégicas continentales, y los fondos de cohesión que iban a Madrid se ven reducidos de forma drástica. Lo cierto es que Bruselas tenía ya noticias que buena parte de los fondos europeos caían en tramas de corrupción y creación de redes clientelares, y no precisamente en el desarrollo económico de regiones con escasa actividad económica y elevados porcentajes de paro. La disminución de fondos, de haberse producido, hubiera supuesto un grave problema de legitimidad política entre aquellas regiones, especialmente meridionales acostumbradas a la dependencia y los subsidios. A partir de esta interrupción de dinero foráneo, se optó pues por recrudecer el déficit fiscal a costa de los Países Catalanes. Substituir dinero europeo por dinero catalán (o más claramente, de los Países Catalanes, añadiendo el industrial País Valenciano y las turísticas Baleares). Es así como, entre cierta opacidad contable, y respecto al Principado de Cataluña, este déficit se elevaba en 2021 hasta los 21.982 millones de Euros, lo que representa el 9,6% del PIB catalán (y el 50% del presupuesto total del gobierno de la Generalitat)[8]. Para que podamos comparar, resulta una cifra parecida, en términos absolutos a la que contribuye Alemania al presupuesto de la Unión Europea. La diferencia es que Alemania tiene un PIB de 4,26 billones US$, y esos 20.000 M€ le suponen menos de un 0,5% de su PIB). Ya había sido así desde el siglo XVIII, cuando la España castellana ocupa militarmente los antiguos territorios de la confederación catalano-aragonesa, que a partir de entonces, acaba teniendo una especie de relación económica colonial. Madrid gasta, Barcelona, paga.
El maltrato fiscal viene acompañado también del recrudecimiento de una campaña de catalanofobia en los medios españoles. Ante las quejas por el trato discriminatorio, se popularizan los tópicos de los catalanes como insolidarios, avaros, egoístas (que a menudo coinciden con los tópicos antisemitas, como ya había sucedido anteriormente durante los siglos XIX-XX) acompañados de “fake news” en el sentido de que se persigue a los castellanohablantes por hablar castellano, hecho obviamente falso y que evita hablar de la asimetría del estatus lingüístico del español (oficial y obligatorio constitucionalmente) y el catalán (cooficial y opcional).
Y es en esta década de confrontación continua en la que, como reacción a la hostilidad, una corriente transversal y políticamente plural va surgiendo a la superficie. El independentismo de buena parte de la sociedad catalana, siempre soterrado, va emergiendo. Pero paralelamente, otra corriente más transversal, menos rupturista, con el apoyo de partidos no independentistas (socialdemócratas y excomunistas) plantea el último intento de llegar a un acuerdo mediante un nuevo estatuto de autonomía, que en el fondo representa un intento de un nuevo estatus: reconocimiento de la nación catalana, un financiamiento más justo, y cortafuegos legislativos para evitar la intromisión de leyes estatales que anulan e inutilizan las leyes emanadas del Parlamento.
La campaña desatada es de una dureza sin parangón. La posibilidad de un estatus diferenciado de Cataluña respecto a España significó una violencia verbal indescriptible y ataques combinados con silencios sepulcrales de los teóricos aliados. Además, todo sucede en un contexto en el cual el Partido Popular es desplazado del poder en las elecciones de 2004 y las de 2008 (gracias a los votos de Cataluña, que siempre ha expresado un antifranquismo militante en las urnas, y gracias a los cuales la derecha postfranquista ha quedado varias veces fuera de las instituciones)[9]. Ya que no pueden intervenir gracias a las urnas, se apoyan en la prensa, y finalmente mediante los tribunales, en los órganos superiores de los cuales únicamente acceden personas próximas a los grandes apellidos franquistas y postimperiales. De manera que, en 2010, un Tribunal Constitucional, tras organizar algunas triquiñuelas como apartar a los sectores más moderados de la institución, acaba anulando aquellos artículos más estratégicos del nuevo Estatuto aprobado por un 90% del Parlamento Catalán y por un 74% de los votantes del referéndum de 2006. La sentencia, con una alambicada interpretación del texto, acaba dejando las instituciones catalanas en una posición más precaria que el estatuto anterior, de 1979, que había sido redactado en términos ambiguos en una situación delicada en que los rumores de golpe de Estado para abortar con la autonomía eran constantes y creíbles.
La sentencia del Estatut, en julio de 2010, es considerada como el fracaso definitivo de la vía del diálogo con España, de una vía negociada de mantener Cataluña mediante un encaje político e institucional acordado. Son años durísimos en los que buena parte de la sociedad catalana, que se siente humillada y maltratada, se empieza a desconectar psicológicamente de España. Muchas relaciones personales, académicas, familiares, se disuelven. Los boicots mutuos (a productos catalanes y españoles) se disparan y hacen que Cataluña se concentre en la exportación fuera de España y durante la década siguiente, en 2014, se producirá un sorpasso en el que el mercado español dejará de ser el principal, mientras convierte a Cataluña en una economía de las más internacionalizadas de Europa.
Los niveles de desafección con Madrid son ya patentes y constatados por aquellos catalanes no independentistas, que ven que ya nada volverá a ser igual. Se trata, en términos del historiador Joan B. Culla, de la “década de las decepciones”.
2010-2017: la era de las ilusiones
La ruptura emocional con España ya se ha producido. En poco tiempo, se pasa de un 15% a un 45-50% (según las fuentes y la metodología de los estudios de opinión). Pero si acercamos la lupa, observamos como el 60% de los nacidos en Cataluña, el 77% de quienes tienen el catalán como lengua materna son partidarios de la independencia[10]. También hay apoyo entre una parte substancial de quienes han nacido en España (17%), quienes han nacido en otros países (11%) o de quienes tienen el castellano como lengua materna (16%). Es un resultado que se mantiene ya durante más de una década y que representa, evidentemente, un problema de primera magnitud para España.
Sin embargo, como a menudo sucede en muchos otros procesos políticos, no es lo mismo detectar un cambio de posiciones en las opiniones públicas y recogidos en estudios demoscópicos que convertirlo en hechos. Y lo cierto es que el impacto de la ruptura que supone la Sentencia del Estatut acaba reventando el sistema de partidos en Cataluña. Los nacionalistas moderados se pasan al independentismo. Los socialdemócratas catalanes, dependientes del socialismo español, apuestan por Madrid y ello implica una gran fuga de figuras políticas de primer orden, así como un hundimiento electoral. Aparecen nuevas fuerzas independentistas desde la izquierda anticapitalista (Candidatura d’Unitat Popular) que resta votos a unos excomunistas que tratan de jugar con la ambigüedad, mientras que partidos independentistas históricos como ERC (Esquerra Republicana de Catalunya) acaban alternándose en la primera o segunda posición en los diversos comicios que se celebrarán durante la década. En otras palabras, emerge un independentismo sociológico, políticamente y sociológico plural y transversal (con sus matices, por supuesto). Y ello supone un cambio radical de panorama.
Sin embargo, a menudo el protagonismo de estos cambios se concentrará en la acción de agrupaciones cívicas como la Assemblea Nacional Catalana (ANC) capaz de movilizar centenares de miles de voluntarios y actuando como grupo de presión hacia los partidos para que den pasos hacia la secesión. Grupos como ANC -u otras entidades tradicionales, como la antifranquista Òmnium Cultural (190.000 socios) acaban organizando grandes movilizaciones populares capaces de montar manifestaciones con más de 1,5 millones de personas de manera regular, a favor de la independencia, o una gran cadena humana capaz de recorrer los más de 400 km que uniría los distritos catalanes del norte bajo dominación francesa (el Rosellón) con la frontera sur de Cataluña.
Es una era de ilusiones. El país ha desconectado mentalmente de España y ello se traduce en una nueva conciencia política, en una repolitización del país, que en cierta manera emula la Transición a la democracia de mediados de la década de 1970, con la diferencia que las amenazas militares de entonces parecen menores. Al fin y al cabo, buena parte de la población, acostumbrada a cierta normalidad institucional, cree vivir en una democracia. Aparecen numerosas iniciativas de todo tipo, proyectos constitucionales, libros, nuevos medios de comunicación, libros blancos y debates sobre las formas, contenidos y naturaleza que debería adoptar la nueva república.
Se trata de una dinámica revolucionaria. El régimen del 78, es decir, el sistema del cual se dota España tras el franquismo, entra en crisis. De hecho, las movilizaciones independentistas coinciden en el tiempo con movimientos como el 11-M madrileño (que también alterará el mapa político español, con el debilitamiento del bipartidismo), las revueltas árabes o Occupy Wall Street. Se trata de un movimiento bastante bien articulado, desde la autoorganización y el cuestionamiento de las jerarquías. Y coincide también con una época de profunda crisis económica asociada al estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera de 2008 y a las recetas de una drástica austeridad impuesta por Berlín a Europa (2010-2014) que acarrea paro, desahucios, huelgas, movilizaciones de todo tipo, y un creciente cuestionamiento del orden, que en España tiene nombre: Régimen del 78, o lo que es lo mismo, la democracia borbónica vigilada del postfranquismo.
Todo eso generará mucho miedo desde Madrid. Se teme una disolución de un régimen cada vez más cuestionado. Escándalos de corrupción, la propia crisis de la monarquía que obliga a Juan Carlos I, heredero de Franco, a abdicar a favor de su hijo, más reaccionario que el padre, representan una constatación de que los equilibrios de poder se ponen en entredicho. El sistema es atacado desde el frente social, desde el frente democrático, y desde el frente nacional. Y es en estas situaciones, como describe el libro citado al principio, el estado profundo emerge para intervenir directamente en los acontecimientos borrando aquellos elementos garantistas de carácter constitucional y entrando a fondo con una guerra sucia, en la que, a diferencia de principios del siglo XX, el protagonismo lo tomará la judicatura, estrechamente asociada al régimen, así como la policía y los servicios secretos dedicados especialmente a investigaciones prospectivas (la mayoría al margen de la ley), querellas, intimidaciones judiciales o acusaciones falsas para amedrentar a la oposición.
Ante la creciente posibilidad de la independencia en el contexto europeo de los referéndums de Escocia y Crimea (2014), la ofensiva mediática y propagandística se intensifica. Se ha creado un relato despersonalizador contra los catalanes y rectificar sería un suicidio para la clase política que lo ha auspiciado. No hay marcha atrás. Los líderes y los partidos que han empujado hacia esta situación, ya muy cuestionados, se juegan la credibilidad. Subir la apuesta es una estrategia que busca evitar que se hable de la responsabilidad de aquellos que, en el fondo la mayoría intuye, han promovido un independentismo más fuerte mediante su retórica, sus actos y su intransigencia.
Por otra parte, hacer de los catalanes un enemigo interior en plena crisis política y económica, tiene más ventajas que desventajas. La bandera del patriotismo suele funcionar como narcótico de unas clases populares españolas insatisfechas, aunque con un instinto atávico de anticatalanismo secular. La bandera española roja y amarilla, asociada a la monarquía borbónica y al franquismo (la republicana era tricolor, roja amarilla y morada), contrariamente a lo que venía sucediendo desde la restauración democrática, empieza a ser omnipresente en las calles de Madrid y de las ciudades castellanas. Por otra parte, también se promueve un proceso de ulsterización, es decir, de aglutinar a la inmigración española en Cataluña de los años 60 y 70 en y sus descendientes para tratar de romper la cohesión interna del país de acuerdo con el modelo de Pujol de “Cataluña un solo pueblo” que ha tratado de evitar todo conflicto. Las élites económicas promueven un nuevo partido, “Ciudadanos”, explotando este sentimiento anticatalán entre catalanes de origen español. Una de sus líderes, Inés Arrimadas es, simbólicamente, hija de un inspector de policía de la temida Brigada Político-Social franquista (una especie de Stasi conocida por su violencia) que trabajaba en la comisaría de Vía Layetana (conocida como el Abu Graib barcelonés). La presencia en los medios, el apoyo financiero y la compra de voluntades políticas, promueve la ruptura del sistema político catalán (con partidos no independentistas mayoritarios como el socialdemócrata Partit dels Socialistes de Catalunya) que, sin ser independentista, sí apoyan la presencia de la catalanidad y la lengua en la educación y la administración) y tratan de polarizar la sociedad. Asistimos, pues, a un intento de serbianización de la política catalana buscando el enfrentamiento, a menudo violento.
No solamente eso. Se rescata de las tinieblas la Audiencia Nacional, la institución jurídica heredera directa del temido Tribunal de Orden Público franquista, dedicado a iniciar una ofensiva de represión jurídica, de lawfare inventándose casos de corrupción (que el tiempo, cuando el mal y el desprestigio público ya esté hecho, demostrará falsos o inconsistentes) contra el antiguo presidente Jordi Pujol (que se había convertido, sin mucho entusiasmo, al independentismo) o Artur Mas, también acusado sin fundamento. De hecho, casi todos los presidentes del gobierno catalán restaurado han sido siempre reprimidos, porque presidir la Generalitat es una de las ocupaciones más peligrosas del mundo que provoca una persecución implacable por parte de España[11]. E incluso la represión se practicará contra Sandro Rosell, presidente del Futbol Club Barcelona encarcelado durante dos años sin pruebas y exonerado en un juicio posterior en las que se pone de relieve la manipulación jurídica. Todo ello se combinaba mediante una asfixiante presión económica contra las élites económicas catalanas, que sufrían importantes presiones fiscales y jurídicas para evitar su colaboración con el movimiento independentista. Ello implica llamadas amenazantes desde el entorno del monarca.
Sin embargo, desde Cataluña, el ambiente era muy diferente. Entre 2009 y 2011, empezando por la pequeña población de Arenys de Munt, desde varios ayuntamientos se produjeron votaciones locales sobre la independencia. Participaron algo más de 200.000 electores y fue un acto de movilización con importantes repercusiones políticas tanto internas como externas y que, más allá de su simbolismo, significó una gran capacidad de autoconvencimiento de la posibilidad de una ruptura democrática con el Estado. Todo ello constituyó un movimiento que tuvo su plasmación en una consulta no oficial para toda Cataluña el 9 de noviembre de 2014, con la participación de algo más de 2,3 millones de participantes (poco menos de la mitad del censo), con un 81% de votos favorables.
Hasta el referéndum del 1 de octubre de 2017 se siguió intentando llegar a un referéndum acordado con España, que básicamente fracasó por la negativa rotunda de Madrid, y la continuidad de la vía represiva e intimidatoria. Para España, aunque un referéndum oficial podría resultar en un voto negativo (como lo que sucedió en 2014 con el referéndum escocés), la posibilidad de una consulta iba totalmente en contra de la ontología de España, obsesionada en negar el reconocimiento de la personalidad nacional de Cataluña. Pero la movilización continua y la gran politización popular en esta era de las ilusiones ocasionaba una gran capacidad de movilización cada vez más autónoma y autosuficiente de la propia sociedad civil que ponía tan nerviosa a la clase política de Madrid como a la de Barcelona, temerosa de un desbordamiento democrático y revolucionario.
Y eso los lleva al Referéndum del Primero de Octubre. Los días anteriores la clase judicial y la intervención de las diversas policías españolas empezaron una estrategia de la tensión que representaba operaciones preventivas, el despliegue de varios miles de policías españoles (despedidos entre vítores nacionalistas de los pueblos de España mediante un “a por ellos”), intimidaciones, intervenciones policiales, incluso ante partidos políticos y amenazas poco veladas sobre la represión.
El referéndum se celebró, con una amplia participación (es difícil conocer hasta qué punto puesto que centenares de urnas fueron tomadas a la fuerza por la policía), pero probablemente algo más de la mitad del censo, con un voto inequívocamente afirmativo a favor de la independencia (90,2%). En un ambiente de ocupación militar, las fuerzas policiales españolas desplegaron una operación represiva que comportó más de mil heridos y que dejaron imágenes bastante impactantes.
Es difícil hacer balance del primero de octubre. Más allá que supuso una hiriente e irreversible divorcio emocional entre España y Cataluña, se inició un proceso de represión profundo contra la sociedad catalana y un distanciamiento a varios niveles, del personal al político. A todo ello, el día 3, mientras que en Cataluña se produjo la huelga más importante de la historia del país, con una movilización de millones de personas, escandalizadas ante la experiencia de la violencia ejercida por el Estado dos días antes, el rey, en su alocución especial, anunció lo que en la práctica, era un golpe de estado: las libertades democráticas quedaron prácticamente suspendidas y la represión judicial se anunciaba y que llevó a miles de represaliados (unos 4.200, según fuentes de Òmnium Cultural)[12], unas decenas de presos políticos y de exiliados, entre los cuales el presidente de Cataluña, Carles Puigdemont, quien, tras fracasar todas las peticiones de extradición, puede circular por toda Europa menos en España.
Para Cataluña supuso una gran decepción ante la calidad democrática española y la idea que, entre democracia y unidad, Madrid prefería sacrificar la libertad al altar de la bandera (franquista). Para España, supuso un gran costo de imagen internacional, una exhibición de fragilidad, e incluso la sensación de retroceso en el tiempo, una bomba de efectos retardados y una callada polarización política que ha emergido en los últimos meses.
2017-2023: la era del resentimiento
A todo historiador le cuesta calibrar el impacto de unos hechos recientes. Sin embargo, hay algunas evidencias que dejan bien claro que ya nada volverá a ser igual. En primer lugar, es constatable la ruptura irreparable de relaciones personales, académicas, económicas, familiares y culturales a causa de la represión del estado, pero, sobre todo, a causa de los silencios de la España democrática. Durante los primeros años de la etapa represiva, y en cierta manera a partir de la ya denunciada campaña de catalanofobia, se instaló una especie de unanimismo patriótico que negaba prácticamente cualquier tipo de solidaridad en contra de la represión española contra Cataluña. Mientras el mundo quedó horrorizado ante las imágenes de la policía arrancando a golpes las urnas del referéndum, en España pocas voces disintieron. Y las pocas, como las del profesor Ramón Cotarelo o el escritor Suso de Toro, fueron también silenciadas, vituperadas o reprimidas. Manifestarte a favor de Cataluña en Madrid podía conllevar acabar en la cárcel, como le sucedió a Daniel Gallardo, condenado a 4 años. O que John Carlin, el aclamado periodista, autor, entre otras obras, de Invictus, la biografía novelada de Nelson Mandela llevada al cine por Clint Eastwood, fuera despedido del principal periódico español, El País, por mostrarse crítico con la represión policial del primero de octubre. O que Suso de Toro, uno de los grandes escritores gallegos contemporáneos fuera apartado de toda colaboración periodística y que sus libros dejaran de distribuirse. O que dejaran de invitar a los platós televisivos a Ramon Cotarelo, uno de los principales pensadores y expertos en ciencia política.
Por otra parte, la dictadura de facto hacía despertar del sueño democrático a muchos. La calidad democrática española cayó por los suelos, dejando patente una terrible inseguridad política y jurídica, en la que grupos de jueces conectados con las cloacas del Estado podían hacer la vida imposible a cualquier disidente.
Pero también la falta de una respuesta adecuada por parte de una clase política catalana paralizada por el miedo también supuso una profunda decepción entre la sociedad catalana, así como también la falta de resistencia de las instituciones del país que fueron suspendidas e intervenidas gracias al artículo 155 de la Constitución (un artículo copiado de la Constitución alemana de Weimar y que permitía la actuación arbitraria del ejecutivo y poderes excepcionales).
A todo ello también se añadía la generación de campañas propagandísticas destinadas a la desmoralización de la sociedad catalana, intensificando campañas contra la presencia pública del catalán, interviniendo directa o indirectamente los medios de comunicación, o las políticas educativas, intentando españolizar a las generaciones más jóvenes.
Sin embargo, y a pesar de las apariencias, España se halla en un momento de gran fragilidad. Como ya hemos recordado, desde la perspectiva de las relaciones internacionales, es un país vulnerable, porque todo el mundo sabe cuál es su punto débil. De hecho, las resoluciones de los diversos tribunales europeos critican la conducta de España, y son éstas las que han forzado a ir liberando a los presos políticos o promoviendo modificaciones en su derecho penal como manera indirecta de corregir lo que resulta una conducta intolerable de acuerdo con las normas y las prácticas de la Unión Europea.
A medida que han pasado los años, y el independentismo no remite (aunque sí la clase política catalana, mediante ciertas dosis de colaboracionismo) la cuestión es que el problema subsiste y cualquier nueva crisis de régimen puede implicar la materialización de la ruptura. La política represiva, y lo que es aún peor, la incapacidad de resolver un problema de encaje nacional mediante la política ha generado una polarización también en España, con instituciones paralizadas. De hecho, el Consejo del Poder Judicial (el gobierno de los jueces) hace cinco años que tiene el mandato caducado. Y no se renueva por el temor a que una nueva composición permita juzgar a aquellos jueces que (habiendo actuado de acuerdo con las indicaciones tácitas del monarca) han prevaricado y practicado el lawfare como instrumento de represión política. O de policías que se han dedicado a espiar a miles de personas (a todo el gobierno catalán y a diversos activistas) sin fundamento ni autorización. También hay dudas sobre la posible intervención de los servicios secretos españoles en algunas acciones irregulares (existen numerosas sospechas sobre su hipotética intervención en los atentados yihadistas de agosto de 2017 como fórmula de sabotear el referéndum). También, por supuesto, la imagen de la monarquía, ese elemento de continuidad con el franquismo, está por los suelos. Tanto es así que desde hace diez años el Centro de Investigaciones Sociológicas (dependiente del gobierno) ha dejado de preguntar a los españoles sobre el tema. Incluso la aparición de rumores sobre la infidelidad de la reina hace suponer que podría haber una campaña en marcha para derrocarla.
Cataluña ha puesto en evidencia la disfuncionalidad de España, su incapacidad de practicar el pragmatismo y su preferencia por la vieja idea imperial que tantos fracasos produjo en la traumática descolonización de 1898. Cataluña no logró independizarse en 2017, pero España es un país terriblemente débil y dividido. Las elecciones de 2023 en las que el partido socialista se ha aliado con antiguos comunistas y con independentistas para frenar la derecha postfranquista del Partido Popular y el neofranquista Vox, han generado varias tensiones. La primera de las medidas del presidente Sánchez ha sido uno de esos elementos simbólicos tan importantes: la posibilidad del uso del catalán en el Parlamento y las instituciones de Madrid (que sulfuran terriblemente a una parte sustancial de la sociedad española). La segunda, una ley de Amnistía que debería aprobarse en cuestión de semanas. La idea de ver regresar del exilio al presidente Carles Puigdemont genera una angustia terrible a quienes protagonizaron el golpe de estado tácito de 2017 (el pronunciamiento del 3 de octubre). Hay miedo e histeria, y de hecho, la retórica de la guerra civil lleva demasiado tiempo en boca de la derecha, el estado profundo y sus medios. La posibilidad que se aborde la autodeterminación da tanto miedo como lo que podría ser más pragmático, un estatus diferenciado respecto a Cataluña.
Sobre esto último, me considero escéptico. Ciertamente la España postfranquista está debilitada, pero como decía Bismark, España es el país más fuerte del mundo, porque siempre está intentando autodestruirse, pero no lo consigue. O como decía el poeta Jaime Gil de Viedma, “De todas las historias, la más triste, sin duda es la de España, porque termina mal”.
###
[blockquote align=»none» author=»»]
[blockquote align=»none» author=»»]
Xavier Diez es diplomado en magisterio y licenciado en Filosofía y Letras por la Universitat Autònoma de Barcelona y doctor en Historia Contemporánea por la Universitat de Girona, ha ejercido como profesor en la Universitat Ramon Llull. Es autor de diversos artículos académicos y de una docena de ensayos históricos, especialmente dedicados a la historia de las ideas y los movimientos sociales (es un especialista en historia del anarquismo); los procesos de democratización; y la evolución de las izquierdas en occidente. Actualmente es miembro del principal sindicato docente de Cataluña, del Consejo Escolar de Cataluña, del Seminari Ítaca d’Educación Crítica y coordina la revista Docència. Es un activo colaborador de prensa y actualmente es investigador senior de la Càtedra Josep Termes de Historia, Identidades y Humanidades Digitales de la Universitat de Barcelona.
[/blockquote]
[/blockquote]
REFERENCIA [1] Xavier Casals Meseguer, Enric Ucelay-Da Cal; El fascio de las Ramblas. Los orígenes catalanes del fascismo español, Pasado & Presente, Barcelona, 2023 [2]Bernat Muniesa, Dictadura y Transición. La España lampedusiana (2 vols). Universitat de Barcelona, Barcelona, 2005. [3] En realidad, las elecciones de 1977, mediante una ley electoral cuidadosamente elaborada para minimizar el peso de las grandes ciudades en las que se concentraba el voto de izquierda y maximizar aquellos territorios rurales y despoblados más susceptibles de ver influenciado el voto mediante mecanismos caciquiles, no eran constituyentes, o no se informó a la población que se trataba de elegir unas cortes constituyentes. [4] El Pacto de San Sebastián (1930) entre republicanos españoles y catalanes implicaba dotar a Cataluña de un estatus especial. El día de la proclamación de la República (14 de abril de 1931), los nacionalistas catalanes declararon “la República Catalana que forma parte de la República española”. Los republicanos españoles se enfurecieron mediante este gesto de ambigüedad calculada que, si bien no implicaba una independencia formal, sí daba a entender un estatus de igualdad respecto a Madrid. Es por ello que, ante la amenaza de una intervención militar, hicieron llegar a unos emisarios para pactar la “Generalitat”, una antigua institución medieval constituida en 1359 que funcionaba como una comisión permanente entre cortes para administrar el Principado de Cataluña, uno de los componentes de la confederación catalano-aragonesa, potencia independiente que reunía a los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca, junto con el “Principado de Cataluña” cuya capitalidad y peso político y económico se concentraba en Barcelona. Tras la guerra civil, la Generalitat siguió funcionando en el exilio, primero en México y posteriormente en Francia, donde residía su presidente Josep Tarradellas i Joan (1899-1988) [5] Convergència i Unió fue la coalición de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), un partdo creado clandestinamente en 1974 alrededor de Jordi Pujol (1930). Se trató de la afluencia de diversas corrientes conservadoras, socialdemócratas y liberales de un carácter nacionalista moderado, y Unió Democràtica de Catalunya (UDC), partido de carácter demócrata cristiano fundado en 1931. Ambos partidos se unieron en una coalición política en 1978 y gobernaron Cataluña entre 1980 y 2003 y 2010-2015. Con el proceso independentista posterior, la coalición se disolvió en 2015 porque CDC asumió el independentismo, mientras que UDC no lo hizo. CDC entró en una evolución política que le ha llevado a reconvertirse como un partido ideológicamente plural como Junts per Catalunya, que formó parte del gobierno autonómico entre 2016-2022 mientras que UDC, habiendo perdido casi toda su representación institucional se disolvió en 2017. [6] Paola Lo Cascio, Nacionalisme i autogovern. Catalunya 1980-2003, Afers, Catarroja, 2008. [7] Germà Bel, España, capital París. Origen y aopteosis del Estado radial: del Maadrid sede cortesana a la “capital total”. Destino, Barcelona, 2010. [8] “La Generalitat eleva a casi 22.000 millones el déficit fiscal del Estado con Cataluña en 2021”, El Economista, 18-IX-2023 [9] Concretamente, desde 2004, todas las veces que la derecha no ha podido gobernar lo ha sido porque el voto, siempre a la izquierda o a los partidos nacionalistas catalanes, lo ha impedido. Ha sucedido en 2004, 2008, 2019 (dos veces) y 2023. Si Cataluña no hubiera votado, habría habido mayoría de derechas ininterrumpida desde 1996. [10] Centre d’Estudis d’Opinió, Baròmetre del CEO. Julio de 2016 [11] Para hacer un inventario, el primer presidente de la Generalitat Restaurada, Francesc Macià (1931-1934) pasó largos años en el exilio francés. Su sucesor, Lluís Companys (1934-1940), pasó varias veces por la cárcel, al final de la guerra civil se exilió en Francia, donde lo detuvo la Gestapo y entregado a Franco, lo que implicó su fusilamiento. Su sucesor Josep Irla (1940-1954) pasó la totalidad de su mandato en el exilio en París, mientras parte de su gobierno estaba exiliado en México. Su sucesor, Josep Tarradellas (1954-1980) pasó también por el exilio hasta su regreso en Barcelona en 1977. Posteriormente llegaría el turno a Jordi Pujol (1980-2003) quien había pasado por la cárcel franquista por sus actividades catalanistas. Pasqual Maragall (2003-2007), socialdemócrata, sería defenestrado en una maniobra del partido socialista español, en una maniobra de palacio. Su sucesor, José Montilla (2007-2010, un dócil socialista de obediencia española, es la excepción y pudo acabar su mandato, que perdería ante las urnas. Artur Mas (2010-2016), sería procesado por su participación en la consulta independentista de 2009 y el tribunal de cuentas, un organismo compuesto por personas designadas por franquistas conocidos, lo condenó a una fuerte multa que prácticamente le desposeyó de su patrimonio. Posteriormente llegaría Carles Puigdemont (2016-2018 aunque muchos le consideran el presidente legítimo actual), protagonista del referéndum deindependencia, que vive en el exilio en Waterloo desde 2017 (y que es considerado como el enemigo público número 1 de España. Posteriormente, su sucesor al frente de la Generalitat, Quim Torra (2018-2021) fue destituido por un tribunal español por mantener un símbolo a favor de la libertad de los presos políticos en la sede del gobierno. El actual inquilino, Pere Aragonès, todavía sigue siendo presidente, probablemente por su bajo perfil. [12] Guillem Soler, “Represaliats independentistas veuen el nou delicte de sedició com una arma de doble tal”, El Temps, 13-XI-2022.
8 comments
És un repaso pormenorizado de la història de España desde la pérdida de las colónias de ultramar hssta nuestros dias. És un texto rigorosos, real i valiente. Podria convertir-se en un referente clásico de la época analizada
Crec que ja ho és.
Una síntesi pulcra i austera.
Text obligatori per qualsevol «persona».
Desde mi punto de vista , un relato magnífico sobre la política española y su catalonofobia, y debido a esta situación hasta donde es capaz de llegar en su intento de destruir a la nación catalana y a su idioma
Buen análisis del conflicto, en la misma línea pero con una aproximación más analítica, puedo aportar el mío, con una tesis que puede sorprender a más de uno:
LA NACIÓN ESPAÑOLA TODAVÍA NO EXISTE https://bit.ly/2L7tuNO
En esencia estic d’acord amb la tesi d’en J.M. Camps.
En els comentaris, mes o menys critics, no este pas en compte un element clau, que és els individus.
Totes les societats estan formades per individus amb la seves creences, conceptes, ideas, etc. Aquests conceptes, des dels poders, voldrien manipular-los per aconseguir una societat homogènia amb el seu pensament. El problema és quant aqueta necessitat del poder és vol imposar per la força (tenim ejemples d’imposició religioses, ideologicques de tots colors al llarc de l’historia)
La cosa és que els individus, no són tots iguals, encara que el poder no u cregui, i devan de l’intent d’adoctrinament, n’hi ha es revelen.
Les nacions, formades per individus, tenen en comú el sentiment de ser-ho, sigui per inducció o per convicció, la parla. La llengu és un indicador, no pas l’unica definició. La persecució pel fet de definir-se i defensar l’idea de pertanyer a un altre nació, es un elemen definitori de que si es diferent.
Per tant, la nació espanyola no existeix, precisament per el no reconeixament i combatre per disoldre les nacions (diferents), que formen part de l’estat per una (la castellana) creu que totes les altres, no tenen dret aexistir.
Em sembla un article fantàstic que tothom hauria de llegir, catalans i espanyols.
I …. Reflexionar
[…] https://sigloxx22.org/2024/03/04/la-ruptura-inevitable-espana-y-cataluna-autodeterminacion-en-el-com… […]
[…] Xavier Diez (Diciembre-Enero 2024) «La ruptura inevitable: España y Cataluña – autodeterminación en el complejo siglo XXI» en Revista Siglo 22. URL: https://sigloxx22.org/2024/03/04/la-ruptura-inevitable-espana-y-cataluna-autodeterminacion-en-el-com… […]