“…Sospecho que rehuimos el ocaso porque nos ofrece dos cosas que, como seres inseguramente racionales, preferiríamos no apreciar: la visión del cambio cósmico irrevocable (de hecho, el cambio a la oscuridad), y un sentido de profunda ambigüedad –de objetos que parecen volverse más, menos, diferentes de cómo los hemos concebido. Somos seres del mediodía y de la medianoche, tan devotos partidarios de la certeza que no podemos soportar que la naturaleza se burle de ella”.[1]
Robert Grudin
“Lo que menoscaba nuestra visión son nuestros hábitos de percepción, al igual que los actos mentales que acompañan la percepción. Nuestra visión, en vez de afligirse ante nuestro desconocimiento de lo que vemos, está impregnada de conocimiento. El principio que debemos seguir es llegar a conocer lo que vemos en vez de ver lo que ya conocemos”.
Abraham Heschel
[1] Ésta y todas las citas directas de las fuentes en inglés han sido traducidas por el autor.
Hay un lugar en la carretera que sale de mi comunidad donde, en cierta época del año y a cierta hora del día, la luz del sol es totalmente cegadora. Durante algunos segundos, sigo manejando lentamente hasta que recupero la visión. Cada vez, sin falta, me asombra la experiencia, y constato que un exceso de claridad puede ofuscarnos tanto como la total oscuridad.
A todo acto de percepción lo precede un entramado teórico que establece los parámetros de interpretación del acto mismo. La siguiente ilusión óptica podría ayudarnos a comprender lo que acabo de expresar:
¿Qué ven en este dibujo? Yo ni siquiera puedo verlo. Cuando lo miro, mi mente insiste en interpretarlo ora como tres pilares cilíndricos, ora como dos columnas asentadas en una base. Me desconcierta mirar el dibujo, y el titubeo en la interpretación hasta me aturde un poco. Al parecer, nuestra mente es incapaz de percibir lo que no comprende. Quizás, si no supiéramos nada de pilares ni de columnas seríamos capaces de percibir el dibujo, sin aturdimiento alguno, sencillamente como una serie de líneas bidimensionales.
Pero, si tan sólo se tratara de figuras geométricas desconcertantes. Algunos habrán visto el video de un experimento social en el cual se muestra, a un grupo de niños pequeños, cierto número de muñecas cuya piel va desde el blanco hasta el negro, pasando por varios matices intermedios. A los niños les hacen una serie de preguntas sobre la belleza, inteligencia y carácter de las muñecas, y casi todos, si no todos, coinciden en asignar los peores atributos a la muñeca de piel más oscura. Incluso los niños negros estaban de acuerdo en que la piel oscura era signo de fealdad, falta de inteligencia y falta de honradez. A tan tierna edad, la autopercepción de estos niños ya era precedida por una serie de juicios de valor negativos sobre el color de su propia piel.
El hecho de que la percepción esté teóricamente enmarcada problematiza la validez de lo que vemos y oímos. Nuestra cultura, nuestra lengua y nuestra experiencia previa subyacen a todas nuestras observaciones. Y si bien es cierto que este adiestramiento de la percepción es necesario para navegar el contexto en que transcurren nuestras vidas, no es menos cierto que atribuir veracidad demasiado fácilmente a lo que percibimos entraña serios riesgos. Por supuesto, esta constatación nos lleva a cuestionarnos la solvencia de los testimonios presenciales.
Al parecer, el adiestramiento de la percepción comienza cuando nacemos, de tal suerte que mientras más jóvenes somos, cuando recién comenzamos a iniciarnos en el proceso, más relativamente libres somos del entramado de comprensión previa que subyace a nuestros actos de percepción. Pero, esto no es noticia. Porque hemos sido niños, hemos criado niños; sabemos que los niños son capaces de percibir amigos imaginarios, que algunos informan haber visto a seres queridos fallecidos, que ven océanos y lagos en un charco, que no perciben grandes diferencias entre ellos y sus mascotas. Sabemos que los niños son capaces de descubrir un púlpito en la cesta de la ropa sucia, como lo hizo mi hija de cuatro años una mañana de vuelta de la iglesia. Sabemos que en esa sucesión de epifanías que es la vida de un niño, la realidad aún no ha sido parcelada en islas, sino que todo borde, toda costa, todo litoral es poroso y difuminado.[1]
La mayoría de mis lectores seguramente conocen la obra El principito de Antoine de Saint-Exupéry, obra maestra sobre las discontinuidades entre la percepción de los adultos y la de los niños. Y seguramente recuerdan el consejo final que la zorra le ofrece al Principito: “Sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos”. Los niños perciben con el corazón, razón por la cual mi sobrino de tres años se negó a abrir el libro que llevaba debajo del brazo. “¿Por qué no?” –le pregunté. “¡Porque hay una bruja adentro!”.
Hace algunos meses, un amigo me recomendó un libro titulado Seeing Like a State, obra de James C. Scott. Esta ha sido una de esas lecturas reveladoras que se quedan con uno para el resto de la vida. Scott se propone demostrar cómo y por qué fracasaron ciertos esfuerzos utópicos del siglo XX que pretendían mejorar la condición humana. Sus ejemplos proceden de alrededor del mundo, desde el desarrollo de bosques comerciales en Alemania, a la formación de aldeas en Tanzania, hasta el diseño y construcción de ciudades modelo como Brasilia. Lo que tienen en común todos estos proyectos de desarrollo es que fueron diseñados desde un punto de vista distante y centralizado: el del estado que llevó a cabo cada proyecto. En ninguno de los casos reseñados se procuró mirar el proyecto desde un punto de vista local, desde la perspectiva de las personas cuyas vidas el proyecto pretendía mejorar. Brasilia, por ejemplo, se diseñó a partir de ciertas presunciones estéticas inspiradas en las ideas alto-modernistas de Le Corbusier, ideas a su vez fundamentas en una confianza sin fisuras en las capacidades de la ciencia y de la tecnología para racionalizar y mejorar la condición humana. La ciudad se construyó sin tomar en cuenta los conocimientos, valores y necesidades de las personas que habrían de habitarla. El resultado fue una hermosa ciudad en la cual la gente no sabía vivir. Si Brasilia ha podido permanecer viable como ciudad –incluso como ciudad modelo—es sólo porque lo que comenzó con planes elaborados desde el centro ha evolucionado de maneras determinadas por sus habitantes, incluyendo la importación de tradiciones de otras partes del país.[2]
Otro caso reseñado por Scott es el de las aldeas Ujamaa en Tanzania, un proyecto de desarrollo implantado por el presidente Julius Nyerere entre 1973 y 1976. Se trató del asentamiento compulsorio y masivo de la mayor parte de la población en aldeas, “cuyos planos, diseños de viviendas y economías locales fueron planificadas parcial o totalmente por oficiales del gobierno”, con escasa atención a los puntos de vista y prácticas de aquellos que habían de poblar las aldeas.[3] Va sin decirse que el proyecto desembocó en fracaso.
Scott comprende la necesidad que tienen los estados nacionales de hacer visibles y legibles, desde el centro, sus territorios y poblaciones. Producen de esta manera un tipo de conocimiento que simplifica la realidad, la hace manejable y facilita la planificación. “Algunas formas de conocimiento y control”, afirma el autor, “requieren una visión angosta. La gran ventaja de tal visión de túnel es que permite enfocar nítidamente en algunos aspectos limitados de una realidad mucho más compleja y difícil de manejar”.[4]
Pero, esta visión angosta o de túnel tiene que ignorar “todo lo que queda fuera de su estricto campo visual.”[5] No puede, ni quiere, prestar atención a prácticas locales y conocimientos que son por su propia naturaleza complejos y no reducibles a generalizaciones.
En un hermoso libro titulado The Zen of Seeing, Frederick Franck afirma que el artista es “el núcleo fresco de todo ser humano antes de que la escolaridad, el adiestramiento y el acondicionamiento lo sofoquen, hasta que el artista interior se marchita y se olvida”.[6] Y luego añade: “Ver/dibujar es el arte de desaprender lo que creemos saber sobre las cosas”.[7] Es el arte de volver a difuminar los litorales de esas islas que hemos creado en nuestras mentes.
El significado corriente de los verbos “ver” y “mirar” es útil en nuestras vidas diarias. No propongo que echemos a un lado ese significado, sino que consideremos otros usos de los verbos que puedan estimular nuestra reflexión y conducirnos a nuevas comprensiones. Propongo que el verbo “mirar” está vinculado al intelecto, mientras que el verbo “ver” es más afín al corazón. “Mirar” es poner en marcha el intelecto con toda la carga de lo que ya “sabe”; “ver” es contemplar sin saber, es permitir que el objeto de nuestra visión se revele a nosotros. “Sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos”.
Recientemente leí un libro de ensayos de la gran novelista estadounidense Marilynn Robinson, titulado The Givenness of Things. Es un libro difícil, y los libros difíciles a veces me incitan a tirarlos contra la pared. Pero, si intuyo que la dificultad no se debe al uso de jergas ni a petulancia, sino a la genuina dificultad de lo que el autor procura comunicar, tiendo a seguir leyendo.
En este libro, que podría considerarse una apología contemporánea del cristianismo, Robinson critica la tendencia de la tradición científica occidental a tomar lo que percibe, sea a través de los sentidos o de extensiones tecnológicas de los sentidos –microscopios, telescopios, resonancias magnéticas, etc.— como la totalidad de lo que es; la tendencia a tomar “como la totalidad de la realidad aquella parte de ella sobre la cual sus métodos con capaces de comentar”.[8]
En particular, llama nuestra atención a la neurociencia por su insistencia en reducir el alma humana al cerebro. De acuerdo con Robinson, la neurociencia tiene como recurso primario tecnologías que captan imágenes de procesos cerebrales.[9] Tales escaneos pueden estudiar, por ejemplo, las maneras en que todos los cerebros responden cuando las personas experimentan miedo; y la confirmación de que todos los cerebros se iluminan de maneras semejantes bajo el estrés del miedo puede llevarnos a conclusiones prematuras … [ La complejidad”, afirma,“ —el factor que introduce la individualidad con sus concomitantes misterios”— se deja de lado.[10] Y añade: “Si a Shakespeare le hubieran hecho una resonancia magnética, no tenemos por qué pensar que se detectaría más evidencia de su extraordinario genio que de su yo o de su alma”.[11]
En última instancia, lo que Robinson rechaza es la miopía de la ciencia al insistir en que lo que es capaz de percibir es todo lo que existe. Dice la autora:
Ellos –los científicos— han llegado al meollo de la cosa. Así que todo misterio se desvanece –siendo el misterio aquello que sus métodos aún no son capaces de captar. Siendo el misterio también aquellos aspectos de la realidad cuyas implicaciones no siempre son factores en la cosmovisión científica, por ejemplo, la mente humana, el yo humano, la historia y la religión –en otras palabras, el terreno de las humanidades. O de lo humano.[12]
Kathleen Moore, en su bella y lírica defensa de una ética ecológica, The Pine Island Paradox, aclara y amplía el recelo de Robinson: Hace tres o cuatrocientos años que nosotros, los hijos de la Ilustración, nos hemos encontrado solos y con ojos llorosos en un mundo de bestias irracionales, el único espíritu en un universo de materia y de animales mecánicos como relojes, los únicos ojos relucientes en un universo desprovisto de misterio, sometido a la comprensión y el control de los seres humanos, reducido a nuestra conveniencia. Reyes solitarios de la montaña rocosa, miramos recelosamente el mundo a través de nuestro débil y estrecho haz de luz, negando la existencia de todo lo que no podemos percibir clara y nítidamente: esos otros mundos inimaginables que nos miran en la oscuridad.[13]
¡Sí, nosotros los hijos del pensamiento occidental comenzamos a sospechar que miramos efectivamente desde ojos débiles y limitados, fatigados con el peso del bagaje arrogante de nuestra cultura! Evoco el título de otro libro maravilloso, All the Light We Cannot See (Toda la luz que no vemos), de Anthony Doer, y me pregunto qué sorpresas nos revelaría esa luz esquiva si nuestros ojos pudiesen liberarse de tan sólo una parte de lo que creemos saber, para ser capaces de ver.[14]
“¡Cuidado con la seducción de la claridad! ¡Cuidado con el engaño de lo obvio”,[15] ha advertido otro brillante autor, el teólogo brasileño Rubem Alves, en un libro que estuve a punto de estrellar contra la pared, pero que terminé por releer tan pronto como llegué a la última página: The Poet, the Warrior, the Prophet. Había leído un par de libros de Alves anteriormente, los cuales, haciendo honor a la venerable tradición de la pedagogía occidental, eran obras maestras de la claridad. Y he aquí que tenía en mis manos un libro posterior, del mismo autor, que podría describirse como una obra maestra de la opacidad. En las primeras páginas del libro, Alves cita a Lichtenberg, el científico alemán del siglo dieciocho, mejor conocido por sus aforismos: “Querría olvidar todo lo aprendido, con tal de volver a ver, volver a oír, volver a sentir”.[16] Alves añade: “Supe que ya no era un buen maestro cuando, en vez de encender las luces, prefería apagarlas…”.[17]
Alves nos ofrece una excelente explicación –quizás inconsciente— de las célebres palabras de Saint-Exupéry sobre las visiones de las cuales sólo nuestros corazones son capaces: “Vemos cuando la luz, habiendo alcanzado la superficie de algo, rebota en una reverberación. La luz es incapaz de penetrar. Pero, el amor exige profundidad, penetración, algo que la luz no puede hacer”.[18] “El amor requiere un poco de oscuridad”.[19]
El exceso de claridad, al igual que el exceso de certeza, es cegador.
No obstante, la ciencia no sabe vivir en la oscuridad. Es un rayo de luz que necesita esclarecer su objeto de estudio, aunque tenga que sacrificar toda profundidad. Pero, no puede haber una ciencia de aquello que más preciamos; no puede haber una ciencia capaz de ver todo lo que hay que ver en el amor; ninguna capaz de decirnos todo lo que hay que decir sobre la crianza de un niño; ninguna ciencia del desconsuelo, ninguna ciencia del arte o de la música, del matrimonio, del alma, de la literatura, de la amistad o de Dios. “La teología”, dice Alves, quiere ser una ciencia, un discurso sin intersticios… Quiere tener sus aves en jaulas…”[20] El teólogo brasileño prefiere la teopoética, la cual apuesta a las jaulas vacías.
Y no puede haber una ciencia del futuro. El error de los esquemas utópicos que han desembocado en distopías es que miraron al futuro desde la óptica de una ideología, desde el conocimiento y la certeza. Pero, tenemos que mirar al futuro como a una visión, guiados por el anhelo más que por el conocimiento. Scott afirma: “¡Cuán raro es encontrar exhortaciones sobre el futuro que partan de una premisa de conocimiento incompleto!”[21]
“¿Qué somos sin la ayuda de lo que no existe?”, preguntaba el poeta Paul Valéry.[22] ¿Qué somos, en efecto, sin la visión de una tierra rehabilitada, de seres humanos que han aprendido a revertir el daño que le hemos hecho a nuestro planeta? ¿Qué somos sin la visión de espadas convertidas en rejas de arado (Isaías 2: 4), de lobos que yacen junto a corderos, y leopardos, junto a cabritos (Isaías 11: 6)? ¿Qué somos sin la visión de seres humanos que han aprendido a vivir en harmonía los unos con los otros, y todos con nuestra tierra? ¿Qué somos si ya no tenemos la capacidad de visualizar con el corazón un cielo nuevo y una tierra nueva (Apocalipsis 21: 1)?
Hay buenas razones por las cuales a los profetas se les llama a veces videntes, pero nunca mirones. Porque son capaces de percibir lo que más nos importa; visualizar nuestro más tenue anhelo: esa isla espléndida, de litorales porosos, que nos acoge pródigamente, a la vez que acoge nuestras más generosas esperanzas.
FIN
Pedro A. Sandín Fremaint es catedrático jubilado del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. Sus publicaciones recientes incluyen: Huellas de papel (novela). Lulu, 2015; The Holy Gospel of Uncertainty. Lulu, 2017; Caleidoscopio de una familia puertorriqueña. Lulu, 2021; y And Yet . . . A Faith Journey. Wipf and Stock, 2021.
[1] Le debo la metáfora de “islas” a la obra de Kathleen Moore, The Pine Island Paradox (Minneapolis: Milkweed Editions, 2004).
[2] http://quod.lib.umich.edu/j/jii/4750978.0014.214/–brazilianization-of-brasilia?rgn=main;view=fulltext.
[3] James C. Scott, Seeing like a State: How Certain Schemes to Improve the Human Condition Have Failed (New Haven: Yale University Press: 1998), p. 223.
[4] Ibid., p. 11.
[5] Ibid., p. 47.
[6] Frederick Franck, The Zen of Seeing: Seeing/Drawing as Meditation (New York: Random House, 1973), p. x.
[7] Ibid., p. 25
[8] Marilynne Robinson, The Givenness of Things: Essays, (New York: Farrar, Straus and Giroux, 2015), p. 7.
[9] Ibid, p. 6.
[10] Ibid, p. 7.
[11] Ibid., p. 11.
[12] Ibid., p. 14.
[13] Kathleen Moore, The Pine Island Paradox (Minneapolis: Milkweed Editions, 2005), p. 53.
[14] Anthony Doer, All The Light We Cannot See (New York: Scribner, 2014).
[15] Rubem Alves, The Poet, the Warrior, the Prophet (Londres: SCM Press, 1990), p. 29.
[16] Citado en Alves, p. 18.
[17] Ibid, p. 8.
[18] Ibid., p. 76.
[19] Ibid.
[20] Ibid., p. 99.
[21] Scott, p. 343.
[22] CItado en Alves, p. 21.