Presentación del libro de Jennifer Wolff, Isla Atlántica Puerto Rico, circuitos antillanos de contrabando y la formación del mundo atlántico, 1580-1636 (Madrid, Ediciones Doce Calles)
Francisco Moscoso
La publicación este año de 2022 de Isla Atlántica Puerto Rico, circuitos antillanos de contrabando y la formación del mundo atlántico, 1580-1636 (Madrid, Ediciones Doce Calles), de la historiadora Jennifer Wolff tiene dos coincidencias significativas. Una coincidencia es que, aunque no fuera su propósito, se une a la efeméride del Quinto Centenario de la fundación de la ciudad de San Juan, eje urbano de mucho de lo tratado en el libro. Las conmemoraciones deben servir para hacer análisis críticos y reflexiones sobre los significados de los eventos históricos importantes de los países. Que mejor ocasión que esta.
La otra coincidencia tiene que ver con la cronología historiográfica. Hace exactamente 70 años se publicó la obra del historiador Arturo Morales Carrión, Puerto Rico and the Non Hispanic Caribbean. A Study in the Decline of Spanish Exclusivism. Pasaron 43 años hasta que en 1995 se publicó en español, proyecto promovido por el Centro de Investigaciones Históricas (CIH) de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Esperemos que no pase tanto tiempo para que veamos publicado, a su vez, Atlantic Island Puerto Rico. En el mundo contemporáneo en que el inglés es el vehículo de comunicación global, publicar en ese idioma es una necesidad cultural.
Si Morales Carrión contribuyó a sacar a Puerto Rico de su cascarón insular relacionándolo a su entorno inmediato y estratégico militar del Caribe, Wolff lo ha reubicado y reinterpretado en su dimensión mayor y estratégica económica del Atlántico. Para que esto sucediera, subrayo, hemos tenido que esperar siete décadas.
Caribe y Atlántico, por supuesto, no se trata de mar y océano, que se presentan como condiciones imponentes pero no como factores determinantes del desarrollo de la sociedad. Lo decisivo es lo que transita o se permite navegar y se interconecta históricamente a través de estos medios marítimos, en el caso que nos ocupa en los siglos 16 y 17.
Afortunadamente, además, esta es una disertación de estudiante doctoral transformada y culminada en libro de historiadora. Son demasiados los casos de investigaciones de maestría y de doctorado que permanecen en los anaqueles de centros de investigación y de bibliotecas prácticamente desconocidas y en el olvido. Quienes lo sufren son los pueblos y el magisterio, público y privado, para no decir de los estudiantes escolares y universitarios que no actualizan la información y continúan repitiendo irreflexivamente perspectivas anticuadas. En el caso de la obra de Jennifer Wolff, con todo y escenario apabullante que vivimos de la epidemia del Covid-19 y de sus tragedias humanas y trastornos de todo tipo, agraciadamente no hubo que esperar mucho.
Cuando se emprende un proyecto de investigación histórica, supongo que es válido para todos los ámbitos de estudio y conocimiento, hay que llevar a cabo dos tareas básicas. Una es un hacer una revisión historiográfica para examinar lo que se ha dicho sobre el tema propuesto -para que no llueva sobre lo mojado o por lo menos asegurarnos de que caiga lluvia nueva y soplen vendavales imprevistos; y la otra es levantar un inventario de las fuentes primarias, especialmente, y su accesibilidad para hacer posible el trabajo. En Isla Atlántica Puerto Rico Jennifer Wolff lo ha realizado con reconocimiento y respeto a la historiografía previa y empeño en dar con las fuentes documentales pertinentes, muchísimas inéditas. Este es un paso indispensable para poder, evocando el título de una obra de metodología de la investigación del historiador Gervasio Luis García, armar la historia.
Isla Atlántica Puerto Rico tiene 295 páginas, en libro organizado en siete capítulos. Está debidamente equipado de armas y municiones, históricas. Hay disparos, usando los implementos del medio. Su andamiaje documental, o infraestructura como dicen los economistas, cuenta con investigación de 20 legajos de documentos manuscritos del Archivo General de Indias, de Sevilla, en el cual también pesquisó personalmente; como también alguna documentación del cartorio notarial examinada en el Arquivo Nacional da Torre do Tombo, en Lisboa; 9 legajos de la colección de micropelículas del Centro de Investigaciones (CIH, UPR-RP); 5 legajos accesibles en internet en el Portal de Archivos Españoles (PARES); transcripciones de documentos no publicados de tres archivos o bibliotecas; 34 colecciones documentales y de libros de fuentes primarias, incluyendo, por ejemplo, The Principal Navigations and Voyages and Trafiques of the English Nation (1890), editado por el traductor e historiador Richard Hakluyt, la Geografía y descripción universal de las Indias (1571-1574), del cosmógrafo y cronista Juan López de Velasco y el Diccionario marítimo español (1831), entre ellos; dos páginas de fuentes y recursos digitalizados, del New York Public Library Digital Collection, entre otros; y por último pero no menos importante, 16 páginas de fuentes secundarias, es decir, de libros, ensayos y artículos por otros autores y autoras. Seguramente algo se me ha quedado sin contar.
A través del trabajo, teniendo en cuenta un público lector más allá del ámbito académico (como debe ser), Wolff tiene el cuidado de definir o aclarar diversos términos que van apareciendo, por ejemplo, arribadas y descaminos (relacionado a los barcos practicando el contrabando), piezas de esclavos (con atención a los precios de varones, mujeres y niños o niñas), asiento (o contrato esclavista en este caso), carena y carenar (una actividad de reparación de los navíos); y lugares desconocidos como El Tejar (el puerto aledaño a la ciudad, inmediatamente al lado de la Puntilla), y así por el estilo. Así mismo, el libro está bellamente ilustrado desde la portada con el Gezit op San Juan, o Vista de San Juan, obra de 1665 del cartógrafo y acuarelista holandés Johannes Vingboons (1616-1670), al esclavo cargando mercancías, de 1530/40 por el escultor y dibujante alemán Christoph Weiditz (1498-1559), a varios mapas pertinentes de Puerto Rico en el siglo 16. Todo ello, sobra decir, implica incontables horas de lectura, acopio de notas, y de clasificación de la información. Simultáneamente, mucho tiempo para pensar e interpretar todo lo leído e investigado.
Junto con la lucha de clases que se ha dado en la sociedad desde la disolución de las comunidades tribal-comunales del pasado histórico originario hasta el presente, también ha habido y continúa habiendo una lucha de historiografías, a veces velada y en ocasiones abierta. Aunque Jennifer Wolff no lo plantea así – de estas travesuras y picardía en la presentación soy el único responsable -, ciertamente uno de sus propósitos, expuesto en términos elegantes es hacer un reenfoque historiográfico. De hecho, es lo que expone en el capítulo 1, Isla atlántica: hacia un replanteamiento historiográfico. Tampoco es que existen murallas inquebrantables entre unas y otras perspectivas o teorías de la historia. Pues la historiografía, como la historia, también es un proceso y las aportaciones o ideas de unos y otros fluyen en todas las direcciones. Lo ideal es mantener la mesa abierta al diálogo, y si con un cafecito entre las partes que intercambian, mejor todavía.
La imagen que se ha formulado desde la historiografía tradicional, que la autora discute, y que aún tiene la gente en general es la del Puerto Rico de los siglos 16 y 17 pobre, marginado, aislado, de escasa producción y comercio limitado, de habitantes temerosos de los enemigos de España circulando por el Caribe, de piratería y saqueos de la isla, a lo que podemos añadir ataques de los indios caribes, en fin, una colonia de muy poco valor. Nos han tergiversado el cuadro real desde el siglo 16 cuando las cosas estaban tan malas que “Dios me lleve al Perú” al siglo 17 cuando no se aventuraban por el Caribe porque “Nos coje el holandés”. Acompañando estas descripciones deprimentes y miedosas está la imagen que todavía resuena en algunos textos de historia y en boca de la gente, de que si alguna importancia tuvo Puerto Rico para España era la de un bastión militar. La realidad es que, a pesar de todas las flores con que adornaron la isla como “la entrada y llave de las Indias”, ni eso fue adecuadamente desde el plano militar. Las medidas defensivas que tomaron los gobernadores, siempre con permiso y supeditado a los designios de la Corona absolutista y no pocas veces inepta, fueron en reacción a las amenazas externas. Por ejemplo, empezando con el baluarte insignificante de cuatro o cinco cañones construido a prisa al pie de lo que ahora es el Morro a la entrada de la bahía en 1522, cuando se enteraron de un posible ataque de una flota francesa; la Fortaleza mal situada en el interior de la bahía finalizada solo en 1539, para hacer frente a los frecuentes asaltos caribes; la construcción por secciones del castillo San Felipe del Morro entre 1585 y finales del siglo 16 cuando piratas o corsarios franceses e ingleses merodeaban en aguas cercanas e intentaron incursiones como la conducida por Francis Drake en 1595; y el cerco de murallas alrededor de San Juan luego del ataque holandés de 1625, pero solo construido en la década de 1630. A todo eso apenas asignando una dotación de hasta 400 soldados, cuyas plazas nunca se llenaron totalmente, mal armados y sin uniformes. Ni flota de guardacostas ni estación naval regular hubo en San Juan. En los momentos de triunfo defensivo el factor clave siempre fue el de la movilización de vecinos criollos (varones de 16 a 60 años aptos para el servicio militar). Pero la historiografía tradicional nunca se detuvo a examinar esta realidad, y se continuó propagando y algunos siguen repitiendo la cantaleta del bastión militar.
En la génesis de la visión tradicional del Puerto Rico de miseria y subdesarrollo están las imágenes pintadas por la oficialidad española, por ejemplo, en la Relación o informe de 1765 del mariscal Alejandro O’Reily (en este caso un irlandés al servicio de la Corona española) y en el primer texto de historia de Puerto Rico publicado en 1788 por el sacerdote español Iñigo Abbad y Lasierra. Luego las nociones del Puerto Rico insuficiente, apunta Wolff, fueron adoptadas por “los escritores decimonónicos”, la historiografía puertorriqueña pionera podríamos decir, entre los que se destacó Salvador Brau y su texto Historia de Puerto Rico, comenzado a finales del siglo 19 incluso siendo el primer puertorriqueño (que sepamos) en investigar en el Archivo General de Indias, y publicado en 1904. Pero también alimentando esta perceptiva están las obras de historiadores de credenciales universitarias como el citado Morales Carrión y su obra Historia del Pueblo de Puerto Rico: desde sus orígenes hasta el siglo XVIII (1974), y de historiadores de otros países como Clarence H. Haring, en Trade and Navigation Between Spain and the Indies in the Time of the Habsburgs (1918).
En la década de 1970, la Escuela de Estudios Hispano Americanos, vinculada a la Universidad de Sevilla promovió investigaciones basadas en documentos del Archivo General de indias (AGI). En ese año se publicó la obra de Juana Gil-Bermejo, Panorama histórico de la agricultura en Puerto Rico. Esto fue seguido por las obras de Enriqueta Vila Vilar, Historia de Puerto Rico, 1600-1650 (1974) y de Ángel López Cantos, Historia de Puerto Rico, 1650-1700 (1975). Ciertamente, son aportaciones muy importantes a la historiografía. Lo que Wolff nota, sin embargo, es que, a pesar de sus buenas bases documentales, el contrabando no sale a relucir en toda su magnitud y se proyecta más como un hecho de impacto desde mediados del siglo 17 en adelante y sobre todo en el siglo 18. Además, las fuentes del AGI no fueron ni remotamente agotadas; en buena medida aun no lo están.
Algunos otros trabajos han ido contribuyendo a obtener un mejor cuadro del Puerto Rico del siglo 16. Por ejemplo, la obra de la historiadora Elsa Gelpí Baiz, Siglo en Blanco. Estudio de la economía azucarera en Puerto Rico. Siglo XVI (1540-1612), publicado en el 2000. Es una de las investigaciones sobre las que Wolff construye más en lo que respecta al contrabando, por ejemplo. Dejo de citar muchos otros títulos comentados en el libro.
De ahí pues, el replanteamiento, más bien la nueva interpretación de Jennifer Wolff. En Isla Atlántica Puerto Rico, con referencia al último cuarto del siglo 16 y primer tercio del siglo 17 nos presenta a un Puerto Rico formando parte de un gran sistema de economía de contrabando, para empezar con una base de producción agraria de interés para el mercado mundial que se iba desarrollando: es decir de suministro de azúcar, jengibre, cueros y ganado, otros comestibles, sal y madera. ¿Por qué Puerto Rico recurrió al contrabando, incluso desde comienzos de la colonización a escala menor? Porque quien era insuficiente en su producción económica, estaba endeudada al capital financiero genovés o alemán y padecía de una plaga de trabas institucionales y torpezas burocráticas dentro del esquema mercantil de aquella época era la propia España. Frente al comercio insuficiente de España, el contrabando suficiente de la colonia.
Lejos de estar aislado u olvidado, Wolff documenta a cada paso, Puerto Rico formaba parte importantísima del tablero atlántico de lo que ella denomina “la primera globalización”. Nos dice la autora, “utilizo a Puerto Rico como fulcro”. Como no estoy muy acostumbrado a esa palabra, recurrí en internet al Diccionario de la lengua española de la Real Academia. Soy fanático de la etimología, y ver los antecedentes y significados cambiantes de las palabras. Que mucho se aprende también con ello. Derivado del latín, fulcrum, significa apoyar, pero también soporte y pilar. Pero hay que tener cuidado con ese recurso en internet, pues lo primero que sale es el anuncio con esa palabra de una empresa de seguros; evidentemente con otros propósitos. En este caso el Puerto Rico del periodo estudiado le ha dado base para elaborar y probar su reinterpretación. “Entre 1580 y 1636”, escribe Wolff, “la isla estuvo inmersa en un vigoroso tráfico de contrabando con el mundo no-hispano que la insertó plenamente en las redes, interacciones y circulaciones del espacio atlántico y el emergente «sistema-mundo» de ese periodo”. Ella alude, especialmente, al marco de referencia teórico elaborado por el sociólogo Immanuel Wallerstein, en su obra de cuatro volúmenes, titulado El moderno sistema mundial. A esa perspectiva contribuyeron también historiadores como Fernand Braudel. Ese sistema no era otro que el emergente modo de producción capitalista.
Puerto Rico era una pieza, clave en sus momentos, de ese sistema. Individuos particulares y la población criolla en general, puntualiza la historiadora, tuvieron una participación y un protagonismo en acciones bien estructuradas y mercantiles, aprovechando los circuitos del comercio clandestino. En la capital de San Juan, observa Wolff, confluyeron representantes comerciales de los diversos negociantes, “pilotos portugueses, marinos valencianos, carpinteros alemanes y grumetes prietos de Guinea o Brasil, un crisol de gentes que insertó a Puerto Rico en la conformación del incipiente proletariado global (movible, fluido) que se constituía alrededor de las ciudades portuarias del Atlántico”. Si Karl Marx hubiese tenido en sus manos Isla Atlántica Puerto Rico y para colmo, inesperadamente de una historiadora puertorriqueña con apellido alemán para confundirlo llamada Jennifer Wolff, cuando estaba investigando en el British Museum de Londres, componiendo el Volumen I de su obra El Capital y redactando el Capítulo 24 “La llamada acumulación originaria”, habría citado este libro frecuentemente.
Efectivamente, lo que estaba sucediendo es que Puerto Rico formaba parte del proceso de transición del feudalismo al capitalismo. Ese proceso fue estudiado minuciosamente con referencia Europa por el economista Maurice Dobb, en Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, originalmente publicado en inglés en 1946. De allá para acá ha motivado investigaciones y debates teóricos sobre este tema que continúan hasta el presente. Wolff, con su obra, ha puesto de relieve manifestaciones de ese proceso a nivel de Puerto Rico colonial.
Uno de los componentes principales de aquel proceso de acumulación originaria del capital, en su contexto de predominio del capital mercantil y financiero y en el periodo histórico intermedio denominado mercantilismo, fue el del tráfico de esclavos. La proletarización, como bien señala Wolff, se daba en los escenarios de trabajadores de puertos y tripulaciones marineras; podemos añadir, así como en los sectores de artesanos de ciudades del interior y en algunos puntos rurales de países europeos, por un lado. En esos lugares se inauguraba y propagaba poco a poco el trabajo asalariado. Contradictoriamente, por suceder en terreno de la transición indicada la esclavización y otras formas de trabajo explotado no capitalista se instrumentaron en el ámbito de la producción subordinada a los intereses de capital mercantil y del estado monárquico absolutista. Así habría de ser en Europa, sobre todo en Inglaterra hasta el advenimiento de la revolución industrial; y en Puerto Rico hasta el 1873 de la abolición de la esclavitud y del régimen coercitivo de la libreta de jornaleros.
Jennifer Wollf delimitó su investigación al periodo de 1580 al 1636 al ver que Puerto Rico, San Juan en particular, se redefine en términos de cuatro situaciones históricas: (1) pasamos de lo que ella llama interesantemente “el primer Atlántico” dominado por España y Portugal, al “segundo Atlántico” en que incursionaron Inglaterra, Francia y Holanda estableciendo sus parcelas de colonias e imponiendo sus intereses mercantiles; (2) el aumento del tráfico esclavista África; (3) el incremento y predominio de los traficantes portugueses, dado la unión de España y Portugal en tiempos de Felipe II y sus sucesores hasta 1640; y (4) la evolución del capital mercantil, cambios en el repartimiento colonial y trazado de nuevas fronteras a escala atlántico-caribe.
En su libro, Wolff incluso propone que hay que reevaluar lo que hasta ahora se ha estado despachando ligeramente como piratería. Por supuesto, hubo piratas, pero igualmente hay que examinar los hilos mercantiles de algunos de ellos. Por otro lado, las invasiones inglesas de 1598 y la holandesa de 1625 que siguen cargando el propósito militar y con la vestimenta del bastión, precisa otro análisis más profundo. Wolff identifica, por ejemplo, algunos patrocinadores de la invasión dirigida por George Clifford, conde de Cumberland: Paul Bayning, miembro del Grocers Guild, y envuelto en el comercio con Venecia; Thomas Cordell, miembro del Mercer Company, empresa de textiles; John Watts, miembro del Clothworkers Guild (también de textiles), entre otros. Los imperios antiguos y contemporáneos – ahora hay que decir de derecha a izquierda – han buscado y siguen procurando, ante todo, riqueza económica.
En su investigación Wolff documenta al menos 123 barcos de arribadas forzosas a Puerto Rico entre 1580 y 1636. Están identificados con detalle en la Tabla III que cubre 14 páginas del tercer capítulo. De esos ella encontró que 80, o el 65% eran de los portugueses. Hay un dato demográfico relacionado que ella destaca respecto a la formación del Puerto Rico criollo colonial de entonces: “Hacia 1606, uno de cada cinco vecinos de Puerto Rico era de origen portugués: no pocos estuvieron ligados a los descaminos y al tráfico de esclavos”.
A manera de aperitivo, Isla Atlántica Puerto Rico comienza con el episodio del vecino de San Juan, joven de 26 años Diego Guilarte de Salazar, miembro de una familia principal de terratenientes que había viajado en 1624 a buscar esclavos en San Pablo de Loanda, Angola, y se había asociado con tratantes portugueses. Después de pasar por situaciones peligrosas, incluyendo el asesinato de su socio por una tripulación amotinada en la costa de Guinea, logró llegar a San Juan en un barco maltrecho el 28 de mayo de 1626. Contra las protestas de los factores o agentes comerciales de los empresarios portugueses, el gobernador Juan de Haro le permitió vender la porción de esclavizados que llegaron con vida, Sí, el mismo Juan de Haro glorificado en el cuadro La recuperación de Puerto Rico (1634), del pintor Eugenio Cajés, y que se exhibe en el Museo del Prado en Madrid. Haring, uno de los de la historia tradicional, nos recordó en su libro citado que el contrabando nació en los primeros barcos que desde Sevilla bajaron por el río Guadalquivir, echando carga extra según se movían hasta Islas Canarias, para mercadear en el gran Atlántico. Me permito añadir que, según está implícito en el episodio de Guilarte y el gobernador Haro, el contrabando venía de la mano con su primo-hermano la corrupción.
En el libro de Jennifer Wolff leemos sobre personajes nuevos como el genovés Nicolás Lafruco, contrabandista y radicado en San Juan, llegando a ser uno de los hombres “principales” de la colonia, era algo así como un don Nico, evocando a don Vito Corleone de la película E Padrino; la participación del contador Diego Rodríguez de Castellanos y del gobernador Diego Menéndez de Valdés y otros oficiales en los manejos de embarcaciones contrabandistas; las “descaminadas” portuguesas Catalina San Payo, María Correa e Isabel Acosta, que Tomé Rodríguez debió llevar desterradas a Brasil, a comienzos del siglo 17 pero terminaron en San Juan, y centenares de detalles inéditos más que iluminan lo que realmente era un Puerto Rico bien diferente al que se nos ha pintado.
Isla Atlántica Puerto Rico es una aportación enorme de la historiadora Jennifer Wolff y representa un gran acontecimiento de las renovadas investigaciones y reinterpretaciones, que no son muchas, de los primeros dos siglos de la historia de la conquista y colonización de Puerto Rico. Lo que resta por hacer son los cambios en los textos de historia y cumplir con la misión educativa correspondiente en las escuelas, universidades y en la diversidad de medios de comunicación de nuestra época, tanto a nivel nacional como internacional.
Francisco Moscoso obtuvo su Bachillerato en Ciencias Políticas en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras (UPR-RP) en 1971; su Maestría en Historia (especialización en América Latina) en State University of New York (SUNY), Binghamton, en 1974; y su Doctorado en Sociología (especialización en Sociología Histórica de América Latina y el Caribe) también en SUNY-Binghamton en 1981.
Fue Catedrático del Departamento de Historia, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras (1987-2019) y director de la Sección de Historia del Ateneo Puertorriqueño (2005 – 2010). Es Académico de número de la Academia Puertorriqueña de la Historia, desde 2006; Académico correspondiente extranjero de la Academia Dominicana de la Historia (2006), y Miembro de la Asociación Puertorriqueña de Historiadores (APH).
Es autor de 22 libros. Está jubilado, pero no retirado. Se mantiene investigando, publicando, y marchando por las causas justas y libertadoras.