Qué fuerza oscura, qué poder ancestral e interior hace posible que algunos seres humanos dediquen lo mejor de sus vidas a escribir poesía, un bien tan frágil, de nula utilidad y opaca significación, un bien que existe al margen de la mercancía? ¿Qué fuego persiguen, que no quema, que oro procuran, que no vale, qué piedras pulen, que no cortan, que ramas tejen si ya no hay cabezas para coronar? Y, aun así, en el día, en la noche, en la atmósfera extraña de los sueños, estos seres se empecinan en el reino invisible de la imagen y el canto donde aplican sus mejores potencias a salvar el lenguaje de la banalidad. En ello, van gastando su vida, pero también ganándola y, al cabo de su ruta, si han sido fieles y honestos a la vocación que los devora, solo recibirán como premio el nombre que Julia de Burgos escuchó interpuesto entre el viento y su sombra, hijo suyo y de la muerte, dijo, me llamarán poeta.
Vanessa Droz pertenece, por derecho propio, al linaje de esos seres, como lo reitera el libro suyo que hoy se presenta. Animal mirado es una antología que reúne una muestra sustancial de su trabajo poético desde 1982 hasta 2022. Estas fechas nos advierten de algo que suele pasar inadvertido, señalan que su escritura poética cruza una frontera de significación simbólica, la que marca el paso de un siglo a otro, en este caso, del veinte al veintiuno. Estos hitos de transición solo se tornan evidentes en ocasiones lapidarias: aquí yace James Joyce que nació en 1882 y murió en 1942; aquí T.S Elliot, que vio la luz en 1888 y falleció en 1965; este es Kafka que existió desde 1883 hasta 1924. Estos periodos de entre siglos suelen remitir a momentos críticos que nos recuerdan, como un aldabonazo emocional, que el tiempo existe, al menos en su dimensión histórica. Hay escritores que pertenecen a un siglo, otros hay que pertenecen a dos. Los artistas que tienen la fortuna o la desgracia de vivir y crear en esos periodos de transición lo hacen abocados, a veces de manera inconsciente, a la significación existencial e histórica de esas transiciones. La producción poética de Vanessa Droz tiene su génesis en el tránsito del siglo XX al XXI, más concretamente en el contexto de lo que ocurrió en la literatura puertorriqueña a partir de la década del setenta del pasado siglo, década cuyas ondas expansivas llegan hasta hoy, como bien lo muestra el decurso de su poesía. Animal mirado incluye poemas de los seis poemarios que Vanessa Droz ha publicado hasta la fecha: La cicatriz a medias (1982), Vicios de ángeles y otras pasiones privadas (1996), Estrategias de la catedral (2009), Las cuatro estaciones-Suite caribeña (2016), Bambú y otros horizontes (también de 2016) y Permanencia en puerto (2019). Incluye también un nutrido grupo de poemas inéditos o que solo habían aparecido en publicaciones periódicas en los que, tal vez, se vislumbran los gérmenes de uno o dos futuros poemarios.
Como la década literaria del setenta es un periodo que me toca muy de cerca, me limitaré a glosar las palabras que sobre ese periodo escribí hace ya cuarenta años en el prólogo a una antología de cuentos. Me cito, pues, con cierta libertad: “…los primeros años de la década del 70 se caracterizaron por un cierto aire de polémica cultural en torno a la función política y artística del escritor. Las revistas literarias de entonces, entre ellas, Alicia, la Roja, Penélope o el otro mundo, Ventana, Zona de Carga y Descarga, especialmente las últimas dos, participaron explícitamente en la discusión. La década del 70 fue, además, un espacio donde se cruzan estímulos históricos de diverso orden: la resaca de la Revolución Cubana y las polémicas literarias en su seno, particularmente el llamado caso Padilla; los ramalazos de la guerra de Vietnam; los movimientos a favor de los derechos de la afrodescendencia, la mujer y la homosexualidad, los comienzos de la crisis política y económica del Estado Libre Asociado, el primer triunfo electoral de un partido asimilista en Puerto Rico y el auge editorial y publicitario de la narrativa hispanoamericana (léase Boom). Estas y otras circunstancias abonaron a la reflexión crítica sobre el papel social del escritor y la literatura. En la década del setenta hubo un consenso espontáneo en este punto, al menos entre algunos sectores que consideraron que la función primaria del escritor puertorriqueño debía ser escribir bien y cada vez mejor, urdir un lenguaje de rigor, un espejo eficaz (…) donde la historia se mire en su propio rostro”. Ese consenso silente de volcarse en la escritura desde la posibilidad de cada cual —y no desde lo que imponían algunos decálogos ideológicos de la época— hizo posible la manifestación de una variada gama de estilos y actitudes ante la literatura: las formas anarquizantes y surrealizantes encabezadas por Iván Silén, la poesía concreta de Esteban Valdés, la irrupción del habla popular en la estructura misma de la obra literaria, fenómeno que preside Luis Rafael Sánchez y continúan, con matices propios, escritores como Ana Lydia Vega, Luis Rosario Quiles en sus libros sobre Víctor Campolo y Juan Antonio Ramos; la ortografía personal de Joserramón Meléndez y la escritura metapoética o la reflexión sobre la poesía desde la poesía misma, que caracteriza a la mayoría de los poetas del setenta, incluida Vanessa Droz. Cito como evidencia de la persistencia consciente de este rasgo, su poema inédito, “Redundancia detenida”, que define la poesía como el resultado del pulimento simbólico de los cuatro elementos clásicos de la Naturaleza (el fuego, el agua, el aire y la tierra), dicho sea de paso, recurrentes en el sistema de imágenes de su poética:
La poesía es fuego pulido,
agua pulida,
humo pulido, piedra pulida.
La poesía es ascua atrapada,
ceniza en el viento,
hielo derretido.
La poesía es río que se estanca,
estanque que se evapora,
vapor que cae.
La poesía es río que se aquieta,
tierra que se mueve y Tierra que se mueve.
La poesía es pulimento que nada,
que vuela,
que se entierra,
que muere y arde.
Pero tal vez el rasgo más importante del panorama literario puertorriqueño en la década del setenta fue la plena irrupción de la voz de las escritoras en el panorama literario del país, onda expansiva que hasta hoy mueve con fuerza diversos proyectos literarios. Vanessa Droz es una figura destacada en un momento de nuestras letras en el que la mujer habló con voz propia y contundente desde la plena conciencia de su identidad. Entre esas voces están las de Ángela María Dávila, Ana Lydia Vega, Magali García Ramis, Rosario Ferré, Olga Nolla, Ivonne Ochart, Aurea María Sotomayor, Liliana Ramos Collado, entre otras, precedidas por las sombras tutelares de Julia de Burgos, Clara Lair y Marigloria Palma, las que, a su vez, están precedidas por las de Lola Rodríguez de Tió, Luisa Capetillo, Ana Roque de Duprey, por mencionar solo a algunas. Efraín Barradas ha señalado con justeza que “desde 1970, la presencia femenina y la conciencia feminista han moldeado nuestras letras”. Mucho antes, Luis Lloréns Torres había advertido, con palabras macharranas que hoy quizás le hubieran valido la cancelación: que en la literatura puertorriqueña ocurría como en los hipódromos, donde las yeguas corren más que los caballos. Por mi parte, coincido con el escritor transexual Paul B. Preciado, quien afirmó que el feminismo es la revolución más importante del siglo XX.
Vanessa Droz se destaca por el ademán reivindicativo de la condición femenina, pero, sobre todo, se destaca por la calidad pulida de su trabajo, desde el punto de vista de la poesía misma, al margen de perspectivas programáticas o de género. Trabaja su poesía con materiales terrestres y corporales, su voz se ciñe a lo primario, la factura de sus versos es exigente, su dicción controlada, pero intensa, bien pautada entre el ritmo y los requerimientos de la sintaxis. Su versificación se articula en un ritmo más espacial que temporal, ritmo que se detiene en las demoras de la mirada, que parece que dibuja, fotografía y diseña mientras habla. Sin embargo, no les teme a los requerimientos de formas más ceñidas; ensaya, con cierta irreverencia y desarreglo, el soneto y la décima y en esta línea del rigor extremo produce sus mejores frutos en el cultivo del haikú, aunque alcanza sus más altos momentos en las formas versiculares. Sus imágenes suelen ser eficaces, proliferantes y sorprendentes, pero sin retruécanos vanguardistas ni ademanes surrealizantes. Entre sus palabras aparecen de pronto algunas escogidas como perlas o inventadas: cuarzos, feldespatos, viajecida, aridadas, landas, guepardos, cinabrio y otras más, no abundantes, pero siempre precisas y bien puestas.
La publicación de Animal mirado es un acontecimiento literario. El criterio de la editora, Rosa Vanessa Otero, interviene activamente en la configuración del libro y aporta, además, los índices y la bibliografía mínima que lo acompañan; pero la selección y el ordenamiento de la antología es de la poeta. El título es —de entrada— uno de los aciertos mayores y remite, como bien señala la editora, al interés manifiesto en la poesía de Vanessa por la fauna y la corporeidad del ser humano en cuanto parte de ese reino. Pero no es solo la fauna: en general, a Vanessa le interesa el mundo natural como un gran cuerpo del cual formamos parte. Un cierto biomorfismo caracteriza su poética. Los seres vivos constituyen un repertorio de formas dinámicas y mutables que dan margen a un lirismo áspero y espeso que encuentra afinidad en la animalidad fiera y tierna de Ángela María Dávila. Las palabras de Vanessa a veces se recrean en las viscosidades del cuerpo, en las sustancias y los espesores de las criaturas y los minerales, incluidos, por supuesto, el hombre y la mujer. Todos somos animales mirados que miramos, pero también animales olidos que olemos, que tocamos y somos tocados.
Un detalle interesante es que la muestra antológica se despliega desde el presente hacia el pasado (2022-1982) como ocurre en las retrospectivas pictóricas. Es un viaje a la semilla. Esta decisión editorial que procura destacar el conocido interés de Vanessa Droz por las artes plásticas, también remite, quizás por casualidad afortunada, a la devoción de la poeta por la poesía mexicana, uno de los grandes subtextos de su obra, lo que ella nunca ha ocultado. Fue Octavio Paz, en compañía de Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, quien en el prólogo a la famosa antología titulada Poesía en movimiento (1966) explicó el propósito de organizar la selección retrospectivamente, desde 1966 hacia 1915, para resaltar el movimiento de la poesía mexicana hacia la modernidad.
Alguna vez, no recuerdo cuándo ni con qué motivo, recibí un obsequio de Vanessa, que atesoro: una edición facsimilar de Muerte sin fin, el gran poema del poeta mexicano José Gorostiza, publicada, creo, con motivo del primer centenario de su nacimiento. En aquel poema, cuya imagen inicial explica cómo “en el rigor del vaso que la aclara, /el agua toma forma.”, se manifiesta uno de los principios de la poética de Vanessa, instruida en el rigor y la densidad características de algunos poetas mexicanos modernos. Dice Vanessa en un poema de su primer libro: “Con fuerza, con naufragio dentro de un vaso, / con huracán en lágrima, con beso contenido y deseo sujetados, / con viga en el ojo, / con desesperación, / lo estoy mirando”. La poesía de Vanessa Droz opta por la contención frente a la grandilocuencia, exceso en el que nunca incurre, ni siquiera en los poemas de mayor extensión.
Esta antología se beneficia, además, de un magnífico prólogo de la autoría de Jeanette Becerra, poeta, narradora y catedrática de la Universidad de Puerto Rico en Cayey. Estoy convencido de que las obras y las tradiciones literarias y artísticas son, además de las obras en sí, la glosa que las acompaña. Por glosa me refiero al conjunto de comentarios que en torno al hecho artístico o poético elaboran los contemporáneos o la posteridad. Los mexicanos, por volver a ellos, han sabido glosar y construir su tradición literaria como una enfilada hacia la modernidad, es decir, enfilada hacia el grupo de Los Contemporáneos y la revista Plural, desde Ramón López Velarde hasta Octavio Paz, por mencionar solo un punto de partida y otro de llegada. Los nicaragüenses también han sabido construir, por medio de la glosa, una gran tradición poética que discurre desde Rubén Darío hasta Ernesto Cardenal, pasando por Alfonso Cortés, José Coronel Urtecho, Joaquín Pasos, Salomón de la Selva, Pablo Antonio Cuadra y Carlos Martínez Rivas. Los puertorriqueños hemos sido más remisos y, en ocasiones, el silencio, la palabra parca o el afán por deconstruir lo construido, por arremeter contra fantasmas teóricos —llámense “hispanofilia”, “nacionalismo cultural” o “nacionalismo” a secas— rodea nuestras obras y dificulta el flujo sinuoso de la tradición, que es el entramado de la cultura. Somos un país que hace tabula rasa con demasiada frecuencia y pretende reinventarse cada quince años. En esto, Vanessa Droz ha sido afortunada. Aunque la bibliografía sobre su obra no es abundante, los juicios de sus contemporáneos son encomiásticos. Su primer libro, la Cicatriz a medias, aparece apadrinado por Arcadio Diaz Quiñones, quien también prologa sus Cuatro estaciones. Al nombre de Arcadio le siguen otros afines y relevantes como los de Juan Gelpí, Noel Luna, Liliana Ramos Collado, Carlos Alberty, Cézanne Cardona, Daniel Torres, pero también voces de otros linajes y enfoques como las de Carmen Dolores Hernández y Francisco José Ramos. En su prólogo a Animal Mirado, Janette Becerra reincide en la apreciación de la obra de la poeta y afirma de entrada que “Vanessa Droz es una de las figuras más importantes de la lírica puertorriqueña contemporánea”, en lo que parece haber consenso entre los comentaristas de su obra. También afirma la prologuista que Vanessa escribe una “poesía densa, tensa, intensa… que no es obra que se entregue dócilmente al lector”, en lo que también parece haber acuerdo, como también lo hay en la apreciación de que su obra se alimenta inteligentemente de la intertextualidad, “pues —en palabras de Noel Luna— las voces de los poetas que la preceden (Los Contemporáneos mexicanos, Palés, Manuel Ramos Otero, Dante, Milton, etc.) son los materiales a partir de los cuales se fragua su propia voz”. En apreciaciones como estas —y en otras igualmente agudas— se asienta la glosa y el prestigio de la poesía de Vanessa Droz entre sus contemporáneos y entre las promociones posteriores. A ese coro de apreciaciones, añadiría yo una matización, pues aún no se ha dejado constancia de que en su movimiento evolutivo la poesía de Vanessa Droz, sin entregarse nunca “dócilmente al lector”, sí se ha movido hacia una apertura más comunicativa, lo que se puede apreciar en la sección de poemas inéditos de esta antología retrospectiva. Bastaría para corroborar lo que digo leer el extraordinario poema titulado “Escafandraria”; y, valga el neologismo, que, a mi juicio es el pilar de la poética de Vanessa Droz. El poema está escrito en roman paladino a partir de una sencilla imagen, la del círculo, la más perfecta línea, que se transmuta en planeta, en sombrero, en fanal, en campana de navegación, en escafandra de buzo, en gabinete de curiosidades hasta convertirse en una especie de Aleph submarino que contiene el universo completo de la poesía de Vanessa Droz, en cuyo centro, se anima “el vuelo inflamable del loro”. En esa esfera, sumergida, como un buzo o una buza, en un mar absoluto de agua amniótica donde los más sencillos peces, como palabras, se aglomeran y revolotean a su alrededor, la poeta experimenta la epifanía de la poesía. “Para los peces” —dice— “soy su animal mirado”.
La primera sección de esta antología, subtitulada con uno de sus versos “Siempre de viaje, ella dormida”, que reúne los poemas inéditos de Vanessa Droz, muestra el vigor actual y la dirección de su escritura poética después de más de cuarenta años de ejecución artística. Da fe también de que el proceso literario y cultural de un país es una onda en continua expansión que responde a urgencias tanto íntimas como históricas. Es redundante tratar de dirigir ese proceso desde presupuestos preconcebidos y Vanessa lo sabe. La poesía siempre habla con voz propia y escoge para ello a sus mejores exponentes sin atenerse a criterios generacionales ni a urgencias ideológicas impostadas. Lo volveré a decir a mi manera con un velado homenaje a Joseph Brodsky: la verdadera musa de la poesía es el lenguaje, pero la musa del lenguaje solo otorga sus favores a quienes le rinden tributo de constancia. Solo a ellos y a ellas les dicta al oído y a la mente el verso afortunado. Ejemplo de lo anterior es el poema titulado “La semilla de la piedra”, la primera de las tres elegías feministas que sirven de portal —de arco de triunfo diría yo— a la antología. A “La semilla de la piedra” le siguen “Apta para el adiós a toda hora”, dedicada al suicidio de la poeta costarricense Eunice Odio, y “Mujer frente a ventana anaranjada”, dedicada “a Rosario Ferré (y a la sombra de Rosario)”. Son poemas de mediana extensión que se me ocurre llamar “suites elegíacas” porque están divididos en movimientos o partes (diez, en el caso de “La semilla de la piedra”). Un precedente magnífico de este modelo de poema es la elegía en cinco movimientos, titulada “El ángel de Nueva York”, que es el llanto de Vanessa Droz por la muerte de Manuel Ramos Otero, recogido en su libro Vicios de ángeles y en esta antología.
“La semilla de la piedra” está dedicada “a la memoria de Soraya Manutchehri”, la mujer iraní que fue acusada de adulterio y lapidada por los hombres de su aldea en 1986. El poema utiliza como subtexto la película norteamericana The Stoning of Soraya M., de 2008, que, a su vez, está basada en el libro La Femme Lapidé, del periodista franco-iraní Freidoune Sahebjam. Paradójicamente, la lapidación de Soraya Manutchehri tuvo lugar en uno de los periodos de mayor auge internacional del movimiento feminista contemporáneo, la década del 80 del siglo pasado, periodo que repercutió en el feminismo puertorriqueño y al cual Vanessa alude de manera directa en su poema con la intención de mostrar las asimetrías culturales y los desfases de la justicia en la aldea global:
Quizás no ha servido de nada un sostén lanzado al aire
(…)
Son los ochenta, Soraya, y en otros lares
otras mujeres se ufanaban de ficciones
mientras en tu pueblo –como en otros
fermentados por babas y ásperos roces
umbilicales— las vulvas, improbables orquídeas,
se secaban como vetustos templos incendiados por el estupor
como peces boqueantes aridados por la sal.
Pero el contexto más inmediato de este poema es la actual oleada de indignación, local e internacional, que suscitan los feminicidios, independientemente de que el crimen ocurra en Irán, en Manatí, en Sevilla o en Tijuana. Esta inmediatez urgente marca el lenguaje beligerante y explícito de la dedicatoria del poema: “A la memoria de Soraya Manutchehri y de todas las mujeres víctimas de la violencia machista”. Sin embargo, e insisto en ello, no es la intención programática —por justa y necesaria que sea— lo que hace de este un gran poema, sino sus virtudes poéticas intrínsecas, de las cuales aludiré solo a dos. La primera, la manera magistral como el manejo de la aliteración del sonido “p” de piedra y la repetición de la palabra misma marcan el crescendo de la indignación en los versos de apertura del poema:
Ghorban-Ali comenzó por poner las piedras
en las manos de sus hijos,
las puso en las manos del padre,
en las manos de los insignificantes funcionarios del pueblo,
de los miserables funcionarios de un pueblo de Irán.
Puso piedras en las manos de todos los hombres,
puso piedras en las manos del viento,
en las manos del agua escasa,
en las manos del polvo y de la arena,
puso piedras en las manos de las piedras
para que no dejaran de aprender su ancestral oficio.
Sembró un árbol de piedras
Para que nunca se acabaran
Y abonó el árbol con su aliento y también con piedras
y con un odio y una suficiencia tan grandes
que el árbol temió no estar a la altura de su encomienda
ni de estiércol tan generosamente prodigado.
La segunda virtud formal de este poema es el desarrollo de la imagen totalizante del árbol de piedra que brota del cuerpo de Soraya Manutchehri, sembrado hasta la cintura por sus asesinos para mejor apedrearla. En la poesía de Vanessa Droz las imágenes fundamentales suelen ser, como ya he dicho, dinámicas y germinantes. En este caso, el cuerpo femenino —que parece evocar a Dafne transmutada en laurel para burlar los deseos de Apolo— vertebra y sostiene todo el poema con significados múltiples, contradictorios y, a la postre, unitarios. Su primera manifestación son las preguntas: “¿Cómo es un árbol de piedras? (…) / ¿Bajo el patrocinio de qué insectos se da su ferrosa simbiosis, al amparo de qué digestión se nutre / el modo como se alza al cielo? (…)”. El árbol y las piedras constituyen “una red de imágenes que forma la imagen”, para decirlo con palabras de José Lezama Lima. Esta imagen terrible y bella remite a la dureza y la crueldad de los hombres, pero también alude a la condición femenina mediante una serie de metamorfosis acuáticas que transforman el cuerpo arbóreo de Soraya en un “loto arrancado de sus hijos”, en un “nenúfar arrojado de su propia sien”, en una “gardenia gigante”. La indignación y la belleza se dan la mano hasta alcanzar las dimensiones de una toma de conciencia cósmica:
Después de ser plantado, (…)
este árbol atraviesa la corteza de la Tierra (…)
Cuarzos y feldespatos lo alimentan,
oscuros basaltos contribuyen a su gloria
y el granate y el azufre en algún momento
conceden algún color a su vergüenza. (…)
Allí recoge del hierro una ferocidad insólita,
solares combustibles y temperaturas nucleares.
Comienza, entonces, su recorrido a la inversa
hacia todo el orbe, inundando de piedras
las manos de los océanos y las manos de los suelos
—ya sean arena, lodo, hielo o inmundicia—,
llenando de piedras las manos del fuego,
de piedras las manos del viento,
llenando de piedras los pies de las piedras,
de piedras el lánguido suspiro, el hálito de amor que,
por voz de hombre, entra en el oído de las mujeres.
Considero que “La semilla de la piedra” es una magnífica manifestación del género de la elegía contemporánea, y uno de los grandes poemas del feminismo puertorriqueño y de la poesía de Vanessa Droz. Atención aparte, por su hermosura solidaria y la riqueza de sus referentes culturales, merecería la segunda elegía dedicada a Rosario Ferré, pero basten por ahora estos comentarios parciales para poner en perspectiva la importancia de Animal mirado, la muestra antológica con la cual la Editorial de la Universidad de Puerto Rico reconoce la importancia y el mérito del trabajo poético de Vanessa Droz. La misma Editorial que en su día publicó las memorables antologías consagratorias de Luis Palés Matos y Evaristo Ribera Chevremont, a cargo ambas de Federico de Onís.
Quisiera terminar evocando, una vez más, el homenaje que Gabriel García Márquez le tributó a la poesía en su discurso de aceptación del premio Nobel. Dijo entonces: “En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano”. Vanessa Droz ha dedicado buena parte de su vida, quizás los momentos más reveladores de la misma, a “invocar los espíritus esquivos de la poesía”. Esta antología demuestra que su intento tampoco ha sido en vano.
— 2 de mayo de 2024
FIN…