Las rodillas heridas, la sed, el cansancio y la mente en los fantasmas enardecidos, no los detendrán. Mientras que sea la voluntad férrea, ellos sortearán los peligros del desierto hasta llegar a un lugar seguro en la Torre de Babel. Mientras avanzan, en cada obstáculo en contra de ellos, aún recuerdan la noche de despedida en Cuba. Desconozco a cuáles deidades orichas le pidieron oraciones y guías para el viaje sin regreso por países, ciudades, cordilleras, océanos, selvas y desiertos nunca antes vistos.
La despedida fue de último momento y seguida por la súbita revelación de una hazaña íntima por la dignidad orquestada contra todos los dioses obtusos de la revolución cubana y sus muchas penurias. Neydi y Erika, madre e hija cubanas, unidas han emprendido ese viaje de desplazamiento por el maldito mundo.
Cuando llegas al aeropuerto de Lima pasas por migración a hacer colas, es una espera rápida que no irrita. El puesto de migración es un aparato vertical de inteligencia artificial que está compuesto de un escáner y una cámara. Esta máquina electrónica sustituye a un ser humano. La operación es fácil: escanear el pasaporte, seguir las instrucciones del robot, tomarte una foto. Es todo y pasas al otro lado de la civilización.
Sin embargo, ese no es mi caso. La inteligencia artificial me rechaza, ha comunicado un mensaje a los oficiales que soy un migrante sospechoso. Se han convertido en buenos funcionarios los robots de la inteligencia artificial. Me escoltan a una pequeña oficina y me dice la amable chica que espere. No tarda en llegar la siguiente peruana elegante con uniforme azul marino. Me saluda con cordialidad, le han pasado el pasaporte. Muy tranquila se sienta frente al computador. “Señor Juan, usted tiene un nombre homónimo”.
Mi glosario a veces se ve en aprietos en mis viajes. Me explicó didácticamente la oficial que el homónimo se refiere a las personas que se nombran de la misma manera.
“La persona que tiene un nombre como usted es un traficante de drogas mexicano buscado por la interpol”.
¡Anda! Qué hay un forajido internacional tocayo mío. El nombre propio León y león de la selva son homónimos. En cierto modo son palabras escritas de manera idéntica.
Es decir, que tengo un tocayo delincuente que se parece a mí, pero que no somos de la misma estofa. Yo no mato ni a una mosca, no soy modelo de una ralea especial. Pero aún no capturan al Casillas, el tocayo es un fugitivo de la justicia primo de la calaña de Pablo Escobar. Está tan vivo como yo, nos buscan. Culpa mía por el tanto amar la intimidad con Suramérica.
La joven oficial me extendió el pasaporte. “Siempre que entre a Perú lo investigan. Todo está en orden, bienvenido a Perú”. Esta es la cuarta vez que me pasan al cuartito. Tengo mala leche con la inteligencia artificial, no me arranca ninguna sonrisa. Ese artefacto es el peor descrédito de la experiencia de viajar. Ya me considero un superviviente de la inteligencia artificial. Lo que me ha ocurrido va a ser la norma irónica de la hiperinformación y de los sistemas globales de búsqueda y vigilancia. Pronto hasta las abuelas serán sospechosas de querer explorar las ruinas del imperio Inca.
A mala leche me sabe la inteligencia artificial pues tiene la capacidad de juzgar, incriminar por homonimia, por el vino que a uno le guste, por los zapatos que calza, por el tatuaje que llevas en el hombro, por la manera de vestir o por el romanticismo de elegir el camino internacional del amor. Estamos rodeados y la industria cibernética nos encadena. Esto no tiene equilibrio, es un escándalo que nos consume, es un golpe infame que no está en conformidad con la condición humana.
Salí de la sala de migración contravenido, desgranando vicisitudes y peor me sentí cuando agarré la pesada mochila que demandan los trasbordos. Pues viajar no es solo la vida contemplativa sino que acentúa perfiles homónimos y no faltan demonios que se infiltren en la fatiga del forastero. Aunque cansado y trasnochado, hay que seguir adelante en compañía de otros viajeros semejantes, ansiosos por llegar al destino fijado donde le esperan amigos y parientes.
¿Por dónde andará la tropa cubana? ¿Estarán cruzando la civilización Maya? Pienso que no tienen a nadie que los reciba como ellos se merecen. Me consta que los cubanos son personas acogedoras. Antes de la pandemia estuve leyendo un poco de mi poesía en Santiago de Cuba. Fue mi primer contacto directo con la Cuba posterior a Fidel Castro.
La unión de escritores me encargó que les obsequiara con dos botellas de Habana Club y una Coca Cola, nada de hielo. Mientras yo leía, antes de ocuparme del tercer poema, la ronda de escritores y poetas se había tomado todo el ron y la cola. Un ciego generoso fue asignado guía empírico para que me enseñara la ciudad de Santiago. Perdió la vista de mayor. No recuerdo su nombre, se pasó toda la vida de maestro en la Isla de la Juventud.
Me confesó que pensó salir de Cuba pero que ciego no iba a llegar a Miami ni soñando. El ciego conocía toda la ciudad como la palma de la mano. Fue el guía más hermoso del mundo, al final del tour me llevó a un cabaret de leyendas desvergonzadas.
Los viajeros que son bienvenidos con ramos de flores y globos, esperan descansar en una buena cama, luego visitan museos, palacios y catedrales. Después, cuando están más enterados con el lugar, se suman las ruinas ancestrales, los mercados populares, las noches en los cafés y parques entretenidos de las ciudades.
Desde luego, un destino es también un paseo, una leyenda, una melodía, una persona, un tema de que hablar. Mientras ascienden y cortan las distancias, los cubanos migrantes almacenan valientes relatos para sus nietos.
Viajar no es un vacío, no es una pena maldita y tampoco es una ruta para la convalecencia senil. Viajar es un trecho profundo de muchas palabras, rostros, lugares y aventuras. Para nada viajar es el último deseo entre el allí y el acá.
Hace muchas décadas que los puertorriqueños tienen como Torre de Marfil recluirse en los Estados Unidos. Es el báculo colonial de la juventud y la vejez. Ese arrimadero de América sin antorchas ni conocimientos, sin voluntad cultivada ni pasiones propias, nos enferma con dólares y con miedos a toda costa; y ebria es la vida del desplazado con licencia. Con ese pasaporte magnético de los USA, los puertorriqueños están destinados a zigzaguear entre la isla y la unión americana.
Naydi es una madre soltera cubana con cuarenta añitos de enfermera rural. Me comprometo a seguir en contacto con ellos. Antes de despedirnos, Naydi me derriba con una sentencia del apóstol José Martí. “Un pueblo que emigra no necesita a sus gobernantes”. Me paralice, me costó decir hasta la próxima mientras yo iba a puerto seguro, en cambio ellos, no sabían a qué puerto llegar.
La ciudadanía americana facilita nuestro desplazamiento migratorio. No tenemos miedo a que nos den palos, nos fichen y nos deporten. Es un privilegio que los boricuas no entienden porque no han luchado por obtenerla. La otorgación de la ciudadanía americana fue una Caja de Pandora que al abrirse parecieron todos los males de los boricuas.
El puertorriqueños es un aficionado por moverse desapasionado a los Estados Unidos. Nos mueven como si fuéramos rebaños sin preocupaciones políticas, culturales y sociales. Sin conciencia alguna, isla y continente, colonia y metrópolis, demandan inmovilismo, no sueltan amarras, no se desvían en ninguna etapa. El túnel que traspasan los boricuas es uno y estático que demanda del desplazado apatía, obediencia e indolencia.
La ciudadanía americana junta la Torre de Babel y la Torre de Marfil. Fue el cebo que se usó para pescar a los puertorriqueños. La ciudadanía americana es nuestra pecera impenetrable, es un estanque oscuro que no conoce el agua transparente. Dentro del estanque no sabemos diferenciar la ciudadanía limpia de la sucia. La ciudadanía puertorriqueña es un secreto de la desmemoria del año 1917.
Por tanto, el puertorriqueño cuando emigra no se prepara, no lo piensa dos veces, cae al otro lado de la frontera de avenidas y proyectos. En general, no se toma el desplazamiento en serio, carece de organización individual y no protege las cosas importantes dejadas atrás. Es desplazamiento sin elogios, sin solidaridad, sin decir “que te vaya bien”, carece de respeto.
El desplazamiento nos arrastra a lo desagradable, nuestra presencia en el allá es dolida, se nutre de acontecimientos indignos que se convierten en excusas para sufrir. No sabemos descargar buenas respuestas a los episodios que aplastan la dignidad y la ética del migrante boricua. Nos conformamos con una vida trasplantada de vacío existencial. Tememos a la tensión interior de los estereotipos en vez de fortalecer el destino y radicalizarnos. El éxodo puertorriqueño es conformista. Teme al hombre blanco, a sus instituciones, sus reglas y al entorno cultural anglosajón.
El emigrante isleño actúa como un paciente sin esencias, enfermo de inseguridades, complejos y miedos. El no tiene medios independientes para curarse, es decir, no tiene herramientas emocionales e intelectuales para recuperarse del desplazamiento neurótico.
No hay razones para que el desplazamiento caiga en estereotipos. El nuestro no es desplazamiento sino un abandono y espantosa inercia. El abandono de las raíces y sus consecuencias, el desplazamiento que se acoge a otro enjambre, son igualmente indolentes, no tienen fuerzas ni resistencias. El puertorriqueño no confronta su propio desplazamiento. No lucha por descubrirse y entonces la experiencia migratoria se convierte en un nomadismo, en un tránsito vicioso entre la isla y las ciudades americanas.
Cuando se liquida la deuda regresa, cuando se endeuda se va. No obstante el hombre no define sus instintos básicos solo por la supervivencia. Todo viaje es descubrimiento y expansión de uno mismo.
Hay un refrán alemán que dice “la mejor almohada es la conciencia”. La verdadera emigración, temo a equivocarme, es aquella que vive con conciencia. De lo contrario carece de ética y la almohada se convierte en un somnífero o tranquilizador de la angustia. El hombre emigrante que llega a ese sinsentido malogra toda su existencia presente y futura.
El puertorriqueño tiene la costumbre de visitar Florida para ir a gastar y comer. Por otro lado, va a angustiarse a Chicago y a Pensilvania. Viajan a Nueva York, Boston y a California a convertirse en diáspora. Pocas veces un puertorriqueño que regresa de viaje de los Estados Unidos regresa con un libro y con más conocimientos. No trae de allá historias de cafés y terrazas de lecturas muy buenas en ese país.
Ese tipo de estadía placentera es desperdiciada por los puertorriqueños. La cultura, los museos y la literatura no son parte del repertorio de viajar porque el boricua no viaja ni visita sino que se desplaza y se aglutina, se deshace cuando reside. No les interesa visitar los museos, las bibliotecas ni los patrimonios históricos de la independencia de los Estados Unidos. No siente curiosidad por sus escritores, poetas, pintores, sus periódicos ni por sus científicos.
El inglés del día a día del puertorriqueño desplazado no se ha enriquecido con nuevos conocimientos de la cultura, la historia o la literatura americana. No tiene la capacidad de cuestionar ni reflexionar sobre el presente y menos del pasado de la nación americana.
En la mitología griega hay un mito que le va como anillo al dedo al éxodo puntual de los boricuas. Los puertorriqueños sufren del Síndrome de Ícaro, es decir, emigramos a otro otros país sin alcanzar el mínimo esfuerzo.
Somos emigrantes sonámbulos que avanzan a tientas hacia el sol, los Estados Unidos, ignorando la advertencia del arquitecto y padre Dédalo; de nuestros revolucionarios, novelistas y poetas más destacados.
Una emigración que no escucha la libertad pierde el sentido trascendente de la vida. De modo que a Ícaro se le queman las alas y, de la misma forma simbólica, a los puertorriqueños se le queman las falsas alas y se precipitan de manera unánime a la laguna de América.
Claro, aquellos que no escuchan las amonestaciones históricas de sus líderes espirituales, como las del maestro don Pedro Albizus Campos, provocan ellos mismos su propia destrucción; sucumben fácilmente en las urbes americanas o son carne de cañón del Pentágono. Por otro lado, escuchando, conversando, aprendiendo y viajando sin prejuicios, nos permite revertir el Complejo de Ícaro.
En general, un boricua se va al traste cuando no encuentra a un americano por la calle que le ayude o le dé la bienvenida al país que no le acoge. Es un inglés para visitar oficinas federales, llenar solicitudes de empleo y acudir a las elecciones. En estas circunstancias tan particulares, el desplazado con legalidad no asoma la cabeza, se esconde, se abriga con la pobreza, es un número más y desaparece.
¿Qué trae a su regreso un puertorriqueño que viaja a los Estados Unidos? ¿Sólo el hecho de moverse en dos extremos, los hacen más felices? El traslado entre el allá y él aquí ¿por qué es trágico en ambas direcciones? ¿Por qué no viajan más a latinoamérica, a países con el mismo idioma, creencias, manera de ser y con una historia en común? ¿Qué nos impide disfrutar más de México hasta Argentina?
Naydi y Erika se ponen en contacto conmigo. Han llegado bien a Guatemala, les queda pasar la gran prueba del Río Grande, es la frontera más jodida del mundo.
Los puertorriqueños después de más de un siglo desconocen la voluntad de viajar con el espíritu de soberanía, libertad y voluntad propia. Nuestros viajes al interior de los Estados Unidos carecen de curiosidad, su mirada no es aventura, sus pasos no son de exploración y el reconocimiento no es producto del estudio. Su marcha por los Estados Unidos es un ciego peregrinaje de angustias. La experiencia de viajar a los Estados Unidos es mediocre, inculta, nos da igual que el peregrinaje salga bien o mal.
Por tanto, el periplo no disfruta de dignidad, su traslado carece de sentido humanista. Sabemos que la isla es un territorio cerrado que amenaza la libertad y la capacidad personal y colectiva. Llegan deprimidos a los estados americanos en busca de una solución final o sobrevivir.
Un sensato emigrante viaja para otorgar y rehacer la vidas. No viaja para perder la existencia. Es un cumplidor de metas y, como teme al fracaso, se esfuerza para darle sentido a su vida. El intercambio de valores, el intento de elevar la realidad migratoria no existe en la experiencia del boricua desterrado.
La expatriación puertorriqueña está matizada por los temas de la pobreza, la falta de educación, el desempleo, la inseguridad. Su amarga condición psicológica lo aflige y afecta el encuentro con lo extraño. Ningún viajero que se conozca a sí mismo se siente fuera de lugar, su llegada a otra cultura es recíproca. En general, la bienvenida no conlleva ocupar un régimen de hostilidades.
Sin embargo, el éxodo boricua teme a manifestarse porque no tiene una voluntad clara e independiente. Emigra temeroso, solo le interesa saber el agujero en que se va a meter el resto de su vida. Emigramos y plantamos la bandera de la inferioridad post colonial. La experiencia migratoria es una salida y una llegada a un abismo morboso. La migración boricua de inmediato encuentra discriminación, estereotipos y rechazos a diario; de manera que es una decepcionante experiencia migratoria que es también reflejo de la cuestión colonial insoportable.
El desplazamiento boricua de nuestros días es resultado del impulso y el desastre, de la ambición y la codicia, de inseguridades y de miedos. Somos infelices en las municipalidades americanas. Nos movemos acorralados en un endiablado vaivén, en un péndulo terco y de ofuscación.
La transmigración puertorriqueña es la historia de miles de personas perdidas que marchan a un país que no comprenden. Emigramos como si fuéramos robots mecánicos. En tanto que la supervivencia no es vida en las ciudades americanas sino una desesperación sin salida ni cura. Tanto en la isla como en los estados, el gobierno federal tiene la suerte de los boricuas en sus manos.
La ciudadanía americana fue obsequiada por alguaciles militares con guantes de seda y una mano de hierro que aprieta la existencia de los puertorriqueños. Después de un siglo y más, la confusión es tan horrible que el desplazamiento colonial se convierte en diáspora mesiánica que trata de glorificar el fracaso de nuestra población. Ellos sueñan con el paraíso perdido de sus descendientes. Mientras que la inmensa mayoría permanecen invisibles. Son un enjambre de seres humanos fantasmas.
Sin embargo, los protagonistas viejos y nuevos no atacan la ciudadanía, el desastre de nuestra condición humana y más bien consagran los males de esa ciudadanía que actúa como un feudo de servidumbre más que de libertad y prosperidad.
Somos incorpóreos, nuestra realidad espiritual no conmueve. El atrevido presidente Trump llegó a la isla para tirarnos rollos de papel higiénico, sin ton ni son. ¿En qué cosas pensaba Trump cuando nos lanzó papel? ¿Para qué demonios vivimos en una colonia?
Naydi y su hija Erika han alcanzado su último eslabón, están en México. Se darán una ducha caliente antes de caer en el suelo gringo. Los peligros mayores aún están por pasar. La frontera militarizada es brutal. No pueden enviar emisarios que les reciban. La extrema necesidad los lleva a toparse con las líneas alambradas de púas.
Adiós, a Latinoamérica. Han dejado de ser unos desplazados para convertirse en misioneros del coraje y la conciencia. La migración es una poética del traslado. Como San Cristóbal, el Santo de los viajeros, llevan la esperanza de Latinoamérica sobre sus hombros cuando crucen el río. En cuánto pisen la tierra de Walt Whitman y de Tony Morrison serán llamados latinos. Ya no serán más cubanos para los censos. Desterrarse es ganar y perder, es la norma.
La retaguardia del Darién los empuja al salto final. Atrás se quedó el viejo régimen. Del otro lado de la muralla se escucha un son. También, están allí los puertorriqueños. A todos les llaman latinos. Miles han hecho la ruta a fuerza de lágrimas y rabias. ¡Vencerán!
FIN