El 29 de junio de 1940, en conmemoración del sexagésimo cuarto aniversario de su fundación, el Ateneo Puertorriqueño organizó un foro público sobre los problemas de la cultura en Puerto Rico, estructurado en cinco sesiones que se desarrollaron a lo largo de dos días. Este evento reunió a un destacado elenco intelectual, como lo señala Vicens Géigel Polanco en el prólogo de la obra Problemas de la cultura en Puerto Rico: Foro del Ateneo de 1940, publicada treinta y seis años después. A pesar de las divergencias ideológicas y académicas entre los participantes, un hilo conductor se mantiene constante a lo largo de las treinta y nueve ponencias: la afirmación de que Puerto Rico pertenece a la cultura occidental.
Dentro de este registro, Jaime Benítez, quien inaugura las intervenciones, subraya que Puerto Rico forma parte de «una familia—la casa occidental, de la cual nos hemos nutrido y continuamos nutriéndonos». Asimismo, leemos a un Antonio Fernós Isern afirmar que la «civilización puertorriqueña» es «fundamentalmente una civilización occidental». Las reverberaciones a lo largo del libro culminan en el ensayo «Cultura y democracia» de Luis Muñoz Marín, quien busca conciliar las diferencias en lo que él llama «nuestras mentes occidentales».
Pero la broma es que nos creímos el simulacro. Hay más de mimetismo y color by numbers que curaduría de saberes.
Sabemos que la imposición occidental no solo fue violenta en lo material, sino también en lo simbólico. La desvalorización de las culturas indígenas y africanas nos convirtió en colonizados «primitivos» o «bárbaros», necesitados de orden y domesticidad, una narrativa que legitimaba el colonialismo como una misión civilizadora.
Ochenta y cuatro años después de aquel foro del Ateneo, llega la escritora Avant-Rican Giannina Braschi para domesticar a los domesticadores. En su más reciente obra, titulada Putinoika, la autora de Yo-yo Boing y Los Estados Unidos de Banana destruye lo que queda de las ruinas de la civilización occidental y desde ese cuerpo sin órganos emerge con la creación de una obra que resiste a clasificaciones convencionales, pero severa en su crítica de las políticas neoliberales, las estructuras de poder contemporáneas y los efectos nocivos de las culturas dominantes. En su magistral acto de ensamblaje textual, Putinoika procesa poesía, drama y prosa para diseñar un paisaje narrativo fluido y dinámico. Putinoika no es novela, ni épica, ni drama: es, en efecto, un artefacto que deviene en dispositivo literario que opera en varios niveles, entre los que dominan los juegos de lenguajes, la política como simulación, hiperrealidad e hiperglosia.
El título, Putinoika, fusiona los nombres de Putin y Troika como antípodas de la histórica Perestroika de Mikhail Gorbachov en 1985. La Perestroika es recordada como ese intento ambicioso, aunque fallido, de reformar el sistema en crisis de la otrora Unión Soviética. Aunque las reformas no tuvieron el efecto esperado, sí desencadenaron una serie de cambios que transformaron el panorama geopolítico mundial, como, por ejemplo, la caída del comunismo en Europa del Este, la reunificación de Alemania y el fin de la Guerra Fría.
Es decir, el espacio narrativo se convierte en el Ground Zero del simulacro, donde aquello que nos precede históricamente —el imperio estadounidense, el ELA, los binarismos, etc.—se deshace en la inconsecuencia.
Ya de punto de partida, Braschi socava el concepto occidental de la narración clásica, la que se monta sobre relaciones causales que dirimen las preposiciones narrativas en una trama organizada. En su artefacto discursivo (es, después de todo, una sátira menipea), Braschi empalma la novela con la destreza de un DJ, rastreando voces y replicándolas como una caja de voces y saberes cuyos dispositivos disparan en tanto organización o producción del cuerpo textual. Los personajes, por tanto, parecen espíritus intrusos o walk-ins en un cosplay de figuras míticas y personalidades mundiales en el contexto de la política contemporánea y las crisis globales, en particular la pandemia de COVID-19, que es tanto punto de cierre como de partida. En todo caso, un reset.
El texto de Braschi es como la música de las estrellas: resuena y se pierde en la vastedad, donde Edipo, Antígona y Eurídice interactúan con figuras políticas como Donald Trump y Vladimir Putin, mientras muestrea todo desde Tito Puente, Leonard Cohen y Carol G hasta Greta Thunberg. En un mundo paralelo, Putinoika es la matriz del Wasteland, de T.S. Eliot.
Irreductible e irracional, Putinoika coacciona como un dispositivo foucaultiano que se activa en respuesta a necesidades históricas y contextuales, operando, en este caso, para (des)regular la apacibilidad obediente y (re)verter las relaciones de poder. Para ello, la escritura se requiere lúcida en el manejo de lo que, en cualquier tarde formal de domingo, pasaría por teorías de conspiración. O, en su defecto, como dice el personaje de Ivania (Trump) en la novela, «Fake is the new truth».
En Putinoika, la realidad ya no es accesible. La saturación de los signos y la pérdida de lo que Baudrillard denomina «lo real» son sustituidas por una serie de reproducciones, falsificaciones y versiones distorsionadas que se confunden con lo auténtico, puntillado por la declaración de Tiresias: «I invented fake news». Así, dividida en tres partes —Palinode, Bacantes y Putinoika—, presenta una galería de diálogos intertextuales e intertemporales donde las diversas voces (muchas de las cuales pueden escapar al lector más exigente) critican la hegemonía del poder político, reflexionan sobre las deudas culturales y financieras a la vez que exploran la inutilidad de la lucha humana en medio de la opresión sistémica.
Putinoika requiere la seriedad del humor y la ironía para articular sus reflexiones filosóficas. Así es que Braschi adelanta su despiadada crítica de la civilización occidental y sus prácticas monológicas, falocéntricas, paternalistas y colonizadoras, todas ellas asumidas y a la vez batalladas por las Putinas, la triada (la Troika) compuesta por Melania, Ivania e Ivanka Trump, quienes operan como agentes narcisistas de Putin. Este es el modo en que la lectura va orientando la experiencia del lector y generando significados en relación con el contexto cultural, histórico o político. Braschi, entonces, hace que su artefacto literario gestione, module o subvierta el flujo de significados y poderes dentro de la obra. En el acto se justifica (casi lo pide a gritos) la hibridación de géneros como un dispositivo de resistencia frente a las normativas literarias y las estructuras sociopolíticas que la autora se carga desde que comienza a desmontar la comodidad estructural de la novela realista clásica.
La poética disruptiva de Braschi revela cómo el lenguaje y las narrativas operan dentro de los sistemas de poder para legitimar o desafiar las estructuras ideológicas. Por tanto, todo lo que pueda codificarse en lenguaje tiene capacidad para la mentira. En este sentido, la escritura de Braschi se convierte en un dispositivo en sí misma: una maquinaria textual que tanto refleja como resiste los dispositivos culturales y políticos que critica.
El dispositivo en Braschi no se limita a la función de control, sino que también implica una capacidad productiva que desborda en proliferación de sentidos como manifestación de lo que he insistido en llamar «hiperglosia», donde el texto desborda sus propios límites y genera una red expansiva de signos en constante movimiento. Nótese, entonces, que el patrón argumental de causa y efecto es desplazado por un patrón de movimiento, mayormente impulsado por el sentido afectivo que precede el texto. El dispositivo braschiano, entonces, no es estático ni monolítico; es un mecanismo fluido que se adapta y muta conforme el texto avanza, descomponiendo las jerarquías discursivas colonizadoras.
Por «hiperglosia» se entiende el desbordamiento del texto más allá de su espacio textual, o el influjo de «datos incontenibles» que magnifican la realidad a través de la reproducción textual en paralelo con las fuerzas contextuales. El uso que hace Braschi de múltiples registros retóricos—que van desde el discurso filosófico hasta la crítica satírica—crea una oscilación constante entre el texto y sus contextos sociopolíticos. Esta interacción dinámica es coherente con la magnificación de la realidad que hace Braschi a través de la hipérbole, que no es otra cosa que la realidad exagerada y amplificada, donde, en su forma satírica, no es otra cosa que la alteración de una realidad para dejar ver otra que la subyace.
Putinoika ejemplifica una noción de infinitud consciente que es central en el concepto de hiperglosia, ya que su narrativa se despliega a través de cambios continuos en forma y discurso y redes de significación incesante, como, digamos, un recorrido estriado por el ciberespacio. Al reconfigurarse constantemente mediante alusiones mitológicas, históricas y contemporáneas, el artefacto braschiano opera como una red de signos en movimiento perpetuo e interactivo.
No obstante, a pesar de las voces y el ruido, en Putinoika persiste el silencio estridente de la inestabilidad composicional, lo que es particularmente evidente en la interrupción deliberada que Braschi hace de la clausura narrativa convencional. En lugar de resolverse en una totalidad unificada, Putinoika permanece en un estado de flujo en descomposición. Nuevamente, su forma híbrida resiste activamente ser contenida. Esta inestabilidad textual es emblemática de la capacidad de la hiperglosia para deconstruir y reproducir instancias retóricas, descomponiéndolas continuamente en nuevas formaciones discursivas. Podemos afirmar, entonces, que la escritura híbrida de Braschi no es meramente una elección estilística, sino una forma potente de descolonizar la literatura. Putinoika emplea un juego lingüístico que se resiste a las restricciones de la sintaxis y la gramática tradicionales, esas otras formas de poder y dominación cultural.
En el corazón de Putinoika se encuentran los temas de la tiranía y la opresión, encarnados en las figuras de Trump y Putin, cuyas personalidades dominan el texto, y son el epítome del fracaso de la humanidad. La representación que hace Braschi de estas figuras es tanto satírica como crítica, exponiendo la absurdidad y el peligro de sus tendencias autoritarias.
Es meritorio reconocer que el arma de destrucción masiva que utiliza Braschi en Putinokia es la sátira como herramienta de resistencia, la que maneja con morbosa eficacia. Por ejemplo, en una escena especialmente memorable, el personaje de Antígona rechaza la noción de pagar una deuda que no le corresponde, una clara metáfora de la forma en que la administración colonial en Puerto Rico carga a sus ciudadanos con las consecuencias de las acciones de líderes corruptos. Asimismo, la representación que hace Braschi de la América de Trump es una mordaz condena del sistema capitalista, al que presenta como explotador, corrupto y, en última instancia, autodestructivo. Las referencias a campos de golf, evasión de impuestos y consumismo a lo largo del texto subrayan la vacuidad del sueño americano, que Braschi revela como poco más que una fachada para la codicia y la desigualdad.
En última instancia, Putinoika es una obra que desafía la interpretación sencilla, al igual que el mundo que busca criticar. Su forma híbrida se abre a la profundidad filosófica que la convierte en una poderosa pieza de literatura de resistencia, una que desafía a los lectores a cuestionar los sistemas de poder que gobiernan nuestras vidas, mientras se nos va haciendo una luz, así, como en fade in, que se va agrandando, para dar a entender, en medio de la ceguera, que la literatura tiene el poder de resistir, de subvertir y, en última instancia, de liberarnos para hacernos de nuevo.
Es la esperanza en algo mejor lo que prevalece al final.
FIN
Elidio La Torre Lagares nació en Adjuntas, Puerto Rico en 1965 y se destaca como esc ritor, ensayista, poeta y profesor de literatura y creación literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, y en la Escuela de Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón, San Juan de Puerto Rico. Emergió como una de las voces más importantes de la nueva literatura puertorriqueña a mediados de la década de los ‘90. La Torre Lagares publicó su primer libro, «Embudo: poemas de fin de siglo», como edición de autor en 1994, el cual cuenta con los poemas “Los agujeros en nuestra aura” y “Espejo”, ambos premiados en el Certamen Literario del ICPR Junior College ese mismo año. Su segundo poemario lleva por título Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998). La Torre Lagares tiene publicado también un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiado por el Pen Club de Puerto Rico, organización que un año más tarde premiara la primera novela del joven autor, Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001). Su tercer poemario lleva por título [cáliz] (Terranova, 2004), libro que traza una estética propia del nuevo siglo, y el cual incluye el poema “Mariposas para Lorca”, trabajo premiado en el Certamen de Poesía del Ateneo de Ponce. Su más reciente novela, Gracia (2004), fue publicada bajo el sello de Editorial Oveja Negra de Colombia y premiada por el Pen Club de Puerto Rico en el 2005. Los escritos del autor han aparecido en numerosas revistas y antologías literarias. Ha sido conferenciante en diversos congresos sobre educación y pensamiento, y sus ensayos han sido publicados por el diario El Nuevo Día.
Su poemario, Vicios de construcción (Terranova, 2008), ha atraído la atención comercial y crítica del país, colocándole a la vanguardia de los escritores de su generación.