La labor del poeta debería ser no hacer nada. Ese no-hacer-nada no se refiere a un no-hacer práctico. Es un no-hacer que es un hacer.
El poeta, en tanto que poeta, no piensa, no actúa, no ejecuta sino poéticamente. El poeta es, si en verdad lo es, un pararrayos que no elige serlo, sino que es elegido. Esa elección, que no depende de él, no lo hace distinto ni superior.
A veces, muchas veces, lo contrario. Víctima, como todos, de las palabras, forma que a veces adopta el rayo, el poeta tiende un puente de niebla entre un ensueño, feliz o doloroso, propio o ajeno, y algo inasible que está más allá de sí mismo, más allá del rayo que lo toca.
El poeta busca tender ese puente porque intuye, o cree saber, que del otro lado hay algo, aunque no sepa nombrarlo, que podría regalar a otros; algo que podría liberarnos de la esclavitud de las palabras, cuya condenación acepta con humildad o a regañadientes.
Vocero de lo que hay de ese otro lado, deidad o locura, es decir, de lo que está sobre él mismo o tan íngrimo es que calla y mata, el poeta, testigo de su tiempo, declara o canta su no-hacer y deja que el olvido haga lo suyo.