Nunca se sabrá si Antonio S. Pedreira padecía de gastritis, pero el periódico en el que publicó una irónica autocrítica estaba infestado de anuncios medicinales sobre la indigestión, el dolor en las coyunturas, la calvicie, la caspa y el cansancio crónico. Antes de llegar a la sección “Aclaraciones y crítica” en la página nueve del periódico El mundo del 26 de septiembre de 1934, donde el mismo Pedreira dice que su libro Insularismo está lleno de erratas imperdonables, aparece un anuncio de BiSoDoL, un polvillo que, tras echarle una cucharadita a un vaso de agua caliente en las mañanas, prometía aliviar el malestar estomacal, los eructos agrios, las flatulencias y la acidez en apenas instantes. Tres páginas antes de llegar a la sección “Aclaraciones y crítica”, donde Pedreira se burla de Pedreira recomendándole al autor que estudie ciencias debido a las cuestionables deducciones antropológicas a las que llega en el primer capítulo, aparece la foto de un hombre que se unta alguna pomada en el brazo, gesto con el que anuncia el Aceite San Jacob, eficaz para severos dolores reumáticos, neuritis y dolor de espalda sin ocasionar sarpullidos o ampollas en la piel. A punto de decir de sí mismo que Pedreira es un “chico que promete”, que su libro “no está nada mal” y que “pudo ser peor” hay un dibujo de un frasco titulado Palmer, un ungüento que auguraba eliminar del cuero cabelludo la caspa, y del rostro, los barros, el paño, la amarillez y hasta blanqueaba la piel. Y justo en la página antes de que Pedreira diga que “el señor Pedreira se equivoca como cualquier hijo de vecino”, hay un dibujito de un señor con cara de profundo dolor interior acompañando tres filosos cuchillos que anuncia otro ungüento, esta vez para desinflamar las molestosas almorranas, es decir las hemorroides.
No sé si las píldoras para “la pobreza de sangre” llamadas Belline, son un síntoma comparable a los argumentos de Insularismo. Tampoco sé si las dos infusiones para el cansancio crónico, Vitavosa Squib y Preparación de Wampole, parecen glosar la preocupación de Pedreira de que su libro “ha envejecido antes de circular.” No me atrevería a sugerir que el agua de cebada Robinson para convalecientes o el brebaje alcohólico para evitar la calvicie marca Kongo-Picor son razones elocuentes para leer la salud del país que leyó las primeras ediciones de Insularismo. Lo único cierto aquí es que yo no me habría fijado nunca en aquellos anuncios si, en mis años de bachillerato, no hubiera leído los ensayos de los autores que se incluyen en la antología Cuaderno: debates culturales en Puerto Rico (1995-2015), editada por Ivette N. Hernández Torres y Malena Rodríguez Castro. No se trataba, por supuesto, de un juego diletante entre la memoria y el capricho, sino del desarrollo y el desafío de una mirada de doble filo que excedía las ortodoxias de las disciplinas y que, por un lado -como dice Ana Lydia Vega respecto al columnismo- afilaba la verdad y, por otro, le sacaba punta a la esperanza. Y digo esperanza con toda alevosía porque por aquellos días la esperanza era la posibilidad de resignificar todo o casi todo: desde la caída del Muro de Berlín, el neonacionalismo, la salida de la Marina de Vieques, el fin de la Historia, la aplanadora folklorista de los especiales del Banco Popular, la caída del bloque soviético, los genocidios de Ruanda y la antigua Yugoslavia, los ataques terroristas a las Torres Gemelas, el quiebre del keynesianismo, y el arribo navideño del tu-ki-tu-ki de Kentucky Fried Chiken, ese instrumento de madera a medio camino entre los palitos y el güiro que venía con la compra de veinte presas y que amenizó muchas parrandas. Aquel famoso “qué debo hacer” kantiano y el “cómo somos” de Pedreira se transformó, de pronto, en eso que Antonio Tabucchi llama la nueva “gastritis de Platón”.
Así fue que comprendí, con Arcadio Díaz Quiñones, que la brega puertorriqueña era un sucedáneo de la natalidad que propuso Hannah Arendt. De esa forma supe, con Carlos Pabón y Arturo Torrecilla, que el nuevo discurso nacional no había que buscarlo en el procerato, sino en los anuncios publicitarios de Winston o Mastercard. De Rafael Bernabe supe que se podía polemizar con aplomo, respeto y profundidad, con Malena Rodríguez Castro aprendí a leer la ciudad como un texto, y con Silvia Álvarez Curbelo entendí que la decimonónica ciudad letrada puertorriqueña, en su afán de modernidad, abrió surcos discursivos de avanzada capaces incluso de cuestionar textos de autores posteriores. Con Marta Aponte Alsina me enteré de que el Caribe fue la globalización antes de la globalización y con Juan Gelpí descubrí que Julia de Burgos no era la poeta despechada y alcohólica que me enseñaron en la escuela, sino una voz potente, geográfica, y a la vez nómada, capaz de cuestionar el duro paternalismo literario. Carlos Gil me reveló que era posible cuestionar el victimismo retórico de la patria, y Rubén Ríos me secreteó que el coloniaje es nuestra perversa historia de amor a la que hay que prestarle oído. Con Dushesne me enteré -tarde- que los intelectuales ya no eran necesarios ante la avanzada psicologista de la educación y la changuería. Y con Irma Rivera Nieves tuve una epifanía cuando, por primera vez, supe que Levittown no era solo el lugar donde me cuidaban mis tías, sino un concepto económico y político de la Guerra Fría y del posfordismo finisecular.
Dicho así, este recuento de los ensayos que protagonizaron mis años de formación, incluidos en la sección “Relevos” de Cuaderno, puede parecer un anecdotario caprichoso. Por eso hay que decir que esta tenaz producción ensayística no solo venía de relevar los ensayos de Pedreira, René Marqués o José Luis González, sino de renovar -con rigor, debate y entrega- sus propias disciplinas. Y tal vez la génesis de este gesto descansa, a mi parecer, en dos críticos de alto calibre: Eric Auerbach y Fernand Braudel, dos críticos que sentaron las bases de eso que se llamó luego postestructuralismo y posmodernismo, y cuyas dramatis personae aseguraban una cascada de nombres entre los que se encontraban Adorno, Horkheimer, Barthes, Bataille, Foucault, Deleuze, Lyotard, White, de Certeau, Derrida, Bauman, Hobsbawm, Vattimo y un largo etcétera. Auerbach y Braudel, en medio de la Segunda Guerra Mundial y en ciudades distintas, renunciaron a las exigencias disciplinarias por circunstancias muy particulares, pero abrieron un dique de imágenes y metáforas que aún se distinguen entre nosotros. En el epílogo de su monumental libro Mímesis, Auerbach dijo que, debido a la guerra en Estambul, donde no existía ninguna biblioteca provista de estudios europeos, tuvo que renunciar a casi todas las revistas, a la mayor parte de las investigaciones recientes e, incluso, a una buena edición crítica de los textos. Pero el resultado de esta creativa renuncia mostró, por el contrario, una genial lectura de la cultura occidental antes no vista. Lo mismo le sucedió a Braudel en cautiverio en Argel. Los trabajos forzosos que tuvo que realizar lo obligaron a abandonar la noción de acontecimiento y a estirar el tiempo histórico. Una noche, dice Braudel, en medio de un espectáculo de luciérnagas, que se apagaban y se volvían a prender, el autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, supo que los acontecimientos en la historia se comportaban como luces que no lograban iluminar la oscuridad.
Pero no todos los intelectuales que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial asumieron la misma actitud. T. S. Eliot, por ejemplo, no solo ignoró el holocausto judío dentro de sus reflexiones, sino que en una conferencia sobre Virgilio se quejó de que los bombardeos no lo dejaban discurrir sobre la estadía de Eneas en el Hades. Lejos de colocar su ego por encima de las circunstancias, como hizo Eliot, la producción ensayística entre 1995 y 2015 no sustituyó disciplinas por una resaca teórica, sino que buscó sus propios derroteros afuera de las revistas especializadas y colocó sobre el tapete, no ya el 1898 de Pedreira, sino una nueva gastritis: 1998. Es decir, la liquidez del qué y el cómo somos de cara al centenario de una segunda colonización, a manos de los Estados Unidos.
A pesar de la gastritis teórica de la que siempre se le acusó, la producción ensayística que ocupó la discusión pública a partir de 1995 tuvo un centro claro: la escritura. Y ese es uno de los mayores logros que refracta la antología Cuaderno: el bien colateral de la literatura. Más allá de los dispositivos y las herramientas conceptuales, el arte -la literatura, la pintura y la música- fue la matriz de los debates e intervenciones intelectuales de aquellos años. Así que al volver la vista atrás, desde esta valiosa antología, no puedo dejar de pensar en George Plimpton cuando fue a Cuba a entrevistar a Hemingway para el París Review. De todos los detalles en los que se pudo fijar, Plimpton puso sus ojos en un libro grueso titulado World’s Aircrafts Engines que mantenía una puerta abierta. Me parece que esta antología es eso: la apuesta de que un libro sabe mantener una puerta entreabierta para recordarnos de que solo la crítica puede salvarnos de nosotros mismos.
[blockquote align=»none» author=»»]Cezanne Cardona Morales (Dorado, Puerto Rico, 1982). En el 2018 fue galardonado con el Premio Nuevas Voces y el Premio Nacional del Instituto de Literatura Puertorriqueña por su libro de cuentos Levittown mon amour (Ediciones Callejón). Algunos de sus cuentos han sido publicados en diversas antologías. En el 2021 fue recipiente de la beca Letras Boricuas auspiciado por la Fundación Flamboyán y la Mellon Foundation. Actualmente es columnista de opinión en el periódico El Nuevo Día e imparte clases de Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. [/blockquote]