¡Tronco de poema!
Me complace presentarles un poema que es un libro, un libro que es un poema, y también es la historia de un pueblo: el nuestro, el de origen y destino, el de aquí, el de allá y el de más allá.
No es usual, en estos tiempos, un libro que es un sólo poema de tapa a contratapa. Estamos más acostumbrados a un poemario que a un poema. Este no es tal. Aunque debo aclarar que no es ajeno a nuestra tradición literaria. José Gautier Benítez en su poema A Puerto Rico, José Gualberto Padilla “El Caribe” en su Canto a Puerto Rico, Francisco Matos Paoli en su Canto a la locura y Clemente Soto Vélez en Caballo de palo y en La tierra prometida, entre otros, han abordado el poema de gran aliento.
También podríamos identificar esta obra seminal como poemárbol. Las estrofas crecen cual curtido tronco que busca la luz, los versos caracolean en brotes tan coloquiales como legendarios, de prosaico acento o culterano origen. Las raíces se nutren de lenguas que emanan de subterráneo manantial
El título ya deja entrever atisbos de lo que encontraremos en sus hojas: Árbol de plaza talado en su novena edad. El nombre del autor, desconocido para mí hasta toparme con poeta y poema en lejano lugar: Eleuterio Santiago-Díaz.
Eleuterio, me informa mi nuevo amigo, es nombre, en su origen griego, sinónimo de libertario. El apellido paterno, Santiago, de caminante estampa europea que en la tradición afrocaribeña se conoce como Ogún, y que en Eleuterio va junto con Eleguá, el que abre los caminos. Y andarín es el poeta que desde su pueblo natal de Patillas se ha trasladado a California, Rhode Island, Minnesota, Luisiana y Nuevo México, estudiando y enseñando, que todo es uno.
El poeta Eleuterio, el caminante Santiago, de apellido materno Díaz es otro Díaz nuestro y se une a históricos Díaz de nuestra literatura como lo son Abelardo Díaz Alfaro, Emilio Díaz Valcárcel, Arcadio Díaz Quiñones y Antonio Díaz Royo.
Cuando lo conocí en Albuquerque fue encontrar un amigo que no sabía que tenía hasta unir sonrisa con palabra, letra con mirada. Por lo tanto, debo aclararles que les hablo aquí como parte interesada, lector sumergido en un caudal de nerudiano aliento, sonoridades caribeñas, ritmos de caderamen legendario alebrestando a un pueblo que se niega a morir.
¿Cómo no habría de sentirme identificado con este árbol placero y playero, encubridor de amantes, revelador de enigmas, que habla en boricua aunque se lo lleve Pateco? ¿Ese árbol testigo y parte, acusado, juez y jurado como somos todos los que vivimos para dar fe de nuestro paso leve o pesado por esta emplazada plaza que habitamos?
Eleuterio escribe como habla y habla como escribe. Su verso es libre, la cadencia consecuente, de respiración acompasada, reflexiva, anticipando revelaciones tan cotidianas como extraordinarias. Nos hace viajar desde lo palpable a lo intangible y este acorazado árbol herido de muerte que habla en lenguas, nos cuenta sus secretos, se hace eco de habladurías y siembra semillas de esperanza.
Tiene mucho de sagrado este poema sin fin, de encantamiento apalabrado. Difícil tarea la mía, que tan pronto lo leí, le rogué al poeta me permitiera, no ilustrarlo, pues lustre prodiga, sino corresponder con imágenes visuales a la riqueza sonora de sus hojas. ¿Cómo escoger un pasaje cuando todos nos llaman y cuando son tan plenos que no necesitan ampliación? El mayor reto fue ése.
Sin embargo, desde el principio supe que sería la madera grabada, entintada e impresa sobre papel, fruto del árbol, el vehículo de la imagen. Corresponder a la tala con la talla, a la sonoridad con la armonía cromática vegetal, al poema con un libro que se abriera y cerrara como la corteza herida de una inscripción de amor. El libro sería entonces fronda y sombra, albergue y soledad, comunidad concertada.
Pero es, sobre todo, comunión. El tono, tan elegíaco como celebratorio, evoca pulsos evangélicos, salves y alabanzas. El relato se torna salmo, el chisme de barrio epopeya, el verso boleriza, la plena valsea. Para el poeta libre y caminante, el cruce de fronteras, el escurrirse bajo la guardarraya le es tan natural como respirar, tan inevitable como expirar. Pero no fallece, el libro conlleva la promesa de sobrevivir la tala del árbol novenario para que nos siga susurrando más allá del más allá.
Para muestra, dos hojas de este árbol desprendidas: la inicial y la final. Nos decía nuestro maestro José Luis González que un texto ya tenía la mitad del camino andado con la primera página. Luego, la última. Entre medio ya la naturaleza y la disciplina proveerían lo necesario. Leeré a continuación la inicial y postrera hoja de este árbol renaciente.
Me pregunto si alguien vendrá
a preguntar por mi salud de árbol roto
al borde del vertedero.
En otro tiempo, di sombra a un peregrino
extraviado y a una ramera con el olor del pan
del primer hombre justo
en la temprana hora del alba.
Tú también bebiste de mí.
Viste clarear las horas en espera
de un amante ebrio y ponzoñoso,
uno de esos que roban niñas
junto al Viejo del Saco o al Cuco,
uno de esos que deambulan por el mar
de los caribes y lloran de costado al destino.
Con la leche que brotó de mis hojas
nuevas de jagüey,
te arrancaste una mañana el sabor de la desilusión
y ya no hubo retorno.
En ese momento filoso de aliento contenido,
sentí en mi fibra profunda una conmoción
de aves en copa
y cabalgando entre las sombras
a lomo de una entidad de luz,
seguí con mi oído sordo tu partida
sigilosa y sin mañana.
Quién hubiera dicho…
Y finaliza al caer o crecer la última hoja del árbol-libro con estas palabras:
La Navidad es la plaza vacía
bajo el talante místico de las estrellas.
Todo el espesor de la noche transcurre
como a la distancia.
Se oyen aguinaldos y villancicos; llegan
como traídos de una brisa de otro tiempo,
como pulsando acordes vagos
con dejos de nostalgia.
Nada más puebla el Orbe: árbol y estrella.
El ángel de Orión es el axioma
de la noche santa.
Digo árbol, y la paz reina en mí, plena.
Digo estrella, y la gracia desciende
sobre mí, colmando toda mi casa.
En el remanso de la plenitud,
se han suspendido las horas.
Se han apagado las músicas, disipándose
las distancias.
Todo es intimidad; nada es ajeno.
En el árbol reside el universo, inhiesto;
en la noche, todas las noches;
en esta plaza, están todas las plazas.
Como poeta y poema, en este caso, son uno, no puedo resistir la tentación (jamás puedo) de intentar un retrato apalabrado de Eleuterio
Desde la reluciente calva cobriza, la mirada se desliza y se detiene en el indefinible color de los ojos ya que el brillo que despiden impide precisarlo. Estos, aunque sospecho que son, si no negros, marrones, a su vez están enmarcados por gruesas ventanas de lentes sostenidos por orejas que huyen de lo que miran para oír mejor las voces secretas
Aletean las narices en lejano aire marino protegidas por abundante mostacho empolvorado de nieve nueva que se une en cada comisura con gruesas brochas blancas formando entre ellas un hirsuto diamante amenazado de gris.
La boca raras veces se cierra, ya sea en anticipación o interrumpida conclusión al proferir la palabra, no por sopesada, menos urgente y definitoria. Esta noble cabeza es sostenida por un tronco sólido y de ágil desplazamiento, siempre presto a ir donde la palabra lo conduce o, en su defecto, a iniciar el camino al encuentro de la palabra
Y ahora, les presento, en esta plaza, a un tronco de poeta: Eleuterio Santiago-Díaz.
Texto leído en la presentación del libro ÁRBOL DE PLAZA TALADO EN SU NOVENA EDAD, de Eleuterio Santiago-Díaz, en la Casa de Cultura Ruth Hernández Torres en Río Piedras, Puerto Rico, durante la Cumbre Internacional Afrodescendencia, 20 de marzo de 2023.
Fin
[blockquote align=»none» author=»»]Antonio Martorell, Nació en Santurce, Puerto Rico en 1939. Su taller está en La Playa de Ponce. Ha sido artista residente por más de 30 años en la Universidad de Puerto Rico en Cayey. Se mantiene ocupado con pintura, dibujo, instalación y performance, gráfica, escenografía, teatro, cine, TV, radio y escribiendo para la prensa. Es conductor del programa de WIPR-TV En la punta de la lengua, que ha ganado 5 premios Emmy. Por más de tres décadas ha sido co-conductor junto a Rosa Luisa Márquez del programa de radio 1,2,3 Probando en la Radio Universidad de Puerto Rico. Ha sido profesor visitante en el Hostos Community College en Nueva York (1997) y becado en el David Rockefeller Center for Latin American Studies (2007). Su obra se ha exhibido y premiado dentro y fuera del país y está representada en colecciones privadas y públicas incluyendo el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Whitney Museum, la Sociedad Histórica de Nueva York, El Museo del Barrio, la Biblioteca del Congreso, la Galería Nacional de Retratos, la Colección de Arte Latino del Smithsonian en Washington D.C., el Museo Nacional de Artes Puertorriqueñas y Cultura en Chicago y el Museo de Arte de Ponce, entre otros. Como escritor, Martorell es autor de La piel de la memoria (1991) (traducido al inglés como Memory’s Tattoo por Andrew Hurley), El libro dibujado/El dibujo librado (1995), El velorio (no-vela) (2010), en edición bilingüe con traducción al inglés de Andrew Hurley; un comentario ficcionalizado de la icónica pintura del siglo XIX El velorio, de Francisco Oller; Pierdencuentra (2019) y Los colores de Tó (2022). Recientemente publicó la edición conmemorativa del trigésimo aniversario de su primer libro La piel de la memoria por la editorial de la Universidad de Puerto Rico. Es autor de los textos Veveviejo, adaptados para teatro por Rosa Luisa Márquez y representados por ella y por él mismo. Fue galardonado con la Medalla Nacional de las Artes por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden.[/blockquote]
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[…] Antonio Martorell (septiembre 2023) “Presentación del libro Árbol de plaza talado en su novena edad, de Eleuterio Santiago-Díaz” en Revista Siglo 22. URL: https://sigloxx22.org/2023/09/14/presentacion-del-libro-arbol-de-plaza-talado-en-su-novena-edad-de-e… […]