La verdad es inconveniente para gobernantes y gobernados. Desde su plataforma de poder, los primeros hacen uso de las armas de la publicidad y la demagogia para difundir medias verdades y mentiras plausibles. Los gobernados procuran creerles, y así mantener la ilusión de que «todo está bien».
Tergiversar los hechos, presentar los acontecimientos de manera deshonesta, recurrir a el uso de técnicas de la publicidad para crear imágenes y así esconder o ignorar la sustancia, recurrir a la demagogia, tomar el camino oscuro y luego justificarlo «hasta que el infierno se congele»: muchos políticos y funcionarios públicos eligen todo eso y cosas peores. El primero de esos entes que mostró a mi generación ese lado pérfido de la humanidad y de la vida pública fue el gobernador de Puerto Rico entre 1977 y 1985.
El martes, 25 de julio de 1978, estaba yo en Bayamón participando en la parada del gobierno del E.L.A., como miembro de la Banda Escolar de Cidra. Tenía entonces 14 años de edad. Tres semanas antes había participado en la parada del 4 de julio, en San Juan. Ese fue un día tenso, debido a un incidente en el consulado de Chile.
Fue el día 25 cuando el entonces gobernador, Carlos Romero Barceló hizo un anuncio sobre un ataque a unas torres de comunicaciones, y la «gesta» de los policías que, según Romero, eran héroes por haber evitado el ataque. En el incidente, anunció el gobernador muy ufano, los policías hirieron de muerte a dos supuestos «terroristas». En la historia colonial de Puerto Rico, ese 25 de julio opacaría al anterior 4 de julio.
Dos años después, estaba con mi familia viendo en televisión las entrevistas de Carmen Jovet a Julio Ortiz Molina y a Romero Barceló. Esas entrevistas me impactaron, pues mi instinto me indicaba que el morador de La Fortaleza era mendaz y demagógico, y que el chofer de taxi era honesto y veraz, un hombre que insistía en una verdad que solo le había traído angustia. Esa noche, frente al televisor, lloré las muertes de Arnaldo Darío Rosado Torres y Carlos Enrique Soto Arriví.
Rara vez se puede especificar un evento, un solo momento en el cual de súbito se pierde la inocencia; cuando se percibe por vez primera que el mundo es un lugar mucho más incierto y peligroso de lo que te ha parecido en tu corta vida. Esa noche de 1980 fue el comienzo en mí de un realismo que ha sido puesto a prueba desde entonces con bombardeos propagandísticos y con nuevas tentaciones para creer que todo está bien.
El chofer de taxi le contó, lloroso, a Carmen Jovet que cuando los policías lo sacaron de la escena había dejado desarmados y vivos a los dos jóvenes; para luego, junto al policía Jesús Quiñones, escuchar disparos adicionales. Esos fueron los disparos con los cuales varios agentes de la Policía de Puerto Rico le quitaron la vida a los «terroristas». En la entrevista con Jovet, y en ocasiones anteriores y posteriores, Romero Barceló llamó mentiroso a don Julio Ortiz Molina –«siempre habla quien menos puede», decimos los jíbaros– pero el chofer era veraz, y Romero arriesgaba mucho si se investigaba lo que ocurrió con un mínimo de rigor y ética.
Los indicios de que había muchos cabos sueltos y serias interrogantes eran múltiples. En las elecciones de dudosa legitimidad de 1980, Romero Barceló resultó ganador, pero su partido perdió el control del Senado y de la Cámara de Representantes. Durante el cuatrienio de 1977 a 1981, la mayoría en la legislatura había estado compuesta por miembros de su Partido Nuevo Progresista. El Senado, hasta entonces presidido por el ex gobernador Luis A. Ferré, no hizo investigación legislativa alguna para validar si era cierto que los eventos ocurrieron como lo concluyó el Departamento de Justicia, al mando de Miguel Giménez Muñoz. Tampoco investigó la Cámara de Representantes, entonces presidida por Angel Viera Martínez.
Así que la investigación legislativa sobre lo que ocurrió en Cerro Maravilla, que comenzó a principios de 1981, fue posible porque el partido de oposición controlaba el Senado, bajo la presidencia de Miguel Hernández Agosto, un político sagaz y articulado. Es probable que, de haber sido Rafael Hernández Colón el primer ejecutivo en 1978 –y presumiendo que los asesinatos ocurrían de todas maneras– un Senado controlado por el PPD no habría investigado. Claro, eso no cambia el hecho de que la investigación fue un ejercicio legítimo de las facultades legislativas del Senado. Pero, no es menos cierto que esa investigación fue posible por el fortuito resultado de las elecciones de 1980. Ambas realidades, los beneficios de la investigación y el tribalismo partidista –que incluye proveerle apoyo incondicional e impunidad «a los de uno»– hay que tomarlas en cuenta a la hora de estudiar este capítulo de nuestra historia.
A 45 años de los asesinatos de Soto Arriví y Rosado Torres, me interesa reseñar varios asuntos de esta triste saga de los que no se ha hablado, ni se conocen, lo suficiente. Me refiero, primero, al hecho de que ya para 1979 era claro que la prueba pericial –las autopsias, la evidencia balística– no apoyaba en forma alguna la versión de los hechos que inventó la policía, la cual validaron dos investigaciones fatulas y corruptas del Departamento de Justicia de Puerto Rico. Segundo, hay ciertos aspectos del drama de Maravilla según se escenificó en los tribunales federales –el del distrito de Puerto Rico y el del Primer Circuito– y el hecho insólito de que los abogados de Carlos Romero Barceló también representaron, con el propósito de entorpecer la investigación senatorial, a muchos de los policías que estuvieron presentes en Cerro Maravilla aquel 25 de julio de 1978.
El cuadro fáctico de Maravilla
Procede hacer un resumen de lo que ocurrió en Cerro Maravilla, según surgió no sólo de la investigación senatorial, sino de los litigios penales y civiles en los tribunales de Puerto Rico y de Estados Unidos. El líder del grupo que secuestró al chofer de taxi era el agente encubierto Alejandro González Malavé. El plan que les presentó González Malavé a Soto y a Rosado era tomar control de la torre de transmisión del Canal 7, y difundir un mensaje en el 80 aniversario de la invasión de Estados Unidos a Puerto Rico. Al llegar cerca del área de las torres, agentes de la policía los estaban esperando. Varios de ellos dispararon, e hirieron en una mano al agente encubierto.
A Soto y Rosado no los hirieron en ese primer tiroteo. Ambos alzaron las manos y se entregaron. Mientras estaban de rodillas y bajo la custodia de la policía varios agentes los golpearon con armas y los patearon. Minutos después, les dispararon: a Rosado con una escopeta; a Soto con varios disparos de pistola, el último en el pecho, que resultó ser mortal.
Los policías se pusieron de acuerdo para testificar que dispararon «en defensa propia». Pero los jóvenes nunca dispararon y se entregaron al concluir la primera ráfaga de disparos, todos hechos por los policías. Luego de varios minutos, los mataron a sangre fría. Tanto el chofer del taxi (Julio Ortiz Molina) como el policía Jesús Quiñones y el celador de la torre del Canal 7 Miguel Marte testificaron que, varios minutos después de la primera ráfaga de disparos, escucharon disparos adicionales.
La prueba balística y pericial siempre contradijo la versión de los policías, quienes mintieron sobre todo lo que ocurrió, incluso la posición desde la cual dispararon. Por ejemplo, la foto del cadáver de Rosado indicaba que había muerto a causa de un tiro de escopeta, disparado a cortísima distancia y hacia abajo, mientras que los policías testificaron que dispararon a distancia, desde el suelo y hacia arriba.
A Soto Arriví le dispararon en una pierna y, al intentar taparse de un segundo disparo, le hirieron en un brazo. El adolescente les pidió que el tiro de gracia se dirigiera a su cabeza, «pa’ no sufrir». El asesino, el agente Rafael Moreno Torres, no se molestó en complacerlo. El último disparo fue al pecho. El joven quedó moribundo, en agonía. Murió pocos minutos después, en un carro de la policía.
El mensaje que Carlos Romero Barceló recibió en Bayamón fue en extremo escueto, y de corte militar: «misión cumplida». Fue luego de recibir tal mensaje que Romero anunció que «unos terroristas» habían muerto, y que los policías eran «héroes». Procedió entonces a dar detalles –que hubo una confrontación en un área donde había torres de comunicaciones, que unos terroristas murieron, que los agentes fueron heroicos en su proceder– los cuales no surgían de esas dos palabras. Ello da a entender una sola cosa: «Misión cumplida», sin más, fue un mensaje para el comandante en jefe (en este caso, de la policía). No se necesitó dar detalles, porque el comandante sabía cuál era «la misión».
Pocos días después, Tomás Stella, reportero del diario The San Juan Star, publicó una nota donde especificó que cuatro días antes de los asesinatos hubo una reunión en Fortaleza, donde estuvieron Desiderio Cartagena y el Superintendente de la Policía, Roberto Torres González. A finales de julio, Juan Mari Brás denunció que el tercer joven que fue a Maravilla con Rosado y Soto era un agente encubierto, y que lo que ocurrió allí fue un entrampamiento y dos ejecuciones.
En esos días también se publicó el relato de don Julio Ortiz Molina, el chofer secuestrado, quien le dijo a varios periodistas que al finalizar el primer tiroteo los jóvenes estaban desarmados y, aunque golpeados, estaban vivos y conscientes, al punto de que les pidieron a los policías que no le hicieran daño al chofer. Eso se lo reiteró, dos años después, a Carmen Jovet.
En 1979, la Revista Jurídica del Colegio de Abogados de Puerto Rico publicó un artículo seminal de Ana Livia Cordero, doctora en medicin, quien a su vez le da crédito al abogado penalista Enrique “Chino” González por su colaboración en la preparación del artículo. Véase Ana Livia Cordero, Cerro Maravilla: Estudio del Informe del Departamento de Justicia, 40 Rev. Col. Abo. P.R. 337 (1979). Basándose en su análisis de la evidencia física y forense que se anejó al informe de la primera investigación realizada por el Departamento de Justicia de Puerto Rico, Cordero llega a la única conclusión a que apuntaba esa prueba: que la versión de la policía no podía ser cierta, y que la prueba era compatible con que en Cerro Maravilla ocurrieron dos ejecuciones.
El gobernador Romero Barceló reaccionó al artículo de la doctora Cordero con su habitual e insustancial veneno: que la autora era una «comunista». La primera regla que sigue el inescrupuloso que carece de argumentos es el ataque ad hominem: se trata de atacar al mensajero, y obviar la sustancia de su mensaje. Después de todo, una de las marcas registradas del gobernador era su constante uso de ataques personalistas, insinuaciones y non sequiturs, sobre todo cuando su posición era débil y precaria (lo que sucedió en demasiadas ocasiones). Su inclinación autoritaria también se manifestó en sus frecuentes acusaciones de que la cobertura periodística de su gestión en general, y del asunto de Cerro Maravilla en particular, era falsa y que partía de una agenda partidista contra el pobre hombre.
El drama se traslada al foro federal
A los asesinatos en Cerro Maravilla le siguieron dos «investigaciones» de las autoridades del gobierno de Puerto Rico, ambas diseñadas para exonerar a los policías de cualquier transgresión a sus deberes y a las leyes penales del país. La investigación del FBI y fiscalía federal fue también deficiente en extremo. El Departamento de Justicia de Estados Unidos también falló, como lo reconoció 14 años después Drew Days III, quien para 1978 era el Secretario Auxiliar de Justicia a cargo de la División de Derechos Civiles de ese departamento del gobierno estadounidense.[1]
Cuando comenzó la investigación del Senado de Puerto Rico en 1981, los familiares de los asesinados ya habían presentado en el tribunal de distrito de Estados Unidos una acción por violación de derechos civiles contra el gobernador Romero Barceló y varios agentes y oficiales de la policía. El abogado principal de Carlos Romero Barceló en ese litigio era Richard L. Cys, de Verner, Liipfert, Bernhard & McPherson (un bufete con sede en Washington, D.C., fundado en 1960, que todavía existe). El abogado de Ángel Luis Pérez Casillas y del resto de los policías (excepto González Malavé) era Héctor M. Laffitte (quien luego en esa década de 1980 fue nombrado juez federal).
La confrontación entre el Senado y la administración de Romero Barceló comenzó temprano en 1981. El entonces Secretario de Justicia del E.L.A., Miguel Giménez Muñoz, se negó a entregar unos documentos que le requirió la Comisión de lo Jurídico del Senado. Se amparó Giménez Muñoz en una orden del juez de distrito federal Juan M. Pérez Giménez, dictada en el litigio de los familiares contra el gobernador y los policías. Mediante la orden en cuestión, Pérez Giménez había prohibido la divulgación pública de los documentos que eran parte del descubrimiento de prueba –y de los testimonios en las deposiciones. Se trataba, por lo tanto, de una «orden de mordaza», pero en un caso civil, lo cual es rarísimo.
Me parece obvio que el propósito de tal orden era proteger y favorecer a Romero Barceló, pues el conocimiento público de los detalles que iban surgiendo en ese litigio solamente le podían afectar negativamente a él y a su ya cuestionada administración. El juez llegó al extremo –también insólito, incluso más insólito que la orden de mordaza– de obligar al Presidente del Senado, Miguel Hernández Agosto, a comparecer ante el tribunal para inquirir sobre las motivaciones del Senado para llevar a cabo la investigación de Maravilla.
El problema central con que se enfrentaba la pretensión del juez era que la inmunidad parlamentaria no permite que foros ajenos al legislativo inquieran sobre las motivaciones de los legisladores. La norma de derecho es que, si el legislador está llevando a cabo una actividad legislativa, no es propio inquirir sobre «sus razones» para llevar a cabo tal actividad –mucho menos que el foro judicial o ejecutivo inquieran sobre las mismas. Tal norma de derecho está hecha para proteger la integridad de la función legislativa, al proveerle un escudo a los legisladores –el cual aplica a su labor puramente legislativa. Amparándose en tal norma, e instruido por sus abogados, Hernández Agosto se negó a contestarle al juez «por qué» se estaba llevando a cabo la investigación.
Ante la negativa de Hernández Agosto, el juez –quien estuvo tentado a encontrar incurso en desacato al Presidente del Senado– le dio la razón al Secretario de Justicia de Puerto Rico, y dejó sin efecto los requerimientos de documentos de la comisión senatorial. El Tribunal de Apelaciones de Estados Unidos para el Primer Circuito revocó la orden de Pérez Giménez. In Re San Juan Star, 662 F. 2d 108 (1st Cir. 1981). Expresó el tribunal del Primer Circuito: the district court has simply misperceived the issue presented. The key fact, in our view, is that the documents sought had come into the Secretary’s possession through means entirely unrelated to the federal court’s discovery process; indeed, had come through the Department’s own investigations. The fact that copies of the documents had independently been obtained through discovery by a party to the federal litigation bears no more than an accidental relation to the Senate’s subpoena.
Esa fue la primera victoria del Senado y de sus abogados boricuas contra Romero Barceló y su carísimo abogado, Richard L. Cys. No sería la última. Pero, en el verano de 1983, las vistas públicas del Senado se interrumpieron como consecuencia de una orden del Juez Pérez Giménez, a petición de un grupo de policías. El concepto clave a partir de entonces sería el de «esfera de actividad legislativa legítima» (sphere of legitimate legislative activity): todo legislador o funcionario legislativo cuya actividad caiga en esa categoría está protegido por la inmunidad legislativa, la cual no es cualificada, sino absoluta.
El escenario incluía la transmisión televisiva de las vistas de la Comisión de lo Jurídico del Senado, las mismas que mantuvieron en vilo al país por varios meses. Casi nadie podía despegarse de los televisores. Los policías citados a comparecer en vista pública presentaron una acción en el tribunal federal para que se les eximiera de comparecer y testificar. El abogado de los policías no fue otro que Richard L. Cys, del carísimo bufete de Washington que representaba a Romero Barceló –el mismo que los policías no podían pagar. ¿Quién pagó esos honorarios de abogado? Buena pregunta. Lo único que sabemos es que, con toda probabilidad, los pobres policías no pagaron esos honorarios.
Mediante una orden de interdicto, el juez Pérez Giménez no se limitó a prohibir que obligaran a los policías a testificar en vistas públicas, sino que también prohibió hacer públicos los documentos que la comisión obtuvo del Secretario de Justicia Giménez Muñoz. Se basó para ello en una frase infeliz de la opinión en In Re San Juan Star, la cual los abogados del Senado anticiparon en privado que daría problemas en el futuro: A court might in a proper case be empowered to enjoin a legislature from publishing information to ensure a fair trial, but the circumstances for such action have by no means been established here. 662 F. 2d pág. 119.
Pérez Giménez concluyó que se daba el proper case, la situación apropiada para prohibirle al Senado que divulgara al público el contenido de los documentos obtenidos del Departamento de Justicia del E.L.A. De nuevo, el caso llegó al Primer Circuito. Colón Berríos v. Hernández Agosto, 716 F. 2d 85 (1st Cir. 1983). El drama subió de intensidad, pues los senadores demandados solicitaron una paralización de la orden de Pérez Giménez. El Primer Circuito trató con seriedad tal solicitud e impuso la poco usual determinación de pautar una vista argumentativa para discutir lo relativo a tal moción de paralización. A la vez, el tribunal le especificó a las partes que se reservaba la potestad de resolver, no solo la moción, sino los méritos de la apelación. Así lo hizo.
Los jueces del Primer Circuito señalaron que la investigación del Senado de Puerto Rico constituía «un componente esencial del proceso legislativo». Por ello, elaboró, «la expedición de una citación para compeler a testigos a ofrecer testimonio en asuntos relevantes a la investigación es también un ingrediente indispensable de la labor legislativa. Que la investigación está autorizada a indagar sobre alegadas acciones perniciosas de la rama ejecutiva de gobierno fortalece, en lugar de debilitar, el reclamo de inmunidad legislativa».
Como consecuencia de esa segunda derrota de los obstruccionistas y encubridores, se reanudó la investigación; y, ante la presión y las contradicciones entre la prueba forense y su absurda versión de «defensa propia», varios de los policías admitieron finalmente que allí ocurrieron dos asesinatos. Ello ocurrió en horas de la noche, durante una sesión ejecutiva de la Comisión de lo Jurídico. Dos miembros de la Comisión, senadores del partido del gobernador, salieron del Capitolio hacia la Fortaleza para informarle a Romero Barceló lo que había ocurrido.
Al otro día, Romero Barceló madrugó al Senado con un show mediático, el cual incluyó la demagogia de decir que él fue engañado, y que las investigaciones de su gobierno no tuvieron el beneficio de que los policías dijeran la verdad. ¡Imagínense si, para esclarecer los crímenes, hubiera que depender de la confesión de los malhechores! Según Romero, toda la perfidia provino de los policías, ninguna de los jerarcas de la policía, mucho menos del gobernador.
El hecho es que el Departamento de Justicia de Puerto Rico procuró que no se supiera lo que había ocurrido, por lo que sus investigaciones no solo fueron pro forma y defectuosas, sino corruptas. Ello incluso desembocó en el desaforo de varios fiscales. Sin importarles las obvias contradicciones entre la prueba pericial y la versión de los policías, y a pesar de los testimonios de Julio Ortiz Molina y Jesús Quiñones, el Departamento de Justicia de Puerto Rico cerró la investigación con la conclusión –que la prueba pericial no sostenía, por lo que se basaba solo en el testimonio falaz y fantástico de los policías– de que los agentes habían actuado en legítima defensa.
Las consecuencias de que se destapara la verdad incluyeron que la mayoría de los policías cumplieron cárcel por los delitos de perjurio, obstrucción a la justicia y asesinato, tanto en el foro de Puerto Rico como en el de Estados Unidos. Sin embargo, como suele ocurrir, los actores intelectuales de estos asesinatos nunca fueron acusados. Ta impunidad se dio, a pesar de que había muchos indicios, y testimonios, apuntando a que su plan era que los jóvenes no salieran vivos de Cerro Maravilla.
Un juez federal pro-estadidad las cantó como son
Jaime Pieras, fallecido juez de distrito federal, creía que Puerto Rico debía ser un estado de Estados Unidos. En varias ocasiones le dio paso a las acciones civiles que presentó ante su consideración el abogado estadista Gregory Igartúa, a quien le concedió la petición de que se le permitiera ejercer el voto presidencial –de votar por el candidato de su preferencia a la posición de presidente de Estados Unidos de América.
En octubre de 1992 llevaba yo exactamente dos años y 10 meses en el ejercicio de la profesión de abogado. Para esas fechas, uno de mis jefes, Marcos A. Ramírez Lavandero, me entregó la copia de una demanda presentada por Carlos Romero Barceló. Los demandados incluían a los entonces presidentes del Senado y de la Comisión de lo Jurídico del Senado, Miguel Hernández Agosto y Marco A. Rigau respectivamente, y el investigador de esa Comisión, el fallecido licenciado Edgardo Pérez Viera. Esos eran nuestros clientes, y mi tarea era redactar cuanto antes una moción de desestimación.
No fue hasta 1995 que Pieras decidió mi moción, decretándola con lugar y desestimando la demanda de Romero Barceló, lo que explicó en una extensa y bien pensada opinión. Romero Barceló v. Hernández Agosto, 876 F. Supp. 1332 (D.P.R. 1995). El Primer Circuito confirmó la desestimación en Romero Barceló v. Hernández Agosto, 75 F.3d 23 (1st Cir. 1996).
Entre los méritos de la opinión de Pieras está que incluye un resumen veraz y bastante completo del drama de Maravilla. Procede incluir los puntos más sobresalientes de tal resumen, que culminan con los procedimientos judiciales de naturaleza penal que tuvieron lugar entre 1985 y 1988. (La traducción es mía, con cambios mínimos para conveniencia y claridad):
En el verano de 1978, mientras Romero Barceló servía su primer término como gobernador, dos jóvenes que apoyaban un grupo pro-independencia murieron en un tiroteo con oficiales de la policía en una montaña conocida como Cerro Maravilla. La policía informó que los dos jóvenes murieron mientras resistían su arresto. Sin embargo, al salir a la luz evidencia que sugería que Rosado y Soto fueron asesinados luego de que se entregaron, el incidente adquirió una considerable importancia política y fue objeto de una intensa cobertura por los medios de comunicación.
Carlos Soto Arriví y Arnaldo Darío Rosado fueron emboscados y asesinados por oficiales de la policía de Puerto Rico. Buscando protegerse, los policías crearon una conspiración para ocultar la verdad sobre los asesinatos. Durante sus investigaciones, los fiscales ignoraron con toda intención la evidencia disponible, la cual cuando menos sugería que oficiales de la policía asesinaron a Rosado y a Soto. Ese proceder de los fiscales les permitió a los policías tener éxito inicial en su conspiración para ocultar la verdad.
Las vistas legislativas sobre el incidente en Cerro Maravilla, llevadas a cabo por la Comisión de lo Jurídico del Senado de Puerto Rico, fueron sin duda alguna la fuerza catalítica que desenmascaró la verdad de los asesinatos. En 1984, un Gran Jurado federal presentó una acusación de 44 cargos contra 9 miembros de la Policía de Puerto Rico Police por conspiración para: (1) obstruir la justicia en una investigación criminal; (2) mentir en su testimonio ante grandes jurados federales; e (3) incitar a otros testigos a cometer perjurio.
A los acusados se les imputó haber orquestado una conspiración para “evitar que los ciudadanos en Puerto Rico y las autoridades policiacas de Puerto Rico y de Estados Unidos supieran que Rosado y Soto Arriví habían sido brutalizados y matados de manera ilegal por oficiales de la Policía de Puerto Rico”. Todos los acusados eran oficiales de la policía que estuvieron presentes durante los eventos del Cerro Maravilla.
En 1985, un jurado federal halló a los acusados culpables de 36 de los 44 cargos. Los acusados recibieron distintas sentencias, de entre 6 y 30 años. Finalmente, y más importante, en 1985 varios oficiales de la policía que estuvieron aquel día en Cerro Maravilla fueron acusados en los tribunales de Puerto Rico, entre otros cargos, de asesinato en primer grado por las muertes de Arnaldo Darío Rosado y Carlos Soto Arriví.
Poco después de esas acusaciones, Nelson González Cruz, Juan Bruno González, Nazario Mateo Espada, Jaime Quiles Hernández, y Rafael Torres Marrero se declararon culpables de los delitos de asesinato en segundo grado y perjurio. William Colón Berríos se declaró culpable de conspiración para cometer asesinato y de dos cargos de perjurio.
Los otros dos acusados fueron a juicio. En 1988, un jurado halló no culpable a Angel Luis Pérez Casillas; y culpable de asesinato en segundo grado a Rafael Moreno Morales, por la muerte de Carlos Soto Arriví. El tribunal sentenció a Moreno Morales a un término de prisión de entre 22 y 30 años. Luego de que la sentencia de Moreno Morales se sostuvo en apelación, concluyó finalmente el último capítulo de esta saga.
Ese cuadro fáctico, sin embargo, levanta más interrogantes de las que contesta. Los policías acusados y convictos obedecieron órdenes, la más significativa de las cuales fue que los jóvenes no debían salir vivos de Cerro Maravilla. Es decir, la emboscada y los asesinatos se planificaron por personas de mayor jerarquía que esos infelices agentes de la policía.
La reunión, o reuniones, en Fortaleza días antes de los eventos de Maravilla; el mensaje críptico de «misión cumplida» que Romero Barceló recibió en Bayamón; la «desaparición» del video de la transmisión televisiva (por el Canal 6) de los actos que se llevaban a cabo en Bayamón; el mensaje de Romero Barceló dando detalles a partir de un mensaje de dos palabras: Todo eso y más apunta a que, contrario a las expresiones del juez Pieras, el último capítulo de esta saga nunca ha desfilado frente a nosotros.
Epílogo: La relevancia de Cerro Maravilla
Cerro Maravilla es relevante porque encapsuló con intensidad, y en pocos años (1978-1988) condiciones sociopolíticas e institucionales que existían antes de los asesinatos, y que siguen determinando mucho de nuestras vidas en cuanto individuos y seres sociales; condiciones que se han deteriorado. Maravilla trata sobre el uso legítimo, e ilegítimo, de los poderes gubernamentales; de la ceguera que causan las ideologías; del peligro de tener un departamento de policía que usa ideologías y odios para darle a sus miembros un sentido de misión y de que están del lado «de los buenos».
Maravilla trata sobre el terrorismo de estado en un contexto de dominación capitalista-imperial, donde el dominador es el imperio económico más rico y poderoso de la historia, y los dominados son los miembros de una nación cuyo locus es un pequeño archipiélago, pero con una cultura con raíces en África, Europa, y el Caribe precolombino. Maravilla trata sobre la demagogia y el uso de la publicidad para manipular la población; para articular y repetir mentiras, y para ocultar el grado de corrupción de los gobernantes.
Maravilla trata sobre la importancia de evitar que el poder se concentre en pocas manos; sobre la importancia de que haya jueces independientes e íntegros. Maravilla trata sobre todo eso, y más. Eso de que «hay que pasar la página» es una tontería que repiten como papagayos quienes no quieren enfrentar realidades tales como la necesidad de la eterna vigilancia. La ignorancia y la desidia contribuyen a que se termine de esfumar la poca libertad que nos queda.
FIN
[1] Nota de Siglo 22: El 9 de mayo de 1992, el Washington Post publicó la siguiente noticia: “While the federal review of possible civil rights violations in the Rodney G. King case proceeds in Los Angeles, television viewers in Puerto Rico this week learned new details about a 14-year-old police brutality investigation by the Justice Department and the FBI that went badly awry. “Most remarkably, they have heard a formal apology for the Justice Department's role following the 1978 incident from Drew S. Days III, who headed Justice's Civil Rights Division from 1977 to 1980, for what he now believes was an FBI "coverup" in the case. “Days acknowledged in testimony before a commonwealth Senate Committee on the Judiciary hearing, conducted during a closed session in late March but televised on tape this week, that the San Juan FBI office had dismissed reports of the driver's account as "nebulous," and refused to interview him. "The local FBI office employed one stratagem after another to avoid doing a full investigation . . . " Days testified after being shown copies of FBI teletypes. "The FBI is part of the Justice Department and, to that extent, what you've shown me does point to a coverup in that part of the Justice Department." “Asked why his Justice Department lawyers did not take the same investigative steps years earlier, Days said, "If we didn't do what we should have done in terms of immunity, then I am very sorry that we didn't, because to put Puerto Rico through 14 years of this agony is something that the Civil Rights Division ought to try to avoid." https://www.washingtonpost.com/archive/politics/1992/05/09/ex-justice-official-cites-coverup-by-fbi-in-78-puerto-rico-shootings/722ead3e-b875-461d-957e-9ef43f1c481b/#
###[blockquote align=»right» author=»»][/blockquote] [blockquote align=»none» author=»»]Roberto Ariel Fernández practicó la abogacía por 27 años. Es autor de seis artículos publicados en revistas jurídicas de Puerto Rico, y de un libro, «El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico»(2004). Está trabajando en su segundo libro, con el título tentativo de «Puerto Rico: Historia, Cultura, y Parálisis». Educado en el sistema educativo público y en la Universidad de Puerto Rico, tiene un grado de maestría en derecho de George Washington University, en Washington, D.C.[/blockquote]