Solos, llegamos a una atestada sala de emergencias, buscando alivio a un dolor de años. Ese dolor que va y viene, se (mal)trata, y nos hace regresar por sexta vez a un fraccionado e hiperespecializado servicio de salud que divide la cabeza del estómago. Cientos de otros seres humanos, solos le siguen llegando y no hay personal suficiente que nos atienda. Se llenan papeles para asegurar que el seguro cobre su parte, el hospital cobre su parte y los medicos y enfermeras recojan las sobras de una multibillonaria inversión para la salud de nadie. Al paciente le toca ser paciente.
¨Nadie los va a atender al menos en las próximas ocho horas¨, nos dice una enfermera. ¨Están en la lista para tratamiento; están en la lista para hacerle estudios; están en la lista para que el médico los vea», aseguran.
Pero a nadie se atiende y el dolor aumenta; se hace insoportable. A cada uno que llega lo amontonan en cuartitos sin discriminar el estado de crisis: desesperados de dolor en el páncreas o en los riñones; niñas vomitando la bilis, jóvenes ardiendo en fiebres de tres días, embarazadas con el azúcar por las nubes, ancianas con el corazón en un hilo. Ésta última, una mujer que pasaba de los 80 años, llevaba esperando por un cuarto tres días. Sentada en un mueble, solo con suero, recibía a cada nueva víctima del mal llamado sistema de salud para consolarnos con un ¨no se preocupen; llevo 36 horas esperando cuarto; llevo 48 horas esperando cuarto¨…sola.
El poco personal atendiendo, parecía optar por inmunizarse ante tanto dolor humano; moviendo pacientes, como moviendo papeles; o absortos mirando un monitor que iba sumando nombres sin rostros. Como en la canción de Juan Luis Guerra, pensaba, éstos parecían recitar el ¨tranquilo Bobby, tranquilo¨ No hay médicos, porque volaron a Texas; no hay anestesia, porque las reguló el plan médico; no hay Rayos X, porque las máquinas están en reparación y las piezas llegan en barcos atascados en los muelles de Fort Lauderdale por falta de obreros. Al otro lado del país, hay un ¨gobierno¨ que le ocupa garantizar la llegada de más billones para prometernos un plan médico que salvará la vida de unos pocos, que ya la tienen salvada. Esos billones no llegarán a nuestras salas de emergencias. Estamos solos.
Solas, nuestras calles se llenan de (in)seguridad. Los tiroteos carro a carro en las avenidas; los tiroteos en los estacionamientos de los centros comerciales; los tiroteos en los parques, cuando la gente sale a caminar en las tardes. Los tiroteos son los que llegan todos los días, nos expulsan y encierran en casas enrejadas, con “policías de palito” y negados del encuentro. Nos condenan a la soledad. Mientras, el tema del miedo arropa nuestras conversaciones cotidianas hasta esculpir en la inconciencia, miedos de todo tipo: miedo a la violencia, miedo al contagio, miedo a la oscuridad, miedo a los animales, miedo a los amigos, a la familia. Miedo a ser felices, miedo a enamorarnos, miedo a apoyar proyectos de país, miedo a socorrer a un extraño. Miedo a ponernos viejos, a enfermarnos; miedo a quedarnos solos. El país resuelve el hambre, la pobre educación, el desempleo, la incomprensión, los deseos de superación y todas las desigualdades a Fuerza de tiroteos. La violencia, en todas sus formas y matices, es la propuesta impuesta. Los gobiernos de turno imponen violentas políticas para restringir derechos y servicios básicos. Destruyen con violencia nuestros recursos naturales, con una ¨planificación¨ dedicada a (des)proteger ríos, fértiles valles y nuestra seguridad alimentaria. Violentan cada día a nuestra niñez y juventud con una arcaica e impertinente ¨educación¨ pública; vacía de buenos maestros, vacía de contenidos para la vida y la convivencia, porque prohíben la educación con perspectiva de género, en competencias ciudadanas para aprender a ser más democráticos, más inclusivos y solidarios. Educan en la exclusión y en la violencia hacia el que piensa y viste diferente, o no se sujeta a una normative dogmática; intolerante. La formación para la vida, para las ciencias, para las artes, para la recreación, para vivir en la democracia desaparece. La escuela se convierte en el centro que prepara para los tiroteos que luego veremos de carro a carro; dejándonos solos y encerrados. Seguimos solos.
La Democracia languidece, sola. Ya no se quiere invocar o se hace de una forma hueca, como si ya no tuviera cuerpo. Sin derechos que proteger, con gobiernos que se venden al mejor cabildero; que ofrece donativos para corromper conciencias, el demos queda varado en la carretera que llega a ningún lado. No hay un pueblo, nos hay un nosotros; sólo unos pocos ellos.
Mientras, las sociedades se tejen en las manipuladas redes sociales, que abren espacios solo a “los igualitos”; una sociedad que aspira a verse reflejada a sí misma en lo que el filósofo Byung Chul Han llama “el infierno de lo igual”: un espacio que nutre en cada individuo, ese infantil narcicismo, que no se reconoce en la otredad. El proyecto social, desde este espacio, es el consumo de cosas, de información desde el sí mismo al sí mismo.
No se toleran los diferentes. Todos buscan repetirse y se espera que el otro sea uno igual a sí mismo. Hablamos de nosotros mismos, buscando aprobación, sin compasión ni empatía por los otros; sin intentar conocerlos, sin verles el rostro. El “de a dos”, el “ubuntu” desaparece para abrir el intercambio hacia la gratificación de lo mismo. Se pierde, entonces, el demos; pensado aquí como capacidad para el amor y tejido en la atopía. Como diría Chul Han, explicando la experiencia del amor en esta negación del sí mismo: “En cambio, el Eros hace posible una experiencia del otro en su alteridad, que saca al uno de su infierno narcisista. El Eros pone en marcha un voluntario desreconocimiento del sí mismo, un voluntario vaciamiento de sí mismo. Una especial debilidad se apodera del sujeto del amor, acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que de todos modos no es la realización propia del uno, sino el don del otro” 1
Así, la soledad se fertiliza en todas sus depresivas y dolorosas formas, a través de una construcción social de lo individual, del consumo del sí mismo (narcisismo), de la pérdida de lo comunitario, del demos; por una propuesta de gula y apropiación corrupta de los recursos de todos. El resultado es la violencia, la enfermedad, el miedo, la depresión y la anomía. Terminamos perdidos y sin nadie que nos recuerde, que nos extrañe, que nos ame; en la muerte que se narra todos los días en los noticieros. Revertir este devastador estado de lo social, requiere abrazar, cada día, la pulsión de vida; posible a través del deseo activo por la búsqueda del encuentro en comunidad, ese extraño fenómeno que dio cuna a la Experiencia de lo humano.
1 Han, B. (2020) La Agonia del Eros. Editorial Herder. España.
FIN