La poesía siempre será para mí inocencia, ante todo, inocencia lingüística. Los niños, los locos y los inmigrantes que todavía no dominan la lengua del país que los acoge se cuentan entre sus mejores aliados. Santos Ramos, el loco de mi vecindad en mi infancia, representa una de las primeras pistas hacia lo que con el correr de los años sería mi entendimiento de lo que es la poesía. Santo — siempre pronunciado sin ese— solía ir por el barrio apropiándose de frases y fragmentos de decires que oía al vuelo para luego pasarse el día repitiéndolos en alta voz, en un sonsonete estridente. Era una especie de vocero fragmentario. A veces, al bajar del monte, sólo se le oían gritos estentóreos y ruidos. Él se juzgaba a sí mismo como un loco pantera. De algún vecino oiría ese juicio, porque lo emitía en tercera persona. “Ese lo que es es un loco pantera”, decía a veces. Otras veces: “Ah, él no es loco na; ese lo que tiene es panterismo”. Lo decía con tono y gestos burlones, lo decía como buscando cierta complicidad en su interlocutor. Lo que quería decir —quién sabe si imitando al que se lo había dicho— era que su locura era fingida y por conveniencia. No había duda de que era un loco de remate, pero era curioso que él quisiera acceder a un estado liminar de la conciencia de la locura por la vía del panterismo. En esos instantes en que asomaba en él cierta distancia irónica, su decir siempre se me figuró como paladeo vocal, como un intento por traer a su sitio el logos extraviado o la razón perdida.
El afán y el extravío de Santo me recuerdan la quiebra del gigante Nemrod, el cazador bíblico por excelencia, responsable de la erección de la torre de Babel y quien encarna, en consecuencia, la confusión de las lenguas. Me aproximo, pues, con curiosidad al signo de Nemrod. En su encrucijada se atisban y se pierden los pormenores de la fisura de algo eminente, de aquello que parece ser causa primordial de la identidad quebrada de la poesía y de su anhelo de unidad. Agamben me guía ahora en mi segunda pista. Si Nemrod es castigado con la confusión de las lenguas, su falta debió estar asociada con el lenguaje. Acaso su pecado haya consistido en aspirar al perfeccionamiento artificioso de la lengua dada a los humanos, lo cual le hubiera otorgado un poder ilimitado a la razón. “La caza de la lengua” llama Agamben a esta gestión. “Argumento de la mente” la denomina Dante en El Infierno. Significativamente, la condena que le impone Dante a Nemrod —“cazador ante Dios”— es a emitir sonidos carentes de sentido, a soplar el furor de su insania en el cuerno. Algo intrigante resulta, luego, el hecho de que, en De vulgari eloquentia, Dante figure su propia búsqueda del vulgar ilustre como una caza, y más aún, que la lengua que persigue cazar adquiera la forma bestial de una pantera. Ilustre, cardinal, áulica y curial: así debía ser esa lengua. Ilustre, por su iluminación; cardinal, porque debían converger en ella todos los dialectos; áulica, porque debía entrar en la corte; y curial, porque debía ser ponderada y justa. Mas, ¿no entrañaba esta gestión cierta insolencia? ¿No era ésta, acaso, una profanación alineada con la de la torre de Babel? En efecto, si se le juzga por estos requisitos, la caza de la lengua de Dante era, en gran medida, una reversión de la clausura del reino y de la dispersión babélica. La aspiración del poeta quedaba así asimilada a la de Nemrod. Así las cosas, en los orígenes de la tradición occidental, la búsqueda de la lengua poética queda puesta bajo el signo desquiciante del cazador proverbial. El afán y el extravío de Nemrod son un recuerdo del riesgo moral implícito en todo intento de restituir el esplendor inicial de la lengua; de ahí el peligro de la pantera. En las palabras de Agamben, “la caza de la lengua es, a la vez, arrogancia antidivina, que exalta el poder razonador de la palabra, y búsqueda amorosa que quiere, en cambio, poner reparos a la presunción babélica”.
Yo llego a mi poética más por Santo que por Agamben —lamento decepcionar a los eruditos y a los poetas serios. Ahora bien, “Santo” debería leerse —también— como sinécdoque por todo un caudal de la cultura popular que empalma mi escritura poética con la inocencia lingüística, como búsqueda y nostalgia de una lengua poética anterior, perdida por las quiebras de las antiguas mitológicas. Dije que los niños, los locos y los inmigrantes todavía mal integrados tienen la virtud de encausarnos por los vestigios de esa lengua fabulosa; añado a éstos a ciertos héroes de la cultura popular, a la embriaguez, al ridículo y a los sueños. A Agamben yo lo descubrí ayer; a estos otros los he llevado conmigo desde pequeño.
Aun así, es alentador saber que la filosofía me confirma. Algunas zonas de los ensayos sobre poética de Agamben me resultan, cuando no iluminadores, estimulantes por demás, pese a que, por lo general, su marco eurocéntrico es limitante y pese a que su concepto genérico del “hombre” tampoco ayuda a validar la marginalidad ni la diferencia. Algunas de sus reflexiones que no llevan sello de poética a menudo me hablan más sobre poesía que algunas de las que lo llevan. Pienso, por ejemplo, en su aserción del Genius como potencia impersonal y externa que impulsa los caprichos de la creación. Pienso en su ensayo en torno a la relación entre magia y felicidad, particularmente, en la discordia que plantea entre felicidad y merecimiento, en su definición de la magia como una gracia que nos toca en el punto en el que no está destinado que nos toque, y en su comentario sobre la lengua secreta de los niños como liberación de los nombres dados y como culmen de la felicidad. Pienso, así mismo, en sus sugerentes proposiciones en torno al gesto y la historicidad en la fotografía, y en torno a la exigencia ante el olvido en la misma. Por supuesto, tampoco olvido su elogio de la profanación, el cual estimula a los usos de la poesía como restitución subversora, ni, mucho menos, su grácil texto “Los seis minutos más bellos de la historia del cine”, cuya recapitulación de una escena quijotesca del cine de Orson Welles invita a la locura en la creación.
Todas estas reflexiones de Agamben, y varias otras contenidas en otros ensayos suyos que tampoco se anuncian como poética, sin duda están alineadas con mi entendimiento de lo que es la poesía. Ahora bien, entre los fragmentos de la ensayística del filósofo italiano rubricados como poética se puede ir sondeando el zurcido de un concepto de poesía que tal vez sirva para anudar todo lo planteado hasta aquí, aunque, en definitiva, tal concepto nos lance más hacia el enigma que hacia la luz. En efecto, disperso en esa ensayística se encuentra lo que quizás sea la única definición de poesía que me resulte, si no absolutamente convincente, seductora; pero, repito, orientándonos hacia lo oculto. ¿De qué otro modo podía ser?: se trata de una definición dada por la tensión y por la fractura, no por la unidad ni por la organicidad. Para tal definición, Agamben nos lleva al punto abismal del encabalgamiento, ese risco tensionado entre el deslizamiento y la salvación. ¿Quién que haya leído o escrito poesía no ha sentido vértigo al final del verso? ¿Quién no ha dudado al llegar a él? ¿Quién no ha sentido una tensión o una fisura suscitada por ese instante de indecisión —o de decisión? La hemos sentido todos desde siempre. La sentimos al emprender nuestra primera lectura de poesía cuando niños y, desde entonces, nunca hemos dejado de sentirla. ¿Qué hacer al final del verso, pausar o lanzarse al vacío siguiendo el flujo vertiginoso de la lectura? Pero lo fundamental de este síntoma es lo que se escinde con él. Siempre se le piensa a la poesía como unidad o como integridad, particularmente, de forma y fondo. Lo que no vemos, aunque inevitablemente lo experimentemos, es que se trata de una aspiración nostálgica. Aspiramos a la unidad en el poema porque eso es justamente lo que nos falta, lo que siempre está más allá de nuestras posibilidades, lo que nos ha sido vedado. Así pues, por el reverso, la aspiración a la unidad es en sí sintomática de la fisura. De ahí que una manera medianamente justa de decir lo que es poesía sea situándonos en el momento crítico del encabalgamiento para notar, lo que todos hemos intuido desde siempre al leer o al escribir poesía, que ésta no vive sino en la tensión y en la escisión entre sonido y sentido, entre homofonía y palabra, entre emoción e información, entre rito y mito, entre métrica y sintaxis, entre la identidad del verso (en latín, versus, adverso, en oposición a) y la vertiginosa continuidad del signo (como sustantivo, versus significa surco, y versura, en italiano, el punto al final del surco en el que el arado da la vuelta para continuar), entre semiótica y semántica, entre poesía y filosofía.
En los tratados de poética de Agamben, todo parece gravitar hacia escisiones fundamentales. La poesía es búsqueda de integridad y de unidad porque su naturaleza es quebrada. En los orígenes míticos, ya lo vimos, nos topamos con la fragmentación de la lengua poética anterior. La poesía mística dramatiza, quizás mejor que ninguna otra, la pérdida del orden original. Aunque el místico alcanza la unidad con la divinidad, no puede comunicarla; sólo puede codificarla mediante emblemas. La divinidad es totalidad; el lenguaje, porosidad y abstracción. La actividad creadora mediante el lenguaje ciertamente es profanación. Profanar, nos dice Agamben, significa “restituir al libre uso de los hombres aquello que había sido quitado del derecho humano”. Aun así, se trata de una actividad meramente consoladora. El lenguaje es nuestro consuelo porque con él jugamos a crear como —o con— la divinidad, jugamos a ser Dios. Pero, a la vez, ese mismo lenguaje nos recuerda que estamos separados del reino. La divinidad es suma y unidad y, como tal, no requiere de lenguajes. En ese sentido, la unidad sería lo opuesto al lenguaje y a la poesía —al menos, a la poesía que queda después de la confusión y el extravío, de lo que Steiner denomina la segunda expulsión del reino.
Poesía y filosofía: se trata pues de dos detonadores fundamentales del devenir poético que, como el positivo y el negativo de la corriente eléctrica, se necesitan pero no se tocan. De hecho, están siempre en tensión, apuntando en direcciones opuestas. ¿Y qué del poema en prosa?, alguien podría objetar. En el poema en prosa, habría que decir, la tensión todavía se mantiene por la conciencia que se tiene de la ausencia del verso. La conciencia que activa un cuento en prosa o un ensayo —trátese de la del escritor o de la del lector— no es la misma que activa un poema en prosa. Pero, independientemente de la relación entrañable entre poesía y filosofía, e independientemente de los esfuerzos realizados por pensadores de envergadura, como Nietzsche, Heidegger, Valéry, el propio Agamben y Jean-Luc Nancy, por entenderlas como parte de un mismo orden —María Zambrano más bien las ve como mitades o insuficiencias de lo humano—, nada garantiza que el mejor filósofo vaya a dejarnos un mejor poema que un estudiante de pregrado, uno de secundaria, o —aún menos— uno de escuela elemental. Nada tampoco garantiza que su gran urgencia teleológica sea más apta para la poesía que las cuestiones íntimas, cotidianas o nimias de los demás.
***
Rubén Darío, cuya conciencia e intuición literarias no dejan de sorprenderme, mostró cierto interés por la figura de Nemrod en su poesía. Encontramos alusiones al gigante bíblico en dos de sus poemas más conocidos, “Caupolicán” y “A Roosevelt”. Es difícil saber si el laureado poeta modernista llegó a entrever la relación que se plantea entre Nemrod y la caza de la lengua. En “A Roosevelt,” Nemrod no pasa de ser un mero símbolo que acentúa el brío y la soberbia del presidente estadounidense Theodore Roosevelt y de su nación. No así en “Caupolicán”, uno de los textos que mejor atestiguan la marcada conciencia literaria de Darío. En “Caupolicán”, el poeta sabe que poetiza sobre una figura con claros perfiles literarios; no hay duda de que la imagen de su héroe araucano está sacada del poema épico La Araucana, de Alonso de Ercilla. Más difícil sería saber si alguna vez supo que la escritura de La Araucana está mediada, a su vez, por la de Orlando furioso, el afamado poema épico del humanista italiano Ludovico Ariosto. En cualquier caso, Darío escoge legitimar a su héroe protoamericano, vinculándolo con figuras de la tradición occidental, Hércules, Sansón y Nemrod. De ese modo recupera a Caupolicán y legitima su poesía para sobre ella fundar la identidad hispanoamericana. Mas aquí se nos abre una pista, un guiño; acaso una leve indicación. En el poema, la alusión a Nemrod podría estar apuntando hacia algo más trascendental que la fuerza y el heroísmo. “Nemrod que todo caza” llama Darío a Caupolicán. Acaso ese “todo” no sea una burda hipérbole: “todo” podría significar aquí la totalidad, es decir, la lengua poética eminente que da acceso a la unidad divina. Si es así, Caupolicán sería, como Nemrod, encarnación de la poesía, en su caso, de la naciente poesía hispanoamericana.
Mas el interés de Darío en Nemrod no se limita a las alusiones en estos dos poemas capitales. Si se hurga en zonas antológicas menos socorridas de la poesía del bardo modernista, uno descubre que, en la evolución de dicha poesía, Nemrod deja de ser una simple alusión para alcanzar cierta centralidad. Así es. Significativamente, en un poema ulterior de Darío de menos rango, titulado “Nemrod está contento”, el cazador aparece como un niño, gozoso y travieso a la vez, redimido por la gracia del Espíritu Santo, junto a una serie de figuras de los diversos órdenes que el advenimiento en vuelo de paloma también libera y renueva. En este orden poético de corte nuevo testamentario, cabe notar, a Nemrod no se le reconoce por la santidad, sino por su diablura.
Nemrod es locura y es poesía. En la Divina Comedia, su figura se vuelve emblema por excelencia de la disolución de la correspondencia entre el sonido y el sentido. En él, el sentido se escurre y se pierde, quedando el sonido, el estruendoso bramido del cuerno —el cual, de algún modo, siempre se puede vincular a la música—; el mero hecho de que se necesiten dos términos, uno para cada función, es, en sí, índice del cisma que ha tenido lugar. Queda también la lengua fragmentada y confusa en forma de ruina, la confusión de las lenguas —aunque, se podría argüir, siempre sujeta a algún tipo de interpretación. Así las cosas, la lengua de Nemrod es memoria de la caída, del fracaso resultante de la osadía de querer acceder a la unidad por medio de la razón, del querer estar en lo simbólico y en la unidad a la vez, del pretender traer lo simbólico al interior de la unidad para usurpar su luz. Todo, de una manera excepcionalmente alegórica; todo muy humano, por cierto.
Por supuesto, nada de esto está desvinculado de “lo real”. Esa lengua hecha de fragmentos de lenguas recuerda a la poesía escrita y declamada en lenguas fronterizas. Pienso, por ejemplo, en la literatura nuyorican, la cual de ordinario hace uso del code switching y del Spanglish. Pienso, particularmente, en un poeta como Tato Laviera y en su poemario la carreta made a U-turn. En Laviera, el code switching figura prominentemente, a tal punto que en un poema como “my graduation speech” se desarrolla una estética de la confusión; la reapropiación y la ironía se vuelven su suplemento. Cuando al final de su discurso de graduación el poeta dice “¡ay, virgen, yo no sé hablar!”, ya ha hablado con creces. Ciertamente ha dicho lo “jodío” que es habitar una zona colonial y cultural fronteriza, pero también ha mostrado que su lengua es una inteligencia y que entraña saberes, y que es muy oportuno responder al trauma y a la marginación desde ella. Más importante, quizás, ha validado la confusión lingüística como lengua y como opción estética.
Laviera es además un poeta afro-puertorriqueño que asume su identidad racial y la africanía en su poesía, lo cual también es significativo. Recordemos, en las ontologías de lo nacional en Puerto Rico y en Hispanoamérica, la negritud frecuentemente ha sido figurada como confusión, como una zona inmadura de la identidad. También, como una zona deficiente de la lengua. En ellas, el negro es aquel que no sabe decir, aquel que no tiene qué decir y aquel que no tiene que decir (aquel que no se supone que hable) —de ahí que cuando el minstrel habla y acierta, su acierto genera risa, se vuelve circo. Más aún, en vista de que se le representa como a alguien que “todavía” no ha borrado del todo las marcas de las inflexiones africanas en su español, el negro queda reducido a un sujeto “todavía” mal integrado, a alguien que “aún” no ha alcanzado el ideal de lo nacional. Otras veces se le reduce a un recuerdo vago del pasado, a alguien “ya superado” en el ser nacional. En cualquiera de los dos casos, se entiende que la negritud es incompatible con la unidad nacional —no olvidemos que la nación es un concepto unitario u homogeneizador. Laviera objeta la representación minstrel, como es de suponer. Luego, siguiendo a veces los códigos poéticos de Luis Palés Matos, asume la influencia de las voces “afro-puertorriqueñas” y “afro-caribeñas”, como mejor las entiende —aunque algunas inscripciones de dicho entendimiento puedan resultar algo problemáticas— y las hace parte de su estética de la confusión y de la reapropiación, de la lengua fronteriza que le da arreglo a su poesía. Y claro, también incorpora en su escritura la lengua puertorriqueña en un sentido amplio, otra lengua que en los discursos de la hispanidad ha sido designada zona marginal, deficiente y confusa del español, debido, primero, a la influencia de los acentos africanos y de extracción campesina, y luego, debido a la interferencia del inglés en ella a partir de la relación colonial de la Isla con los Estados Unidos.
De modo que, desde estos tres frentes lingüísticos, la poesía de Laviera se acoge a la estética de la confusión. Como en toda alegoría, queda en ella la memoria de la expulsión y del disloque, la memoria vuelta resistencia. Si “against muñoz pamphleteering” codifica el recuerdo de la migración a los Estados Unidos como expulsión y como trauma, como memoria de un sacrificio realizado en aras de un reino promisorio que luego prueba ser falaz —la utopía de la modernización de Puerto Rico; Luis Muñoz Marín como patriarca redentor y profeta; los Estados Unidos como tierra prometida—, en “my graduation speech” y en “Nideaquinideallá” —entre otros poemas—, el poeta se instaura en el disloque y en la confusión de las lenguas para desde ahí formular su crítica, afirmarse y celebrarse.
En lo tocante a la poesía como inocencia lingüística, no creo que haga falta decir mucho. ¿Qué es la metáfora, en sus diversas variantes, sino inocencia lingüística, el privilegio del eje vertical sobre el horizontal o sintagmático? ¿Qué es la sinestesia sino una reminiscencia fresca y difusa de la armonía original? En Heidegger, la inocencia se encuentra con la vuelta al periodo presocrático, en el que poesía y filosofía se hallan homologadas, como paliativo a la razón lógica, a la preeminencia de la exactitud o del cálculo científico que reduce todo a su medida. Se restituye volviendo a la edad tierna de la filosofía para liberar al pensamiento de la sintaxis predicativa y conceptual y para desfijar la palabra, devolviéndole su polivalencia y multiplicidad de sentidos —aunque claro, en Heidegger todavía son notables la valoración del rigor del pensar poético, el pudor y la aversión al desvarío; tal vez por eso, a pesar de su crítica de la razón, en su interpretación del poema de Parménides la diosa corresponde con la diosa de la verdad y no con Perséfone, figura que guía a entender el viaje del poeta como descenso órfico, como un ritual de incubación propiciatorio de revelación. César Vallejo y Carmelo Rodríguez Torres son dos escritores que encuentran en la inocencia una vía segura hacia la poesía: el habla materna del niño que apenas comienza a encontrar arraigo en el reino de lo simbólico; el candor lingüístico del inmigrante o del desplazado que todavía no domina del todo la lengua del lugar de arribo. Trilce, en la producción de Vallejo, y Este pueblo no es un manto de sonrisas, en la de Rodríguez Torres, son obras fáciles de citar al respecto, pero en ambos escritores ese concepto de poesía emerge por distintos lados, no se limita a una sola obra.
Sobre la relación entre poesía y locura, tampoco he de elaborar más; se trata de una cuestión de sobra abordada por la literatura y que la propia poesía constantemente dramatiza, desde Erasmo y François Rabelais, pasando por Stéphane Mallarme, hasta Francisco Matos Paoli —por escoger cuatro nombres espaciados al azar. Adviértase, no obstante, que en la tradición occidental esta asociación por lo general ha sido causa principal del estigma de la poesía, más que de su aura. El origen del descrédito de la poesía y su asociación con la locura —en oposición al prestigio de la filosofía y luego de la ciencia— es antiguo; su codificación fundamental parece corresponder, como observa María Zambrano en Pensamiento y poesía, con la emergencia e institución del logos platónico. Pero claro, lo que interesa aquí no es desmentir esa asociación para salvar a la poesía, sino hacerla buena reapropiándola, validándola, haciéndola fértil. En este orden de cosas, vale recordar otro detalle tocante ahora a la locura y el lenguaje. Tanto en el psicoanálisis como en el arte —la literatura y el cine, en particular— la locura siempre está relacionada con las quiebras y las patologías lingüísticas —este es un tema que desarrollo en otro ensayo, así que no voy a abundar en torno a él aquí. Para cerrar esta discusión de una manera elocuente, mejor citar íntegro un bello texto de Eduardo Galeano en el que la locura encarna el mito y la poesía, y quién sabe si la felicidad.
El sol
En algún lugar de Pennsylvania, Anne Merak trabaja como ayudante del sol.
Ella está en el oficio desde que tiene memoria. Al fin de cada noche, Anne alza sus brazos y empuja al sol, para que irrumpa en el cielo; y al fin de cada día, bajando los brazos, acuesta al sol en el horizonte.
Era muy chiquita cuando empezó esta tarea, y jamás ha faltado a su trabajo.
Hace medio siglo, la declararon loca. Desde entonces, Anne ha pasado por varios manicomios, ha sido tratada por numerosos psiquiatras y ha engullido muchísimas pastillas.
Nunca consiguieron curarla. Menos mal.
** *
Darse a la caza de la pantera es una locura, es, en sí, entregarse al panterismo. Es una ridiculez y, por lo tanto, un acto noble. No sé si el más noble de los actos humanos, como creen algunos, pero un acto noble al fin. Nemrod, Dante, los otros poetas citados, don Quijote, Anne Merak: todos provienen de la misma raigambre, la del panterismo. Y de la de la ridiculez. No es casual que, en su invitación al ridículo, Eliade equipare la ridiculez con la sinceridad cuando dice que “no hay un solo acto sincero que no sea ridículo”. Para José Martí, y para los románticos en general, la sinceridad es un requisito indispensable de la poesía, es lo que más la vincula a la bondad de la naturaleza. Las obras que se salvan del ridículo —ya sea por ser perfectas, bien expresadas, bien delimitadas, o por estar racionalmente comprobadas— son obras caducas o muertas, según la apreciación de Eliade —y según Bertolt Brecht. En cambio, las obras y los actos ridículos están preñados de potencia y de virtualidad, pueden ser retomados y profundizados por otros. Significativamente, al designar a Kierkegaard como epítome del ridículo, llamándolo “el loco de Copenhague”, Eliade hace explícito el vínculo estrecho que existe entre la locura y el ridículo, y entre éstos y la poesía —Kierkegaard se concibe a sí mismo como poeta basándose en una definición ético- cristiana y existencial de la poesía. El panterismo, bien visto, no es sólo locura, también entraña algo de discernimiento —nunca sabe la sociedad cuerda cuán loca está. Como en el caso de Nemrod, en él persiste alguna forma de memoria; como en el caso de Santo, siempre es posible que asome en él algún atisbo de conciencia.
Nacido en Patillas. Es catedrático asociado en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Nuevo México. Sus principales áreas de enseñanza e investigación son: literaturas afrocaribeña y caribeña, examinadas a la luz de las teorías de raza y modernidad, y poesía latinoamericana moderna. Es autor del poemario Breaths, del poema en 33 partes Árbol de plaza talado en su novena edad (en colaboración artística con Antonio Martorell) y del libro de crítica Escritura afropuertorriqueña y modernidad. Otros proyectos suyos próximos a publicarse son el poemario Kernel y la colección de relatos El circo.
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