El 18 de julio un grupo de diez amigas del condominio habíamos planificado asistir a la clausura de la exposición de la artista Yamileth Flores-Reyes en Bayamón. Quedamos en encontrarnos a la entrada del edificio a las cinco de la tarde. A esa hora nos reunimos, aunque todavía faltaban algunas que no habían bajado. Veinte minutos después salimos caminando hacia el tren con paso lento, esquivando los numerosos desniveles de la acera y sus peligros. Cruzamos la avenida bajo el sol y por suerte hacía una brisa agradable que me hizo reconocer que, en este día, habíamos tenido mucha suerte con el clima. No podíamos caminar todas juntas y formamos tres grupos. Yo iba al frente con las de paso inquieto y rápido, mientras que otras venían muy atrás, charlando y tratando de mitigar en lo posible las molestias de las rodillas. Llegamos al andén. Vimos el tren pasar atestado de gente que iba en dirección al concierto de Bad Bunny. Nosotras íbamos en dirección contraria. Ninguna había conseguido entradas. Eso me hizo pensar en dos manifestaciones del arte, una verdaderamente masiva en una isla que no dejaba de hablar sobre ese concierto y sobre un artista que se había convertido en una verdadera figura mundial, y otra, menor, íntima, de una artista joven que nos iba a hablar sobre su obra. Uno llenaba un estadio completo en el que no cabían todos lo que querían asistir a su concierto, con vagones a tope y del que todos conversaban, y otro, el de una artista exponiendo su obra en un espacio pequeño y que gracias a nuestra amiga, la ceramista Nora Álvarez, íbamos a conocer esa tarde.
En el tren nos sentamos en grupos aparte. En esa dirección no me sorprendía que el vagón estuviera vacío. Todas conversaban mientras intentaba ver el paisaje y reconocer las paradas. Hubo risas, la sensación de una aventura urbana, algo que siempre se asocia con el tren y que no tiene nada que ver con la rutina o el trabajo. En grupo siempre es divertido.
Al llegar al final del trayecto nos bajamos y volvimos a formar grupos de acuerdo con la velocidad de cada paso. El centro de Bayamón se veía limpio, ordenado, con menos abandono del que recordaba. La brisa y luminosidad de la tarde nos convocaba. No había mucha gente y los acostumbrados gatos realengos nos observaban soñolientos y con poca curiosidad, soportando nuestra cercanía, prefiriendo permanecer tumbados sin salir corriendo.
Desde los balcones vacíos nadie nos miraba. El paseo suscitó recuerdos de algunas del grupo, memorias de las visitas que hacían al pueblo cuando niñas. Por fin llegamos a la galería Unknown Society.
Yamileth Flores-Reyes es ceramista y trabaja con diferentes tipos de barro puertorriqueño. Su exposición se titulaba Entre la tierra y la memoria. Al llegar nos percatamos de que el piso de la galería estaba cubierto de barro rojo, me pareció escuchar que de los pueblos de San Lorenzo y Juncos. Antes de entrar nos calzamos con bolsitas de plástico para proteger nuestros zapatos del polvo.
Ya dentro, pudimos apreciar las figuras de barro y hierro que formaban el grueso de la muestra. Consistía de grandes ábacos, un sube y baja, una chorrera, el juego de tres en raya (tic tac toe) empotrado en la pared, un caballito de cerámica sobre un resorte de hierro y un inmenso columpio. Casi todas las piezas estaban rotas, en desuso, como si hubieran sido abandonadas. El efecto se intensificaba debido al color del barro, de un tono que imitaba el moho, muy parecido al hierro olvidado en la intemperie. Nuestro grupo se movía entre las piezas y las comentaba, todas admiradas por la calidad del trabajo. Nora nos informaba también sobre la artista y cómo se habían conocido.
Ensimismado y con una copa de vino en la mano pensaba en la exposición, sin duda muy sugerente. En un momento pensé que las obras se deshacían y se consumían con el paso del tiempo, tornándose en el barro que cubría el suelo. Una metonimia que revelaba cómo las piezas retornaban al material mismo que las había constituido. Olvidadas por los niños, representaban el abandono, la pérdida de su función y razón de ser. Al mismo tiempo reflexionaba en otra dirección y se me ocurrió que estos mismos objetos surgían del barro disperso y que, poco a poco, habían nacido desde el suelo. Formas en construcción espontánea en espera de ser finalizadas para así convocar a los niños. Una metonimia surgiendo lentamente de la materia al objeto y a la que llegamos aun inacabada. Recordé las posibilidades del tren, la de ir hacia un lugar o hacia su opuesto. Sonreí y luego decidí que me gustaba más la primera lectura.
Luego de una segunda copa de vino pensé que la artista comentaba sobre la niñez contemporánea. He visto en muchas ocasiones los parques vacíos, los columpios abandonados, el metal corroído. La niñez se ha mudado al interior de los hogares, a los cuartos privados, a las urbanizaciones cerradas, pasando horas en el juego inmóvil frente a las pantallas. El esfuerzo físico y la diversión de chorreras y columpios parecería haberse esfumado. Con un sentido profundo sobre nuestro presente, la exposición se convertía en un parquecito anacrónico de reliquias.
Le tocó el turno a Yamileth Flores-Reyes de decir unas palabras sobre su exposición. Con una voz firme y plena de entusiasmo, la artista explicó las virtudes del barro puertorriqueño, sus cualidades sobresalientes, los retos que implicaba como material, a la vez que ilustró la gran conexión que tenía con la política desde la época pre-colombina hasta nuestro presente colonial. Yamileth destacó cómo desde niña ha mantenido una relación estrecha e íntima con el barro particularmente cuando vivía en el pueblo de San Lorenzo con su familia.
Mientras hablaba, noté que el polvo del suelo se había adherido a sus botas negras y en ese instante pensé que ella misma, de cierta manera, había surgido del barro y que mantenía una relación de contigüidad con el mismo. Pude incluso pensar mientras la escuchaba que su discurso provenía del suelo, de la misma manera en que las obras surgían de la tierra roja que pisábamos. Ella era en ese momento una ventrílocua del barro y lo fue también cuando lo manejó con sus manos y lo transformó en esas bellas figuras que aludían a un parque para niños. Su yo estaba volcado hacia el material que usaba en sus obras, formaba parte de su voz y de esa manera se levantaba del suelo y llegaba a nuestros oídos. Miré entonces el plástico que protegía mis zapatos. Estaba cubierto de polvo rojo.
Luego de los merecidos aplausos de la audiencia nos fuimos a cenar. Al abrigo de la noche, pasadas ya varias horas, caminamos hasta la estación del tren y regresamos al condominio.
Había llovido. Con sumo cuidado deambulamos por la acera mojada, esquivando charcos y rogando que ninguna resbalara, mientras los trenes seguían su trayecto con su acostumbrado chirrío metálico. No se escuchaba a la multitud en el concierto de Bad Bunny, demasiado distante. La calle estaba desierta y oscura. Los postes del camino, víctimas del abandono, no funcionaban. Nunca dejamos de pisar la ruina.
FIN