Los aguinaldos son de aquellas costumbres que muy poco ó nada tienen que tildar, y mucho que merece elogio, motivo por el cual, aunque me es grato hablar de ellos, faltarán en este artículo ciertos toques que pudieran darle alguna viveza: ¡es un recurso tan poderoso el enfadarse cuando no encuentra el escritor el medio de salir del atolladero! Falta la facilidad y demás dotes para describir; pues nada de apuro, venga la parte flaca, y demos de firme sobre ella, poniendo una cara de vinagre y convirtiendo la pluma en zurriago. En los aguinaldos no es posible hacer esto por más que uno se empeñe: y ¿quién conservara el carácter de Dómine ante un país entero que se regala, danza y pasea sin acordarse mas que de los Santos Reyes; pretexto seguro para pasar dos días en deliciosa hartura y variada holganza? Fuera pues el carácter serio; cojo mi caballo, lo aparejo, monto en él, y a buscar una trulla de gente conocida. —Manuel Alonso, El jíbaro (1849)
Memorias [1]
Cuando niño, yo vivía para las fiestas de Reyes. Valía la pena esperar trescientos sesenta y cuatro días cada año porque uno sabía que los Reyes volverían. El día de Reyes es el tercer gran día de las fiestas navideñas en Puerto Rico y en varios otros países del mundo hispano. En Puerto Rico se les llama a las fiestas navideñas “las Navidades”, en plural, pues no se trata únicamente de la conmemoración de la Natividad, sino de toda una temporada festiva. Ésta comienza alrededor del 12 de diciembre con la primera Misa de Aguinaldo y concluye con las Octavitas, ocho días de parrandas y festejos que suceden a la Epifanía.[2] En nuestra tradición, el orden de las festividades navideñas es el siguiente. Del 12 al 23 de diciembre, durante la madrugada, se celebraban las Misas de Aguinaldo. Se les llama así a estas misas porque en ellas se cantan aguinaldos conmemorativos del nacimiento de Cristo acompañados de instrumentos musicales del folklore local.[3] Las Misas de Aguinaldo culminan con la Misa del Gallo, que se oficia a medianoche el 24 de diciembre. En Puerto Rico, y en el mundo hispano en general, la noche del 24 se conoce como Nochebuena. Luego, el 25 de diciembre, se celebra la Navidad, el día más grande de la cristiandad. Luego vienen las fiestas de Año Nuevo, que incluyen la víspera de Año Nuevo, o Noche Vieja, y el día de Año Nuevo. Y luego, cerrando ya el ciclo conmemorativo, vienen las fiestas de Reyes, que también incluyen la víspera de Reyes, el 5 de enero, y el día de Reyes, el 6 de enero. Antiguamente, después de Reyes, el entusiasmo parrandero continuaba por ocho días más con las llamadas Octavitas. Hoy día, la vuelta al trabajo y a la escuela dentro de una sociedad industrializada dificulta la celebración de esta tradición, si bien hay personas que se esfuerzan por mantenerla viva.
Las Navidades puertorriqueñas han cambiado substancialmente en las últimas cuatro o cinco décadas. En el pasado, era el sentido comunitario lo que las hacía especiales. Hoy, con la comercialización y la privatización del país, el espíritu materialista y la criminalidad, lo comunitario se ha erosionado de manera notable. ¿Qué incluían aquellas fiestas en mi niñez? Además del aspecto religioso —el cual se hacía visible en las iglesias y las casas con las Misas de Aguinaldo, los villancicos, los rosarios, los dramas del nacimiento del niño Jesús y las promesas a las deidades mayores y a los Santos Reyes— en los barrios, las casas y las escuelas se hacían decorados con motivos navideños y se adornaba el árbol de Navidad.[4] Además, durante el mes de diciembre y los primeros días de enero, se organizaban fiestas y se escenificaban dramas sobre la Natividad, se preparaban comidas típicas del país, se visitaba a familiares y a amigos, se les daba regalos a los niños y, sobre todo, se parrandeaba en cantidad.
Muchas de estas solemnidades y de los jolgorios ocurrían de día, pero, en mi recuerdo, el verdadero espíritu navideño se sentía con más fuerza en la noche. Las Misas de Aguinaldo y la de Gallo se oficiaban en la noche, los dramas del nacimiento de Cristo que se organizaban en las iglesias y los centros comunales de los barrios solían escenificarse de noche, los mejores programas radiales sobre la Navidad eran transmitidos en la noche y las mejores parrandas también se daban en la noche. Hay que tener en cuenta que a casi todas las actividades nocturnas —y diurnas— uno tenía que ir a pie, ya que en ese tiempo muy pocas personas de la ruralía disponían de automóviles. Además, algunas de las actividades se escenificaban en lugares adonde los automóviles no podían llegar por falta de carreteras pavimentadas o caminos adecuados. Así que, durante toda la época navideña, nosotros, niños y adultos, pasábamos mucho tiempo en contacto con la noche.
* * *
En su afamado poema Cuaderno de un retorno al país natal (1939), Aimé Césaire, poeta mayor de las Antillas de habla francesa y de todo el Caribe, ofrece un cuadro de las Navidades en Martinica que mucho también capta del espíritu navideño del Puerto Rico de mi infancia —lo que prueba cierta continuidad cultural de nuestra Isla con el archipiélago de las Antillas menores. Cito un fragmento:
“Las Navidades no eran como todas las fiestas…. Necesitaban toda una jornada de trajín, de preparativos, de cocinados, de limpieza, de inquietudes, de miedo-a-que-esto- no-sea-suficiente, de-miedo-a-que-no-vaya-a-faltar-esto-otro, de-miedo-a-que-nos-fastidiemos; después por la noche una iglesita nada intimidadora que se deja llenar benévolamente por las risas, los cuchicheos, las confidencias, las declaraciones de amor, las maledicencias y la cacofonía gutural de un cantor vozarrón y también por alegres compañeros y francas mocetonas y en las chozas de entrañas ricas en golosinas, nada mironas, se apiñan hasta veinte, y la calle está desierta, y la aldea es un ramo de canciones, y se está tan bien en el interior, y se come tan bien, y se bebe lo que alegra, y hay morcilla, la estrecha que se enrolla como el voluble, la que es ancha y regordeta, el ‘benin’ con sabor de serpol, el ‘violent’, de pimentada incandescencia y el café quemante, y el anís azucarado y el ponche de leche, y el sol líquido de los rones, y todas las cosas sabrosas que se imponen autoritariamente a las mucosas, se nos funden en sutilezas, nos destilan sus delicias, nos tejen sus fragancias, y se ríe y se canta, y los estribillos se enlazan hasta perderse de vista como los cocoteros . . .”.[5]
En mi recuerdo, todo comenzaba al caer la undécima hoja en el calendario. Cuando se iban acercando los días navideños, en los campos y los pueblos de Puerto Rico, se respiraba un aire de alegría, fiesta y religiosidad. Desde finales de noviembre, comenzaban a soplar “los aires navideños”. El Día del Árbol, que antes se conmemoraba el viernes después de Acción de Gracias, como que dictaba la pauta. Después de ese día, soplaba una brisa fresca y juguetona y los prados se llenaban de flores de Reyes, una especie de amapola entre púrpura y rosada, y de campanitas silvestres, de color azul violáceo.
Dos de los recuerdos de las Navidades de mi infancia que con más cariño guardo son el de las parrandas y el de las noches en que, con mis hermanos, me ponía a observar el firmamento para tratar de reconocer las constelaciones. Las parrandas o músicas, como también se les llamaba, eran el alma de la Navidad. Ya de adolescente, yo llegué a ir de parranda varias veces, pero, a decir verdad, las remembranzas de mis noches de parranda no tienen para mí un significado extraordinario. Lo que mi memoria sí atesora es el recuerdo de las parrandas que llegaban a mi casa. A mí me encantaba que nos sorprendieran después de las doce o la una de la madrugada, cuando todos dormíamos. Y así sucedía casi siempre, ya que, en mi casa, por el catolicismo pío de mis papás, no se le servía alcohol a nadie. Así que, por lo general, los parranderos llevaban la música a otras casas durante toda la noche, se tomaban en ellas el ron o el alcohol que les ofrecía, y luego, cuando estaban bien afinados, la llevaban a mi casa. Mi mamá siempre les preparaba algo sencillo pero caliente para que asentaran el estómago: café o chocolate con galletas con mantequilla, queso, salchichón, a veces chicharrones de cerdo o morcillas fritas, y —ya en los 1970s— algunas golosinas de casas comerciales.
Como dije, a menudo las músicas llegaban y te sorprendían durmiendo. Las empezabas a oír entre sueños hasta que caías en cuenta de que estaban en tu patio o en tu balcón. Otras veces, las escuchabas acercándose de casa en casa, preguntándote desde el calor de la cama si finalmente llegarían a tu puerta. Las músicas eran en sí una forma de salutación, de llevar salud(os) y fraternidad. Eran también una forma de felicitar: de desear felicidad y traer alegría a los vecinos y amigos. De ahí que las décimas que se cantaban solieran tener un saludo o felicitación al comienzo y una despedida al final. En el fondo, la música era una expresión de cariño y cortesía tanto de parte de los que la llevaban como de los que la recibían. Que yo sepa, nunca mis papás se negaron a recibir una música ni ninguno de los parranderos hizo nada indecoroso. Al contrario, eran muy corteses y amigables. Eran especialmente simpáticos con nosotros, los pequeños.
En aquellos días, las casas eran muy modestas. La nuestra era de maderas rústicas y no tenía plafón —sólo las de los más pudientes de la bajura lo tenían. Como la pared central no subía hasta el techo, que era bastante alto, había un hueco de alrededor de tres pies entre el caballete y la pared central. Así que cuando llegaban parrandas a mi casa, a nosotros los pequeños nos gustaba subirnos, desde los cuartos dormitorios, en lo alto de pared central para ver desde arriba a los parranderos tocar y cantar en la sala. Vistos desde abajo, pareceríamos gorriones alineados sobre un cable de tendido eléctrico.
Entre el saludo y la despedida, la música de una parranda pasaba por tres momentos principales. Usualmente, los músicos tocaban varios aguinaldos afuera para darle tiempo a los dueños de la casa a que se levantaran. Si se encendían luces adentro y después afuera, era señal de que se les recibía bien. Así que, con el encendido de luces, el fervor de los trovadores y de los instrumentos que los acompañaban aumentaba. Una vez se les abría la puerta, entraban y tocaban y cantaban más. Tocaban y cantaban hasta que los obsequios que se les ofrecían estaban listos. Después que comían y bebían, tocaban uno o dos aguinaldos más. Finalmente, se despedían y se marchaban en medio de alegrías, bromas cariñosas para los niños y votos de amistad para con la familia. Rara vez se sentía nuestra casa vibrar con tanto júbilo y vitalidad como cuando llegaba una parranda.
Luego entrábamos nosotros en acción. En efecto, lo bueno venía tan pronto los parranderos ponían un pie en el batey —o patio. Al grito de la consigna “¡A arrasar con lo que quedó!”, los pequeños nos lanzábamos como buitres o arpías desde lo alto de la pared central a la sala para devorar el salchichón, el queso, las galletas con mantequilla, el arroz con dulce, el dulce de lechosa o cualquier otra cosa que los parranderos no hubieran tocado. Entonces se alertaban también mis hermanas mayores en defensa del orden y los buenos modales. Con furias y amenazas que dejaban corta a la fuerza de choque policial, nos perseguían por toda la casa y ¡ay del que cayera en sus manos! Una vez restituido el orden, volvíamos a las camas a intentar recuperar el sueño antes de que amaneciera.
Así era, había personas que se pasaban las Navidades enteras de trulla en trulla, como también se les llamaba a las parrandas —todavía las hay. Trullaban en los días festivos y en los que quedaban entre medio porque todas las Navidades eran fiesta. Por eso había que estar listo para recibir una trulla cualquier día, a partir del 24 de diciembre o inclusive antes. ¿Cómo se preparaba uno para una trulla? Para el pobre, una botella de ron y un buen trozo de queso o salchichón era lo único que había que tener en casa. Para algunas trullas, el que se les ofreciera pitorro era incluso mejor. El pitorro es un ron caña agrícola y casero con una mayor concentración de alcohol que el ron industrial. Un palo o trago de ron y poco de afecto era lo único que pedía un parrandero. Lo demás venía de ñapa —o por añadidura. Tal es la relación entre las trullas y las Navidades y entre el palo de ron y las trullas que en el cancionero navideño boricua[6] numerosas canciones los igualan. Ésta, por ejemplo:
En estas Navidades,
si no estoy malo,
estaré como el mono,
de palo en palo.[7]
“¡Uy, no: parrandas de borracho!”, dirá el que no sabe. Cierto, pero los que vivimos las parrandas sabemos que el cante jíbaro —como el flamenco y como otros cantes— se suele entonar mejor cuando la voz se vuelve aguardentosa. Para estos cantes, hay que vocalizar duro y sin inhibiciones; la garganta se destapa y entona mejor cuando el trovador está un poco bebido.
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Desde el Aguinaldo puertorriqueño (1843), obra literaria que el ideario criollo-autonomista del siglo XX promoviera como “el primer vagido de la Musa puertorriqueña”, al aguinaldo local se le ha visto como arte rústico. Recordemos que aquella obra la ofrecía un grupo de jóvenes criollos de la incipiente burguesía nacional como regalo alternativo a “las vulgares coplas de Navidad” del campesino o jíbaro. Esto prueba que la tradición del aguinaldo y la parranda ya estaba bien establecida para 1843. En la tradición puertorriqueña, la temática del aguinaldo y de la canción navideña es vasta.[8] Se entona el aguinaldo por el niño Dios, por José y María, por los Santos Reyes, por la estrella de Belén, por los pastores y por una infinidad de motivos bíblicos que trascienden la Natividad. El aguinaldo y la canción navideña buscan, además, lo laico y, a menudo, lo profano y lo picaresco. No obstante, hay también en ellos una voluntad culta que no se debe soslayar. Esto es curioso, pues en América Latina el poeta letrado a menudo incursiona en la décima campesina (llanera, en Venezuela; guajira, en Cuba; jarocha, en Veracruz, México) buscando la “autenticidad” campesina que ésta le provee sin percatarse de que en alguna zona de la conciencia artística del campesino se suele encontrar una aspiración letrada. De ahí que ocasionalmente ese trovador —jíbaro, en el caso de Puerto Rico— se aventure en exploraciones históricas, filosóficas, literarias, míticas, metapoéticas y de otra índole.
En efecto, el trovador jíbaro no sólo tiene el requisito de demostrar su maestría en el rimar, sino también en el saber.[9] Yo recuerdo haber oído décimas jíbaras sobre las carabelas de Colón, sobre la historia de Egipto, sobre la sabiduría del rey Salomón, sobre los doce pares de Francia, sobre guerras de la historia moderna, sobre inquisiciones filosóficas de distintos tipos y sobre episodios y figuras de la antigüedad clásica. A menudo las imágenes que los cantores creaban eran hiperbólicas; otras veces, surrealistas. De una que escuché de niño, recuerdo los versos de entrada: “En Alejandría/ reinaba un gigante/ En Alejandría/ reinaba un gigante”. De otra que pintaba el amanecer como una gran visión o presagio surrealista, mi memoria no guarda más: “Ya los horizontes/ se van despejando/ Ya los horizontes/ se van despejando”. De otra sobre el diluvio universal, recuerdo casi todo: “Fue muy natural/ se apagó un sol rubio/ un fuerte diluvio/ que fue universal…”. Y de otra de tono filosófico, a penas dos versos y el pie forzao: “diga y no se asombre/ en dónde estaba el hombre/ antes de haber nada”.
Desde luego, en la trova jíbara, esta aspiración letrada tiene sus limitaciones: está limitada por las exigencias técnicas de la décima Espinel y del seis, por huecos en el saber de un sujeto cuya educación libresca ha sido escasa, si no nula, y a menudo también, por el carácter improvisado del cante. ¿Cómo se sobrepone el trovador rústico a estas dificultades? Si el tema es religioso, a través de un saber bíblico que puede haberle llegado de oído y de forma fragmentaría. De no disponer de soportes letrados, se sobrepone creando su propia historia, aventurándose en invenciones y modificaciones históricas, o de otro tipo, que al fin y al cabo resultan más poéticas y gustosas que la historia oficial. Me acuerdo de una décima sobre el nacimiento de Jesús que dice: “Melchor es de Egipto/ Baltasar de Italia/ Gaspar de Jordania/ como se oye al grito…”. Así va el trovador jíbaro, sometiendo la historia, la religión y la filosofía a la rima mientras crea su propia poesía en el difícil arte de cantar e improvisar.
La Virgen lavaba
San José tendía
El niño lloraba
Joaquín lo mecía.
No es mi intención sacar de proporción la voluntad culta del cante jíbaro, pero insisto en ella en vista de que es una dimensión de este arte que a menudo se pasa por alto. De hecho, yo recuerdo que cuando las trullas venían a mi casa, en los momentos en que se pausaba para comer y beber o para pasar a la siguiente canción, mi papá, quien también era un obrero de campo con voluntad culta, a pesar de su limitada escolaridad, comenzaba a hacerles preguntas a los músicos que en alguna medida ponían a prueba su saber. Les preguntaba sobre la historia de sus propios instrumentos, sobre la jerarquía de sus mejores exponentes, sobre los géneros musicales del país, sobre cuestiones históricas y sobre cualquier otra cosa “inteligente” que se le ocurría en el momento. Recuerdo que eso a los pequeños nos causaba mucha risa.
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Por lo general, los músicos de mi barrio eran de mucha calidad. Yo incluso pienso que la mayoría de los barrios de los setenta y ocho pueblos de Puerto Rico debían tener músicos que hubieran ganado fama a nivel nacional e internacional de haberse expuesto más allá de sus localidades. Pero el músico campesino no aspiraba a tanto. Se conformaba con exhibir sus dotes ante sus vecinos durante las Navidades, época en la que todos se volvían hacia él y lo buscaban para ir trullar. En esa época, ese músico era rey. Y claro, cada año también despuntaban pinos nuevos. Parte del placer de las parrandas estaba en descubrir a los nuevos talentos del barrio. En ver que en la trulla que llegaba a mi casa estaba aquel “manganzón” que entre segundo y sexto grado de escuela elemental se había colgado infinidad de veces, y que “nunca” sería más de una F o una D, pero que esa noche se me revelaba como un hábil tocador de sinfonía de mano —o acordeón— o como un gran guitarrista. O en ver a aquél otro muchacho tímido que en la escuela hablaba poco y bajo: qué timbre de voz tenía en las décimas, qué bien entonaba la promesa a los Santos Reyes.
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Uno de los temas dominantes en la décima y el seis puertorriqueño es el de la comida tradicional asociada con la Navidad. De la infinidad de letras que podría citar, saco del recuerdo una al azar:
Que nadie se quede
sin echar un pie.
Entonces, después,
vengan los pasteles,
el lechón que huele
y la gandinguita,
y las morcillitas,
tradición de antaño,
las fiestas de este año
lucen más bonitas.
De niño, yo siempre quise ver un lechón asao a la barita en el batey de mi casa. En todas partes uno oía decir que el lechón asao, el arroz con gandules, las morcillas y los pasteles eran la esencia de la identidad puertorriqueña en su expresión culinaria.[10] Lo oía uno en la radio, en la música y en la escuela; lo veía en las láminas y los dibujos que adornaban los salones de clase durante el mes de diciembre. Sin embargo, yo nunca tuve la experiencia criolla de ver un lechón dando vueltas en la varita. Al menos no la viene a tener hasta entrar en la adolescencia. A lo más que llegaba era a ver los pedazos de lechón asao, brillantes, en las vitrinas de los carritos de los comerciantes ambulantes que iban a la plaza de recreo los domingos a venderles comestibles a los feligreses que salían de la iglesia. Arroz con gandules, chicharrones, morcillas y pasteles sí comía todas las Navidades, pero lechón asao, no. Debo decir que en mi casa siempre se criaba uno que otro cerdo. Pero esos cerdos no estaban destinados a la varita. El cerdo que mi mamá criaba frecuentemente no llegaba a la Navidad. A menudo, ella lo vendía por treinta y cinco, cuarenta o cincuenta dólares para comprarnos ropa y efectos escolares al comienzo del año escolar o para remediar otras necesidades en la economía del hogar. Ocasionalmente, en mi casa se mataba un cerdo en Navidades, pero ese cerdo se compartía con familiares y vecinos. Asarlo entero era poco práctico en tiempos de necesidad y cuando no se disponía de congelador. Así que el cerdo se arreldaba[11] y se le mandaba un pedazo a la abuela, otro a los tíos, otro a los vecinos más necesitados y otro a algún vecino al que se le debiera un favor. La carne que no nos comíamos el día de la matanza y que no se repartía se cortaba en tiras y se salaba bien para conservarla. Como no había congelador, se colgaba del techo de la cocina junto con algunas tripas y morcillas.
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Nunca, que yo recuerde, vinieron a mi casa trullas nocturnas con mujeres, aunque demás está decir que en Puerto Rico la mujer tiene su lugar en la trulla tradicional. Recuerdo sí de voces femeninas que sobresalían en los rosarios cantaos y en las rogativas para exorcizar las sequías, pero a esas voces nunca las llegué a escuchar trullando. Eso en mi barrio; pero cuando pienso en la música jíbara que yo escuchaba en la radio de niño —y que sigo escuchando hoy en grabaciones— llego a la conclusión de que mis voces favoritas siempre fueron las de dos mujeres: Priscila Flores y Ernestina Reyes. Estas dos samaritanas —como comúnmente se les llama a las mujeres del pueblo de San Lorenzo— que responden, respectivamente, a los seudónimos artísticos de la Alondra y la Calandria, fueron relativamente populares en su tiempo. Ambas grabaron en los 1960s con Ansonia Records, uno de los sellos discográficos más distinguidos de la música latina de aquel entonces, y alcanzaron algún reconocimiento internacional: Ernestina, en el este de los Estados Unidos, y Priscila, en países latinoamericanos como Colombia. En ambas, el timbre de voz es potentísimo. En Priscila, el timbre tiende a ser más fino y alto; en Ernestina, más grave y aguardentoso. En Ernestina, la voz siempre parece la de una mujer entrada en edad, lo que la transforma —según ciertas apreciaciones— en la quinta esencia de la voz femenina en el cante jíbaro. Claro, para los 1970s, cuando Priscila ya entraba en edad y su cuerpo se le volvía el de una matrona, la voz se le vuelve más grave y robusta, ganando en poder y belleza. Lamentablemente, no está accesible —hasta donde yo sé— la documentación musical que confirmaría lo que afirmo. Me refiero, por ejemplo, a las grabaciones que la Alondra realizara como cantante principal del Ballet de Folklórico de Tony D´Astro. Sólo la voz de María Esther Acevedo me conmovía tanto como la de ella al entonar las “Cadenas tristes” —“Todo aquél que anda de noche/ arrastrando las cadenas/ lleva un dolor en el alma/ y va ocultando una pena”.
Lo cierto es que la discografía de Priscila Flores accesible al público es escasísima, por no decir inexistente. Hace alrededor de veinticinco años, yo emprendí un rastreo de sus grabaciones por el este de los Estados Unidos y por Puerto Rico con resultados infructuosos. La propia casa Ansonia no tenía nada de la artista en su inventario. En el pueblo de San Lorenzo, el teatro municipal lleva el nombre de Priscila Flores, pero las mismas personas que laboraban en él nada podían ofrecer de la música de la Alondra. En el museo municipal del mismo pueblo, había una pequeña sección dedicada a ella y a la Calandria, pero también allí la música de Priscila —como la de la Calandria— brillaba por su ausencia. Sólo en un rincón de una de las antiguas distribuidoras de discos de la Parada 15 en Santurce (ya desaparecida) vine a dar con una cinta de casete de Priscila Flores, producida por Ansonia. Se titula Navidad. No está fechada, pero estimo que debió haber sido grabada temprano en los 1960s. En ella se puede apreciar la excelencia de la voz de la Alondra, particularmente, en los últimos tres números: “Canto al amor”, “Aguinaldo mayagüezano” y “Saludos de Navidad”.[12]
Menos difícil de encontrar resulta la música de Ernestina Reyes cuando se le busca en tiendas especializadas en folklore boricua. Esto quizás se deba a la fama que ganó la Calandria entre los puertorriqueños en Nueva York, ciudad en la que vivió la última parte de su vida. Podría deberse también a sus famosas controversias en décimas con Chuíto el de Bayamón y con Ramito, dos pilares masculinos de la trova jíbara que gozan de mucha más difusión.
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Llegó el nuevo año,
despierta, despierta.
Ábreme la puerta
que no hay nada extraño.
Ya se ve el rebaño
y el ruiseñor pardo.
Un olor a nardo
perfuma el ambiente
y un tiple doliente
levanta gallardo.[13]
En Saludo a mi islita, disco que grabara la Calandria con Claudio Ferrer y sus Jíbaros para el sello Ansonia, hay un aguinaldo que a mí me resulta entrañable; se titula “Jardín borincano”. Es el último de la colección y fue compuesto por J.C. Ríos, un nombre desconocido —al menos para mí— entre los compositores de nuestro suelo. Pese a esto y pese a estar interpretado por una voz femenina, ese aguinaldo da la medida —tal vez mejor que cualquier grabación que yo haya escuchado— de las trullas navideñas que venían a nuestra casa cuando yo era niño. Hay en él algo antiguo, algo atávico, si se quiere. Se trata de un saludo en Año Nuevo. A juzgar por la letra de la canción, los músicos han llegado a la puerta con la aurora, lo que hace suponer que han trullado toda la noche. Tanto en la voz de la trovadora como en los instrumentos que la acompañan, se siente el peso una noche entera de parranda. Acaso estén cansados; pero si es así, el aguinaldo gana, en vez de perder, con el rigor del parrandeo. La cantante despoja su canto de “excesos”, reduciéndolo a sus elementos más básicos. Para empezar, se acoge a una de las modalidades más típicas de la vasta variedad del aguinaldo puertorriqueño. Su canto es alto y vibrante, pero nunca extremado. Lejos estamos de aquella Calandria que solía enfrentarse en controversias con Chuíto y Ramito a toda garganta. Ahora la Calandria “simplemente” encuentra varios registros cómodos a su voz y se mantiene en ellos, casi monótonamente, a lo largo de las cuatro décimas. Nada está forzado, a pesar de esa tensión explosiva y autocontenida a la vez inherente a la cantante, que ahí, en el “Jardín borincano”, encuentra su mejor expresión.
El cante no apresura a la música ni la música al cante. Ambos marchan despacio en un compás perfecto. Se diría que ambos paladean cada frase y cada nota en ese compás sin prisa. El aguinaldo es el más rústico y proverbial de la colección. El conjunto de Claudio Ferrer también se despoja de “excesos”. A diferencia de otros números en el disco, aquí están menos diferenciados los bongós, instrumentos heredados con el correr de los siglos de la tradición afrocaribeña. No aparece la sinfonía de mano, añadida a la música jíbara durante el siglo XX —aunque sea un instrumento menos imprescindible. Sólo un cuatro, un bajo acústico, un güiro prominente y dos maracas se hacen indispensables. La sencillez también toca a la improvisación. Los solos de Ferrer en cuatro —si se les puede llamar así— no sólo son escasos, sino también económicos. Hay en ellos, y en la música toda, un notable desinterés por la virtuosidad. Si la Calandria evita repetir el último verso en las primeras tres décimas, a despecho de la costumbre jíbara de reiterar el pie forzao, los repiques del cuatro se vuelven meros acentos sobre las notas más transitadas del aguinaldo puertorriqueño. Yo incluso diría que son lugares comunes. Y aun así, son de una riqueza extraordinaria.
El “Jardín borincano” tiene todo el sabor de un canto ceremonioso. Tiene la cualidad de una inscripción emblemática sobre el pentagrama del recuerdo. Búscalo para que escuches a esa cantante soberana en la cima de su excelencia. Si lo oyes con el volumen alto, quizás sientas algo de la emoción que me provocaban aquellas trullas que llegaban a mi puerta en las madrugadas de mi infancia.
* * *
Ahora bien, ¿por qué hablar de la música jíbara con tono nostálgico? ¿Acaso esa música no existe hoy? Es que para mí la música jíbara de hoy tiene otro sabor. Quizás haya más artistas en la actualidad dedicados a esa tradición que en la segunda mitad de los 1970s y principios de los 1980s, cuando sólo se exponían en los medios de Puerto Rico los cuatristas y cantantes de envergadura. Actualmente, hay escuelas de cuatro bien instituidas e iniciativas de todo tipo para mantener el folklore. Abundan, así mismo, los artesanos del cuatro. Por aquí y por allá aparecen practicantes del instrumento orgullosos de poseer uno tallado “de una sola pieza” de madera.[14] Quizás por todo eso el sabor de la música cambia. Yo siento que la música de los 1950s y 1960s era más rústica, pero más orgánica. Pasa, un poco, lo mismo que con el jazz, el blues, la salsa y otras formas musicales. Esto no implica que los músicos de hoy sean inferiores; quizás sean más virtuosos. Pero tienen otra alma, siento yo. Al volverse más ágil y expansivo en su lenguaje, el cuatro a menudo se vuelve más ácido y pierde pecho y sentimiento. Se vuelve, además, menos orgánico a la música.
Más allá de este juicio impresionista, hay algo intrigante en torno al cuatro puertorriqueño que bien vale la pena apuntar aquí. Me refiero a la posibilidad de que este instrumento—considerado hoy por las mayorías el instrumento nacional—ni siquiera haya sido parte de la parranda puertorriqueña en muchas comunidades de la Isla durante la mayor parte del siglo XX. En efecto, para muchos puertorriqueños, el cuatro debió haber sido un instrumento raro. Nunca fue parte de las parrandas de mi barrio durante mi infancia. Que yo recuerde, a mi casa nunca vino una trulla con cuatro hasta 1974 o 1975. Recuerdo bien aquella primera trulla con cuatro que llegó a nuestra puerta, porque luego yo me integré a ella —para aquel entonces yo tendría diecisiete o dieciocho años. El cuatrista en cuestión era un muchacho puertorriqueño criado en Nueva York cuya familia, oriunda de Guardarraya, había regresado para radicarse en nuestra vecindad. Era el primer cuatrista que yo le conocía a mi comunidad. Previo a él, yo sólo había escuchado o visto el instrumento en la radio, la televisión y, en un par de ocasiones, en la iglesia. Previo a él, las trullas que circulaban por el barrio se orquestaban alrededor de la guitarra.[15]
Varios amigos puertorriqueños de otros pueblos de la Isla, de mi misma generación, comparten experiencias similares a la mía. Las palabras del poeta y crítico afrohumacaeño Israel Ruiz Cumba, en particular, son dignas de citar: “Aun ya en la ‘modernidad’, las parrandas de mi barrio no incorporaban el cuatro. Creo que el cuatro se impuso luego con la solidificación del mito telúrico-racial del jíbaro de la montaña que impuso el muñocismo”.[16] Yo incluso añadiría que a partir del muñocismo el instrumento siempre estuvo rodeado de aura elitista.[17] Lo que se plantea aquí, entonces, es la posibilidad de que el cuatro moderno, relevante en el desarrollo de la música folklórica mediatizada, no haya sido central en la experiencia musical directa de una gran parte de la población puertorriqueña en la isla durante las primeras seis o siete décadas del siglo XX; y que su recuperación y reclamo como instrumento nacional hayan estado alineados —como sugiere Ruiz Cumba— con la promoción del jíbaro como sujeto nacional puertorriqueño por una elite criolla durante el periodo de hegemonía política y cultural del partido Popular Democrático que capitaneara Luis Muñoz Marín a partir de los 1950s; pero que su auge y difusión no vinieran a cristalizar hasta pasada la década de los 1970s. Previo a los 1980s y 1990s, si se juzga por la experiencia directa de una buena parte de nuestra población, el instrumento central de la música campesina local durante el siglo XX debió haber sido la guitarra.[18]
En cuanto a los trovadores, hace ya mucho tiempo que no oigo uno que me cautive, uno que me haga decir “éste sí es un trovador fuera de serie”. A veces, cuando voy a Puerto Rico, encuentro uno que otro que canta bien, pero rara vez con uno que asombre. Lo mismo sucede cuando veo los programas de música jíbara que se televisan semanalmente por WAPA televisión. Quizás el último gran exponente del cantar jíbaro a nivel nacional haya sido Andrés Jiménez. Claro, yo extrapolo, pues que no conozco todo lo que existe en el país hoy —tampoco llegué a conocer una fracción de lo que existía en los años de mi infancia. Aun así, si alguien me dice que todo esto es pura impresión y nostalgia, no discuto: después de todo, ¿qué memorias están exentas de nostalgia? Pero la realidad es que somos otros. Esos sesenta y pico de años de modernización defectuosa nos han transformado. La conciencia social y artística del campesino puertorriqueño era otra; su cuerpo y sus deficiencias físicas, también. La mayoría de los cantantes de barrio que yo conocí en mi infancia eran hombres flacos y, en algunos casos, injillíos.[19] A penas llegaban a cuarenta o cincuenta años y ya habían perdido la mayoría de sus dientes. El mejor de todos, Bienvenido Ramos —el de San Bartolo— a los sesenta y pico de años, los había perdido casi en su totalidad. Era una pérdida que definía la voz en el cante. Chuíto el de Bayamón —el Chuíto que grabara para Ansonia— también parece exhibir alguna deficiencia. Cuando uno escucha bien a Chuíto, da la impresión de que ese gran cantante tiene un defecto en el habla, de que tiene algún tipo frenillo.[20] Las mismas Priscila Flores y Ernestina Reyes eran mujeres algo revejías; eran jíbaras pálidas con marcas de una edad prematura. Todo esto, sin duda, le daba al cante su zona profunda, le daba alma, si se quiere. El cantar jíbaro de antaño era también de otra naturaleza porque las formas de hablar eran otras. Había en él inflexiones inherentes al habla popular, inflexiones que se le salían al cantante improvisadamente. Ramito, Germán Rosario y Chuíto el de Bayamón son maestros de este arte. En Chuíto, el cante es un constante “alterar” de los patrones de la décima a través de acentos caprichosos y modulaciones. Y es que ese jíbaro pícaro y chusma que él representa es toda una psicología llevada a la décima. Ramito, claro está, es su contraparte. Ramito es el jíbaro serio y honorable, culto y patriótico. En el trovador de hoy, en cambio, estas artes —si acaso se manifiestan— parecen más premeditadas.
Al trovador jíbaro de hoy, en mi estimación, tampoco le favorece mucho la décima de su tiempo. En ese sentido, quizás sea injusto adjudicarle enteramente a su voz el problema que vengo señalando. Muy pocas décimas conmueven hoy.[21] La inmensa mayoría de las que escucho carece de una chispa —idiosincrásica o de otro orden— que la haga centellear. Para encontrar décimas que me conmuevan, que capten bien la poesía jíbara —por un verso, una imagen, una inflexión, una ruptura—, normalmente, tengo que mirar al pasado: (1) “Los réprobos se escondían”, (2) “y si todavía podemos pedir/ danos el sufrir con la sangre fría” (Joserramón Melendes), (3) “Canto al estallido/ de un tiro en la palma/ lo llevo en el alma/ y ahora me despido” (Juan A. Corretjer), (4) “Sansón poseía/ la altura de un poste” (Germán Rosario). Pero ¿qué exactamente era lo que tenía el aguinaldo de antaño que echo de menos en el de hoy? ¿En qué radica nuestra carencia? No sé cómo explicarlo con exactitud, pero algo intentaré decir.
En la décima jíbara, la palabra y el decir tienen que estar dotados de cierta audacia, una gracia que se puede ganar de diversas maneras para generar empatía, asombro, piedad, solemnidad, una sonrisa, otras emociones.[22] La llamo “audacia” por no tener una mejor palabra. Ahora bien, ¿qué le gana la audacia a la décima? A mi modo de ver, la audacia en la palabra y en el decir distrae un poco de la rima.[23] O, lo que quizás sea lo mismo, la suplementa de una manera peculiar. Cuando el verso es audaz, la rima no deja de ser culmen musical —culmen consabido al fin—, pero nos distraemos un poco de ella atraídos por la audacia. En cambio, cuando la décima carece de ese elemento poético audaz, el afán en el rimar se siente demasiado y la décima se vuelve mecánica, bota como un perrillo sin filo.[24] Por lo general, la gente piensa que con escoger un tema típico del campo —o uno jocoso, o de actualidad— y con someterlo al patrón espinel ya se tiene la décima ganada. No es así. Ni en las voces de los mejores trovadores una décima obtusa conmueve. No, no es fácil componer una décima con verdadero aliento poético. En ese sentido, el cantar rústico de antaño —mucho más que el de hoy— era de una gran genialidad.
¿Qué más se puede decir? Aquel cantar, como todo cantar, llevaba la marca de su tiempo. Las Navidades puertorriqueñas, no lo olvidemos, caían dentro del tiempo muerto. Así se denominaba al tiempo del resiembre y crecimiento de la caña, al tiempo en el que no había caña que cortar. ¿Qué significaba esto para el trabajador del campo? Desempleo, subempleo y chiripeo —o pequeños trabajitos esporádicos. En otras palabras, miseria y depresión. Si la zafra —época del corte de la caña— comenzaba en febrero y terminaba en mayo, en diciembre y enero una buena parte del campesinado de las zonas cañeras estaría en el punto más bajo de una larga espera por un trabajo que le proporcionara algún alivio económico a su hogar. Eso, en parte, explicaría el que algunos campesinos pudieran amanecerse trullando en días de la semana “sin preocuparse” de que a las 7:00 de mañana iban a tener que ir a meterle el cuerpo al trabajo. Eso también explicaría el fervor de aquel canto potente que siempre parecía salirle de lo más hondo del alma.
En las décadas de los 1950s y 1960s, el azúcar era todavía la principal industria agrícola de Puerto Rico. No obstante, se trataba de una industria en franca decadencia. Para esas décadas, en la psiquis del campesino ya pesaba enormemente el disloque acelerado por el que atravesaba su comunidad y la sociedad puertorriqueña en general. La quiebra del campo arrojaba como su efecto más delirante una ola de migración sin precedentes en la historia social del país; bien lo codifican la literatura y la música de aquellos años; bien lo registra la memoria de los que lo vivimos. Se estima que durante la década de los 1950s cerca de medio millón de puertorriqueños emigra hacia los Estados Unidos, esto es, más de una quinta parte de la población total de la Isla. ¿Quién que vivió aquellas décadas no recuerda haber visto “embarcarse” hacia “Nueva York”, o partir hacia “San Juan”, a parientes, vecinos (en algunos casos, la familia entera) o compañeros de clase? Yo guardo vívida la imagen de algunos muchachos de mi comunidad del Centro Cofresí que día tras día bajaban a pie por el callejón vecinal que conducía a la bajura. Solían abordar una pisicorre —o carro público— que los llevaba al pueblo, donde mataban el día dando vueltas por las calles o posados en la acera o en la puerta de un bar-restaurante, a cuya vera se estacionaban los vehículos de transporte público. Me queda, más vívida aún, su imagen crepuscular: la del momento en que regresaban con el ánimo cansado, entre las 3:00 y las 4:30 de la tarde. Repechaban la cuesta del camino con paso lento, la camisa desabotonada y el pecho al aire. Traían, a veces, los ojos en el suelo; otras veces, la mirada perdida en la distancia; y otras, el rostro endurecido por el rencor. En todo caso, lo que traslucían aquellos jóvenes adultos era la humillación del ocio. Luego, un buen día, uno se daba cuenta de que ya no estaban. Ya no se les volvería a ver. Eran los cantores de la serranía; con cada uno de ellos se iba un talento.
De algún modo, lo que media entre el cantante jíbaro de antaño y el de hoy es lo mismo que media entre el poeta modernista del siglo XIX y el poeta vanguardista del siglo XX: la codificación de la conciencia de una pérdida. No obstante, en el trovador de hoy esa conciencia no se expresa como ironía ya que ese trovador no asume su arte con un afán vanguardista, sino preservacionista. Se expresa, en ese sentido, como conciencia de que hay una tradición que se pierde y un patrimonio nacional que se debe defender. De ahí que, a partir de los 1970s, y sobre todo hoy, el tema central del cante jíbaro sea la defensa de la tradición que el mismo cante representa. Pero hasta en su porte el trovador de hoy está distante del jíbaro de antaño. Ese trovador de hoy —su pose, debería decir—, que frecuentemente luce sobrepeso, quizás se sitúe en una zona ontológica intermedia entre dos figuras del pasado: la del criollo acomodado, a la que su porte e indumentaria a menudo recuerdan, y la del jíbaro, a la que con su arte aspira a emular. Pensándolo bien, quizás en el gesto musical del trovador de hoy sí se dibuje cierta ironía.
* * *
Por supuesto, no toda nuestra música navideña era música jíbara —como bien afirmara en una ocasión la propia Priscila Flores. El repertorio celebratorio amalgamaba villancicos, plenas, bombas, guarachas, salsa, música de tríos, música de tunas y otros ritmos y canciones.[25] En los pueblos y las ciudades, en particular, se solía recurrir con regularidad a géneros e instrumentos musicales más modernos para parrandear. A los campos, todos estos ritmos más bien nos llegaban por la radio. La radio incluso hizo que la música venezolana pasara a sazonar nuestra Navidad, ya que, por su alta frecuencia, las emisoras venezolanas entraban en la noche a nuestra costa con mayor potencia que las locales, llevándonos la Navidad venezolana en gaitas, joropos, parrandas, merengues, fulías y en otros géneros.
Ya para mediados de los 1960s y principios de los 1970s, los salones bailes vienen a añadirle otra dimensión festiva a la Navidades de mi barrio. Para principio de los 1970s, la costa de Guardarraya era bien conocida por tener los salones de baile más populares del sureste de Puerto Rico. El concepto era el del bar-restaurante con pista de baile. De este a oeste —yendo de Maunabo hacia Patillas— en un tramo de alrededor de un kilómetro y medio, aparecían el Roguin’s Place, el Cacholandia, el Cofresí, el Club Cívico Cultural, el Balneario Rosa y el Joan Onelia.[26] Al final del semestre escolar y durante los días especiales de las Navidades y otras conmemoraciones, era común que en estos salones se celebraran bailes amenizados por algunas de las mejores orquestas de salsa y música tropical del país o, simplemente, al son de velloneras. Aun para un jovencito como yo, poco dado al baile, era imposible ignorar a la gente que venía a aquellos bailes de todos los pueblos de la zona —de pueblos tan distantes como Juana Díaz, Cayey, Cidra y Fajardo— ni sentir la costa vibrar con los festejos.
* * *
En la noche esplendorosa,
una estrella en el cielo lucía,
sus resplandores de plata
a los Magos le sirvió de guía.[27]
El cielo estrellado de diciembre y enero también le proporcionaba grandes placeres a mi niñez —todavía hoy me los sigue proporcionando. Por alguna razón, en todos los lugares en los que he vivido, las estrellas se tienden a ver mejor en diciembre y enero; las constelaciones, obviamente, también. Recuerda la noche majestuosa de Orion in December, esa afamada pintura de Charles Burchfield, envuelta en misticismo navideño, que tanto me cautiva. A mis hermanos y a mí nos fascinaba descifrar las constelaciones entre la infinidad de estrellas. Siempre comenzábamos con los Tres Reyes Magos; ¿de qué otra forma podía ser? Luego, la Cacerola, o la Osa Mayor, y la Osa Menor y, luego, otras: Leo, Escorpio, Sagitario, Hércules, Andrómeda y el gigante Orión. No sé si realmente reconocíamos todas las que reclamábamos ver.[28] Yo al menos me las imaginaba y con eso estaba contento. Comoquiera que fuera, siempre terminábamos volviendo a los Tres Reyes. A esos sí había que vigilarlos bien. Antes de irnos a dormir, nos parecía ver que habían bajado un poco más, que ya estaban cerca.
* * *
Cuando niño, yo vivía para las fiestas de Reyes, dije al comienzo. Pero aclaro: el día mágico para mí no era el día de Reyes sino la víspera. Por alguna razón, las vísperas de los días festivos de las Navidades siempre me resultaron más gratas que los días festivos: Nochebuena más que Navidad, Año Viejo más que Año Nuevo y el cinco de enero más que el seis de enero. Las vísperas representaban la promesa, los días festivos, la decepción. No en términos absolutos, por supuesto; pero siempre los días festivos dejaban en mi alma un aire de melancolía. El cinco de enero, en cambio, representaba la culminación de un año de espera. Si había un momento en mi vida en el que la magia probaba ser real, ese momento era el cinco de enero. Las versiones eran diversas: los Reyes se hacían haz de luz y entraban a la casa por el techo para dejar los regalos; los Reyes se hacían humo para entrar por las rendijas de la puerta o de la pared. Yo no cuestionaba nada. No había nada que cuestionar.
El cinco de enero, todos nos levantábamos llenos de regocijo. Desde temprano, barríamos los caminos vecinales y ayudábamos a preparar las comidas y los dulces para la ocasión. El día estaba lleno de ajetreos. Mi casa siempre estaba llena de primos, ahijados y vecinos. Mi mamá, además de ser costurera, era madrina de medio barrio —mi papá, padrino—, así que ese día ella y mis hermanas mayores tenían que apresurarse a terminar los trajes y las camisas que al día siguiente vendrían a buscar los sobrinos y los ahijados. Al caer la tarde, mis hermanos y yo cortábamos la hierba para los camellos. La amarrábamos en macitos y le pegábamos un pedacito de papel en el que iba escrito nuestro nombre. Luego, cada uno ponía su macito de hierba en el lugar en que quería que los Reyes le dejaran el regalo. Unos lo dejábamos frente al árbol de Navidad, otros sobre un sillón y otros al lado de la cama. Al anochecer, casi siempre solía venir una que otra parranda de niños a la que se obsequiaba con dulce de lechosa o de coco, con arroz con dulce, o con algún tipo de dulce industrial asociado con la Navidad. Más tarde, podía llegar también una que otra parranda de adultos. Pasadas las nueve o las diez de la noche, uno se tomaba un chocolate caliente con galletas con mantequilla y se metía a la cama a tratar de conciliar el sueño lo más pronto posible, pues los Reyes Magos no venían mientras uno estuviera despierto.
Para qué decirlo: no hubiera habido magia sin aquel instante de la madrugada en el que nos levantábamos y encontrábamos los regalos. Esto solía pasar entre las tres y las cinco de la madrugada, nunca más tarde. Los regalos siempre serían menos de lo que uno podía desear: una muñeca, un camioncito, una corneta, cosas así; después de todo, nuestro rey mago era Melchor, el rey negro, el rey de los niños negros y pobres. Pero no importaba la sencillez de los regalos, esas horas de la madrugada eran de euforia y puro placer. Luego, nos volvíamos a dormir. Y luego, cuando me volvía a despertar, ya la magia se había esfumado. Entonces me embargaba aquella melancolía, aquel sentir que todo estaba a punto de acabarse. Que en unos días tendría que volver a la odiosa escuela. Y que tendría que esperar trescientos sesenta y cuatro días más para que la magia volviera y confiar en que alcanzara a saciarme.
Mi ilusión con los Reyes Magos se liquidó como a los ocho años. Yo siempre he pensado que el día que mi hermana menor me dijo que los Reyes eran los papás, la suerte de mi fe cristiana quedó cifrada. Sería cuestión de tiempo. Ese día no hubo en mí grandes decepciones, sólo un extraño vacío existencial.
* * *
Las Navidades de mi infancia eran eso: una extraña mezcla de alegría, pena y desilusión. La música navideña que se produce a partir de los 1950s capta espléndidamente este espectro sentimental. A partir de esos años, la música de tríos y las guarachas le heredan al repertorio navideño los signos de la tristeza, la pobreza, la injusticia, la decepción y la tragedia. En las canciones navideñas que interpreta Felipe Rodríguez, La Voz, el mejor exponente de esta idiosincrasia, entran también los temas de la traición (de la amada “con el amigo más fiel”), la venganza, la cárcel y el desamparo, en el marco de la Navidad. Te dejo con un fragmento de “Cada Navidad”, un verdadero clásico en la discografía de Felipe Rodríguez. Acaso se trate de la canción que mejor capta el signo de las Navidades, su esperanza y su desilusión:
Navidad, que de nuevo te acercas,
Navidad, que de nuevo te irás,
Navidad, tú que sabes la pena
de mi alma que es buena
y que sabe esperar,
Navidad, que me encuentras llorando,
Navidad, que me dejas igual,
pero al fin, Navidad,
tú me habrás de alegrar
y tal vez en la otra será.
REFERENCIAS
[1] Escrito originalmente como carta, “Memorias de las Navidades” circuló entre una docena de amigos y colegas durante las navidades del 2012 a modo de felicitación. Estas memorias remiten a mi infancia y adolescencia en mi Guardarraya natal durante un lapso que va de los últimos años de la década de los 1950s a la primera mitad de la de los 70s. Guardarraya es uno de los barrios costeros de Patillas, municipio de Puerto Rico situado al sureste de la Isla cuya fundación data de 1811. En Puerto Rico, el término “barrio” designa las subdivisiones rurales de cada municipio o pueblo. [2] El concepto del aguinaldo tiene una mayor amplitud y organicidad en Puerto Rico que en otros países de Hispanoamérica y España. La voz “aguinaldo”, según una versión generalizada, se origina de la corrupción de la frase latina hac in anno, que significa “en este año”. Según otra versión, la voz deriva de iguinand, palabra céltica que designa al presente que se da en las Pascuas de Navidad y Reyes. Sea ésta o aquélla la versión acertada, desde su origen, la voz ya parece estar ligada al Año Nuevo y la Navidad. En España, el aguinaldo era —aún es— un regalo que el padrino o la madrina le daba al ahijado. En algunos países del mundo hispano, como México, dicho regalo suele hacerse en dinero. En Puerto Rico, el término “aguinaldo” designa lo anterior y mucho más. Designa, ante todo, las composiciones musicales en forma de décima, copla y seis —aunque no exclusivamente— que conforman la base de la música navideña y la parranda tradicional. El aguinaldo musical en la tradición puertorriqueña es amplio en variedad, pues un buen número de los setenta y ocho pueblos de la Isla le han legado al repertorio nacional su forma particular de cantarlo. Así, se encuentran aguinaldos: cagüeño (Caguas), fajardeño (Fajardo), isabelino (Isabela), orocoveño (Orocovis), mayagüezano (Mayagüez), cayeyano (Cayey), humacaeño (Humacao), comerieño (Comerío) y muchos más. Otras formas de aguinaldo llevan los nombres de los personajes que les dieron origen, del motivo al que pertenecen o de los géneros musicales con los que luego se combinan: seis mapeyé, seis villarán, aguinaldo de pasión, las cadenas, seis con décimas, seis chorreao, seis bombeao, seis milongueño, seis guaracha, seis joropo, y muchos otros. Ampliando aún más la definición, el aguinaldo es la parranda misma. Y es, claro está, la retribución de los anfitriones: los comestibles, licores, dulces y refrescos que se les obsequian a los que han llegado a la puerta tocando y cantando aguinaldos o a los que visitan en los días navideños. De ahí que en algunas canciones y en el decir popular se hable de “llevar aguinaldo” y “pedir aguinaldo”; en ambos casos, está activa la idea del regalo. Si se toma en cuenta que el concepto se hace extensivo a las misas (de Aguinaldo) y a las promesas (parrandas en pago de deudas) al niño Dios y a los Santos Reyes, se puede ver que el concepto del aguinaldo parece querer abarcarlo todo. Por su proyección, tal vez se podría articular alrededor de él una herramienta crítica para el estudio de toda una cultura y una idiosincrasia. [3] A fines de los 1960s, la iglesia católica de Guardarraya trató de instituir la costumbre de que se sirvieran desayunos inmediatamente después de cada una de las Misas de Aguinaldo en las casas de algunos de los feligreses más próximas a la capilla. No creo que la práctica se sostuviera por muchos años. No obstante, aquellos desayunos al alba son experiencias perdurables de las Navidades de mi infancia. [4] Para confeccionar el árbol de Navidad, subíamos al cerro y cortábamos un arbolito espinoso llamado sota caballo, el único en nuestras inmediaciones con una proyección cónica. Aunque se trataba de un árbol de hoja pequeña y poco espeso, las espinas de sus ramas lo hacían ideal para nuestros propósitos, ya que permitían que se le colgaran bombillas eléctricas y no eléctricas, lágrimas de colores, guirnaldas, algodón y figuritas asociadas con la Navidad —compradas o fabricadas por nosotros mismos con cascos de nueces y avellanas y otros materiales. En lo alto del árbol, colocábamos una estrella hecha de cartón y forrada con papel de aluminio, y en la base, que también iba cubierta con papel de aluminio, colocábamos un nacimiento. [5] Aimé Césaire, Poesías, selección y prólogo por Enrique Lihn (La Habana: Casa de las Américas, 1969, 1ª ed. Colección literatura latinoamericana), 9-10. [6] Boricua, borincano, borinqueño: gentilicios derivados de Borikén, Boriquén o Borinquen, variantes del nombre taíno de la isla de Puerto Rico. [7] El trovador juega humorísticamente con dos significados de la palabra “palo”. El mono suele estar de palo en palo (saltando de árbol en árbol o de rama en rama); el parrandero lo imita, pero el palo del parrandero es el palo de ron. En otras palabras, si en las Navidades él no está malo (enfermo), estará de trago ron en trago de ron. [8] Vasta es también la discografía que la documenta. Pocos países cuentan con un cúmulo y una variedad de grabaciones musicales sobre la Navidad (las Navidades) comparable con el de Puerto Rico. [9] Estas exigencias de saber culto quizás se originen en el contacto que tiene el campesino pobre y de escasa educación formal —el jíbaro, estrictamente hablando— con el criollo perteneciente a estratos sociales superiores y con una mayor educación libresca. Es difícil saberlo. No obstante, uno puede ver que algunos de los valores y actitudes que nutren la música y la imagen del “jíbaro” con el correr del siglo XX están alineados con ideologías e idiosincrasias criollistas y nacionalistas que parecen descender más de las haciendas del XIX y del XX que de las talas de subsistencia del campesinado pobre. [10] En los 1960s, el discurso que reducía la identidad puertorriqueña a la identidad jíbara todavía era dominante. Todos los puertorriqueños (especialmente los pobres) éramos jíbaros, según aquel discurso diseminado por las escuelas y por otras instituciones culturales. La idea era hegemónica, a pesar de hallarse en tensión con la concepción del jíbaro como sujeto rústico e ignorante y, más aún, con la realidad y la identidad de los afropuertorriqueños. En ese sentido, la cocina de la que hablo era parte integral de la identidad hegemónica. No es el propósito de estas memorias tratar una cuestión que la literatura, la historia, la sociología y otras disciplinas han esclarecido y subvertido desde los 1970s. Para tener una idea de cómo la intelectualidad criolla promueve al jíbaro como tipo nacional para agenciarse la hegemonía cultural y política del país durante la primera mitad del siglo XX, se puede ver: María Elena Rodríguez Castro, “La escritura de lo nacional y los intelectuales puertorriqueños” (PhD diss, Princeton University, 1983). Más allá de todo lo que se ha escrito en torno al tema, me interesa aclarar que, en mi concepto, la participación de negros y mulatos en la cultura y el folklore campesino —en cualquiera de las áreas geográficas de país— no cancela ni hace irrelevante la identidad afropuertorriqueña, pues ésta identidad no es meramente cultural o étnica, sino fundamentalmente racial, como he establecido en: Eleuterio Santiago-Díaz, Escritura afropuertorriqueña y modernidad (Pittsburg: IILI/ University of Pittsburg, 2007, Serie Nuevo siglo, 22-30). [11] “Arreldar”, en el contexto de mi barrio, significaba cortar el cerdo en pedazos de cierto tamaño. En el diccionario de Moliner se lee: “arrelde (o ‘arrela’). *Peso antiguo equivalente a cuatro libras. Pesa correspondiente, que se empleaba especialmente para pesar *carne”. Ver: María Moliner, Diccionario del uso del español, 1989, s.v. “arrelde”. En efecto, aunque las “arreldas” de cerdo que se les regalaban a los vecinos no se pesaban (se pesaban en los mercados y en las carnicerías), eran de alrededor de cuatro libras. Su peso y tamaño podían variar, dependiendo de la proximidad familiar de los vecinos a los que se les obsequiaban o de otros criterios. [12] Priscila Flores, Navidad, Ansonia, NR 1371-Cassette, sin fecha, cinta de cassette. La voz de Priscila en los años de esta grabación guarda mucho en común con la de Celina González, cantante de primer orden de la guajira cubana que también grabara con Ansonia. La voz de Priscila, no obstante, es más espesa y potente que la de la cubana, aunque quizás menos adaptable a la interpretación de guarachas y ritmos más modernos o urbanos. [13] La Calandria con Claudio Ferrer y sus Jíbaros, Saludo a mi islita, Ansonia, NR 1628-CD, 2005, disco compacto. [14] Estos reclamos de entereza, pureza e integridad del cuatro parecen estar alineados con aquella décima del poeta nacionalista y socialista, Juan Antonio Corretjer, en la que el yo lírico hace los mismos reclamos para sí: “La flor del destino/ la llevo en la oreja/ y es flor que no deja/ torcer mi camino./ Yo soy peregrino/ por monte y maleza./ De una sola pieza/ me hicieron de ausubo./ La cuchilla subo/ con mucha tristeza”. [15] Se decía que uno de feligreses católicos de apellido de León, residente de la zona limítrofe entre La Poza y Recio —sectores bajos de Guardarraya— tenía un cuatro. Se hablaba de esto con un cierto aire mítico. [16] En un intercambio por correo electrónico. [17] Del populismo del PPD al independentismo del último cuarto del siglo XX, el cuatro va ganando un aura especial que mucho le debe a la representación de su cuerpo y su sonido como alma pura y ancestral del puertorriqueño, un alma —en el discurso— en peligro de olvidarse y que hay que revitalizar. Escúchense, por ejemplo, las canciones “Le lo lai”, interpretada por Lucecita Benítez, y “El cuatro puertorriqueño”, interpretada por Andrés Jiménez. En: Canción libre II: colección de éxitos de la nueva canción, PRL 002C, 1994, cinta de casete, y Andrés Jiménez, A mi me gusta mi pueblo, Cuarto menguante, 1994, disco compacto. [18] Claro, esto no aplicaría a la música popularizada por la radio a partir de los 1920s, cuando exponentes del cuatro, como el Maestro Ladí (Ladislao Martínez), difundieran un repertorio musical variado a través de la emisora WKAQ. Ver: Orlando Laureano, “El cuatro puertorriqueño, breve historia” en Teoría.com (2001): n. pág. Web. 28 dic. 2013 (http://www.teoria.com/indice.php). Pero recordemos que la difusión masiva de música jíbara grabada coincide con el periodo de hegemonía del muñocismo. La centralidad del cuatro en la música jíbara mediatizada en el contexto muñocista fue así un factor crucial en la recuperación y promoción del instrumento. Ver: “The Instruments” en The Cuatro Project, n.d. Web. 28 dic. 2013 (http://www.cuatro-pr.org/node/5 ). [19] “Injillío”(o enjillío): voz de raíz portuguesa que llega a Puerto Rico a través de las Canarias. Se califica de injillío, o injillía, a la persona o al fruto que no alcanza un desarrollo normal. Manuel Álvarez Nazario, El habla campesina del país. (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1990), 273. La voz, en un sentido más preciso, designa o califica a un sujeto (campesino, casi siempre) achicado, extremadamente flaco, desnutrido y pálido. [20] Escúchese, por ejemplo, de Chuíto y La Calandria, “Contigo no volveré”, en Puerto Rico Canta: Volumen 1., Discos Canomar , NR 536-CD, 1998, disco compacto. Por supuesto, siempre hay la posibilidad de que el defecto señalado sea un fingimiento burlesco de este artista dado al humor y las travesuras. [21] Las décimas críticas al exgobernador Pedro Roselló, las cuales circularan de forma grabada a comienzos del milenio, son la excepción a la regla. Hay otras, por supuesto. En el poemario Razón del canto, de Luis Raúl Albaladejo, el arte de componer décimas se llena de sutilezas para florecer espléndidamente. [22] A continuación, a modo de ilustración, comento los versos citados en el párrafo anterior. (1) En el contexto de todo lo virtuoso que se menciona en la décima y que celebra el advenimiento del niño Dios, los réprobos, dramáticamente, aparecen escondiéndose. La palabra “réprobos” —el trovador la pronuncia “reprobos”— no es una que se pueda ignorar. No hay que entenderla para saber que designa algo terrible. (2) En el “Gozo a la birjen” de Melendes, la frase campesina “Y si todavía podemos pedir” tiene un gran peso ancestral. Capta a la perfección una idiosincrasia campesina originada en las relaciones de poder de las antiguas haciendas. En ese mismo contexto, codifica también la relación del ferviente con las divinidades. (3) Cualquiera que haya presenciado la caída de un rayo sobre una palma real puede atestiguar lo espectacular de la imagen en los versos de Corretjer. Se trata de una experiencia que queda en el alma para siempre. Después de una imagen tan poderosa, cualquier otra cosa resultaría anticlimática; sólo queda despedirse. (4) Los versos de Rosario indudablemente articulan una hipérbole idiosincrásica audaz. En ellos se compara la altura del paladín Sansón con la de un poste de tendido eléctrico. En los 1950s y 60s, años en que el sistema eléctrico se está extendiendo a los distintos rincones de la isla, los postes son novedad. En la mayoría de los pueblos y los barrios, no hay muchas cosas más altas que los postes. El verso, además, crea una incongruencia jíbara deliciosa. Se trata de décimas que recrean la épica de los doce pares de Francia; la inserción del objeto moderno en ellas es sumamente audaz, pues es bien sabido que para el campesino latinoamericano la modernización a menudo es más asombrosa que las grandezas de la antigüedad y la tradición. Las décimas carolingias de Rosario son extraordinarias de rabo a cabo. [23] Esto no es poca cosa. Como he apuntado en “Poesía y panterismo —siguiendo a Giorgio Agamben— una manera de aproximarnos a la esencia de la poesía es situándonos en lugar del encabalgamiento para notar que, en esencia, la poesía está constituida por cismas o tensiones entre: sonido y sentido, homofonía y palabra, métrica y sintaxis, emoción e información, la pausa versal y el devenir sintáctico, semiótica y semántica, poesía y filosofía. [24] El trovador está consciente de este riesgo. De ahí que él —o ella— también aporte a la poesía. Aporta la voz y la emoción, por supuesto, pero también aporta otras audacias; todas, tendientes a alterar el patrón monótono de la décima: repetir el último verso —a veces, el primero—, interpelar a Dios o la Virgen, o dirigirse al músico principal de la parranda o al dueño o la dueña de la casa. Es decir, a menudo, él introduce algo que no pertenece al verso para alterar un poco la uniformidad de la décima. [25] Estoy consciente de que, desde algunos entendimientos de lo jíbaro, algunos de estos ritmos y formas musicales podrían caer dentro de lo que se concibe como música jíbara, y de que ya para los 1940s, 50s y 60s muchos de ellos se habían ido mezclando entre sí. [26] Todavía hoy se pueden ver junto al mar Caribe, a la orilla la carretera número 3, los edificios que constituyeron estos salones de baile. Algunos están abandonados y otros, rediseñados y habilitados para otros propósitos. [27] “Cantemos todos, cantemos” (villancico tradicional). [28] Escorpio es una constelación que no se ve en el hemisferio norte durante el invierno, sino durante el verano. Su ciclo estelar es opuesto al de Orión.