Sí, el paraíso existía y ella, digna hija de Eva, lo había encontrado en aquel rincón de la playa. La sombra de las palmeras, la música que llegaba de un bar cercano, el rumor de las olas al golpear la orilla y la comodidad de la silla reclinable donde descansaba conformaban todo lo que podía pedir en ese momento.
No había dolor en su soledad. Sólo una ligera melancolía. Mucho había luchado por desprenderse del descendiente de Caín que tantas veces la humilló. Hoy celebraba, con una botella de buen vino, el primer aniversario de su recobrada libertad.
Atrás habían quedado los malos ratos, las discusiones, el engaño. Ahora, miraba al infinito donde el mar y el cielo se unen y su mente construía un futuro de paz. Llenó nuevamente su copa y brindó por ella y sus sueños.
La tarde cedió el paso a la noche. Recogió pausadamente la silla, dispuso de la botella vacía y guardó en su amplia cartera la copa. Caminó con paso lento hasta alcanzar la carretera. Miró su reloj.
«Todavía dispongo de media hora para comenzar a trabajar».
Sin prisa, dirigió sus pasos hacia el bar. Cuando entró, un par de ojos, enrojecidos por el licor, se posaron sobre su hermoso cuerpo.
«Buenas noches, Abel», saludó ella, sonriendo.