Minutos después de ocurrir la muerte del coronel Riggs, su matador, Elías Beauchamp, y el compañero de éste en la trágica aventura, Hiram Rosado, fueron arrestados por la Policía y conducidos al Cuartel, donde quedaron incomunicados.
Hasta aquí, la Policía cumplió con lo que era estrictamente su deber. Había acaecido un suceso de sangre; el motivador principal del suceso había confesado en público su delito, y su compañero no había sido interrogado sobre su participación en el hecho.
Pero no había transcurrido aún media hora, cuando se oyeron varias detonaciones en el Cuartel policíaco. Como resultado de estas detonaciones, perdieron la vida los dos ciudadanos bajo arresto.
¿Cómo ocurrieron estos hechos en el Cuartel de la Policía? El jefe, José Ramón Vázquez, los explica de esta manera: Beauchamp y Rosado fueron puestos en una de las oficinas, bajo la estrecha vigilancia de un miembro de la Uniformada. En la oficina en que se hallaban los detenidos hay un estante con tercerolas. Las tercerolas están descargadas, y junto al mismo estante se acostumbra poner los cinturones con los cartuchos. Súbitamente, el policía que vigilaba a los ciudadanos arrestados “dió la voz de alarma” de que Rosado y Beauchamp “habían echado mano a las carabinas”. Ante esta “voz de alarma”, varios policías “acudieron a la oficina”, y cuando vieron “esta situación”, los policías —“claro está” dice el jefe Vázquez— hicieron fuego… ¿Contra los detenidos? La muerte de los detenidos, y de más ninguna otra persona que los detenidos, indica que así fue. Pero es mejor que nos atengamos exclusivamente al relato del jefe Vázquez, quien termina diciendo:
“Cuando cesaron los tiros, notamos que habían caído heridos los dos arrestados…”
Efectivamente, el jefe Vázquez tiene mucha razón. Habían caído heridos los arrestados: uno de ellos con siete balazos en el cuerpo, y el otro completamente acribillado, con la cara desfigurada por las numerosas perforaciones. Y además, en las paredes hay las huellas de más de veinte y cinco perforaciones. En otras palabras, se dispararon más de cuarenta tiros en la oficina del Cuartel de la Policía en que hay dos ciudadanos arrestados; y “cuando cesaron los tiros”, el Vázquez y sus compañeras “notaron” que los dos detenidos estaban tendidos en el suelo, uno muerto y el otro agonizante…
Si el hecho ocurrido en el Cuartel de la Policía de San Juan no fuese más que suficiente para merecer la condena […] vendría a completar con holgura ese merecimiento. Porque, vamos a ver. ¿No hay otro sitio en el Cuartel donde poner a dos detenidos, que no sea en el cuarto de las tercerolas? Y si las tercerolas estaban descargadas, como admite el propio jefe policíaco, ¿qué peligro había en que los detenidos “le echasen mano” a ellas? Y si había un guardia vigilando estrechamente a los detenidos, ¿cómo iba a ser posible que los detenidos se parasen, tomasen los cartuchos, cargasen las armas y pusiesen en peligro la vida del guardia vigilante, sin que éste, armado, lo evitase, esperando por el contrario a que llegase “esta situación” para dar la “voz de alarma” y acudiesen varios miembros de la Uniformada a hacer en aquella habitación cuarenta y pico de disparos con el “resultado de la muerte de los dos ciudadanos bajo arresto?
No creemos, francamente, que valga la pena de insistir en explicar esta “explicación”. Pero lo que sí vale la pena, ¡y bien que la vale!, es que nos pongamos a pensar, alarmados, asombrados, llenos de una justa consternación, si los sucesos de ayer en el Cuartel de la Policía de San Juan han de quedar establecidos como precedente.
Es una cosa axiomática que el ejemplo resulta la mejor prédica para el comportamiento cívico de los hombres. Y si la prédica —de todo punto encomiable— de nuestras autoridades tiende a evitar que los hombres se tomen la justicia por su propia mano olvidando por completo la existencia de los tribunales, no vemos en verdad cómo van las autoridades policíacas a esperar que la prédica surta el efecto deseado, si el ejemplo, cuando llega el caso, la desvirtúa de una manera tan ostensible… ¿Con qué derecho, con qué fuerza moral van las autoridades armadas de un país a exigir que no se usen las armas sino en los casos justificados de defensa propia, cuando de unos hechos que no tienen explicación por mucho que se quiera buscársela se desprende que quien con mayor discreción debe usarlas –la autoridad—, no ya ha usado, sino que ha abusado de ellas?
Pero no ha de quedar aquí el obligado comentario a los sucesos de anteayer. Sin aparente justificación; sin la imprescindible orden de allanamiento de morada; caprichosamente, como si quienes así actúan tuvieran la creencia de que la más absoluta impunidad fuera a cubrir su acción, un grupo de miembros de la Uniformada penetró en la imprenta donde se edita la revista nacionalista “La Palabra” y atropelló brutalmente a su editor, el señor Buenaventura Rodríguez, conduciéndole luego al cuartel, donde nuevamente fue agredido por la fuerza policíaca.
¿A qué obedeció el arresto del señor Rodríguez? ¿Qué delito había cometido? ¿Acaso el de ser el dueño de una imprenta en la que se edita un órgano nacionalista, y ser nacionalistas los ciudadanos complicados en los sucesos anteriores? ¡Pobre, entonces, de nuestra decantada libertad de Prensa! ¡Pobre del porvenir del periodismo en Puerto Rico, si una imprenta fuera a estar expuesta al asalto —porque no otra cosa es— no ya de malhechores irresponsables, sino de la autoridad designada por la ley para imponer el orden y ayudar a los fines de la Justicia!
Tanto la muerte de Elías Beauchamp e Hiram Rosado en el Cuartel de la Policía, como el intempestivo arresto y la abusiva agresión a Buenaventura Rodríguez, requieren una investigación minuciosa, como la que cualquier hecho punible merecería.
La Policía está para imponer el orden, primero; para proteger a los culpables del desorden contra el atropello, después. Los ejemplos llenan las páginas de la Historia. En Méjico, el general Álvaro Obregón cae abatido a balazos por José de León Toral, y el asesino es detenido y protegido contra los amigos del General que querían tomarse la justicia por su propia mano. En Estados Unidos, los asesinos nada menos que de dos Presidentes de la República: Garfield y McKinley, son detenidos en la comisión del delito y Charles Guitteau y Leon Czolgosz, los anarquistas causantes respectivos de dichas muertes, reciben el debido proceso legal, siendo más tarde convictos y ajusticiados. Igual oportunidad de defensa se dió al frustrado asesino del actual presidente Roosevelt, Joseph Zangara, por la muerte de su víctima accidental, el alcalde Anton Cermack, de Chicago. El autor de la muerte del archiduque Francis Ferdinand de Austria-Hungría y causante indirecto de la Guerra Mundial, Gabirle (sic) Princip, tuvo también amplia oportunidad en los tribunales de justicia, siendo condenado a veinte años de prisión en un país en que existe la pena capital. Y aquí, entre nosotros mismos, tenemos el caso del desequilibrado Ismael Matos, el agresor del entonces presidente del Senado, don Antonio R. Barceló, a quien nuestras propias autoridades protegieron contra la multitud indignada, y a quien se dió el más cuidadoso tratamiento por la herida de bala que recibiera en el acto del delito, concediéndosele posteriormente el debido juicio razonable.
Si así no fuera; si al desbordamiento de las pasiones humanas que ocurren en todos los pueblos las autoridades encargadas de refrenarlas responden dejando que las suyas también rompan todos los cauces; y olvidando que son poder de represión y no torrente avasallador, entonces…
¡Entonces estamos perdidos!
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