Cuando el apriete empezó a subir por la ingle, ya había perdido la sensación en ese punto interior del muslo donde la vena que brotaba terca se negaba a abandonar su pulso. El resto del cuerpo se deshacía en puro dolor.
Pero ese punto del muslo derecho dormía, y era precisamente el nervio ausente lo que resaltaba la agonía del resto de la carne vecina.
Como suele ocurrir cuando desaparecen dimensiones, las cosas se iban aplanando. Los diámetros de los muros de concreto se achicaban hasta hacerse rayas dibujadas en tinta negra, y la orbe de cada ojo se achataba hasta soltar su pus claro y corneal. Las hojas de los árboles se enrollaban en curva infinita y devenían motas de polvo que ostentaban, al principio, una densidad de tres toneladas por pulgada cúbica, y muchos pudieron notar, en el instante antes del ahogo final, que sus dedos meñiques lucían el lustre curioso de una espátula nueva. El planeta entero se encogía, como tantos otros, dada la Orden que venía —pura y directa, aunque con la tardanza acostumbrada— de los alcaldes en ese suburbio de galaxia mezquina en que vivían los ahora laminados.
El dolor era tan intenso que creyó sudar, cosa que solamente le había ocurrido en un parto, cuando (y de este dato curioso se acordó por solo un momento, antes de volver al suplicio) el epidural le surtió efecto en el lado derecho de su vientre y espalda baja, pero le dejó el resto tan crudo y encendido como había estado por las dieciocho horas anteriores. Un fracaso peor que el que hubiera ocurrido sin anestesia, pues la presencia simultánea de nervio vivo y embotado sólo aumentaba el patetismo de su sufrir, que no alcanzaba ni alivio ni grito bíblico. No quedaba sino sudar, que era lo que acontecía ahora, mientras su cuerpo se encogía y aplanaba como masa bajo rodillo. Y siempre con ese punto muerto en el interior de su muslo derecho, ahí donde habitaba la vena obtusa.
Como el resto de los laminados, ella se había dado cuenta muy pronto de lo que ocurría. Este planeta parecería desaparecer, pero en realidad quedaría colgado en una dimensión, igual que ella, igual que todos allí, puntos suspendidos en un arco casi invisible (casi, but not quite, not quite white, my friend). Hacía unos años, cuando en las tres dimensiones también compartía amistad la cuarta, ella habría leído una descripción divertidísima de un evento parecido en el tercer libro de la trilogía de Remembrance of Earth’s Past. En ese caso todos se congelaban in situ, limitados a puntos sin textura ni tamaño, y el espacio sideral seguía andando por ahí, de lo más campante, mientras especies enemigas se vigilaban y fusilaban a su gusto en una versión desalmada de la ya hereje paradoja de Fermi. Pero lo que pasaba aquí no era lectura ni era ficción, y si llegaba al nivel de ciencia poco importaba.
Su cuerpo se deshacía en puro dolor.
En los instantes antes de caer en negro ella llegó a pensar que sería conveniente recordar cada sensación y ponerla en algún sitio, colgada, tal vez, como esos puntos suspensivos, suspendidos, suspensos en pensar, puestos en arco para ser vistos y sobados por alguna especie futura que visitara este mezquino suburbio de galaxia olvidada. Y por eso, antes de la parálisis en punto eterno, antes de caer en la prisión de la dimensión primaria, ella pudo constatar lo siguiente:
La caja torácica fue vertiéndose hacia adentro, las costillas quebradas, las puntas ásperas de hueso rasgando pulmón y tejido cordial hasta liberar el líquido que antes flotaba, constante y gentil, en la bolsa del pericardio.
La extensión completa de las falanges manuales fue dando una vuelta de carnero en diez bailes demenciales.
Un intestino se amarró tenaz al bazo inútil, asfixiándolo hasta que éste estalló sin remedio.
Los pulsos que golpeaban cada sien incrementarían en fuerza y tempo hasta que se le salieron los sesos: esto no puede decirse de forma elegante.
La espina dorsal se arremolinó furiosa, soltando destellos fríos en una ría eléctrica que hizo que su cuerpo entero vibrara con un grito cuya frecuencia nunca antes había sido registrada.
Así fue que ella cesó de acontecer.
Así fue que los laminados se colgaron en arco eterno, en lo que otras razas llamaron La Hora Fundida, en lo que el calendario ultragregoriano denominaría el siglo XXIII.
Sabemos de éste y del resto de los once mil millones de catálogos agónicos en el planeta gracias a la bitácora del proceso de Laminación que con tanto esmero organizaron los Secretarios. Como es ya harto conocido, justo antes de la Hora Fundida, de los cuerpos en mínima función brotaron apéndices antes dormidos que, lejos de ser borrados cuando el tiempo abandonó su larga estadía en la flora y fauna del planeta, medraron con renovada energía. Y, como en su acepción latina, cada anfitrión de carne aquí era tanto huésped como hospital, y por tanto padecía, recibía e imponía los presentes de la visita sin fin de su ganglio protuberante. Así que estos cuerpos hospitalarios que iban aplanándose nunca sintieron la misericordia de la muerte, pues las rádulas que de ellos brotaban seguían persistiendo, inmunes a la desaparición del tiempo, y, en efecto, fortaleciéndose en él. La protuberancia devoraba, y en su consumo iba poco a poco encogiendo el cuerpo del cual había nacido. Como el cuerpo de ella, que se desdoblaba en retortijones de nervio y molleja.
Como todos los cuerpos, cuyas secreciones improbables en la Hora Fundida bien alimentaban a sus apéndices hambrientos.
Es necesario repetir que el devorar era continuo, en el tiempo, y, por ende, progresivo.
Los Secretarios, que desde la galaxia vecina siempre habían atestiguado y registrado cada violencia, bondad e intención fallida de los organismos en el planeta, desde su concepción hasta la caída en occidente de sus órganos vitales, ahora tomaban apuntes recelosos del achicarse de todo lo que poblaba esa orbe. Pero lo que pocos saben es que la labor de los Secretarios iba más allá de la transcripción, y que respondía a un plan que fue llevado a cabo sin contratiempo alguno.
Usaron cada lengua tubular que se extendía (y que se asentaba tenaz en la piel violeta, como un nacido) para lamerle el tiempo a la carne de los once mil millones de cuerpos en el planeta, y así achicarla justo lo suficiente, hasta el borde de la invisibilidad. Sin aniquilarla del todo, pudieron entonces colgarla en arco latiente, en el suspenso de los puntos suspendidos. Once mil millones de Tritonos malditos, condenados al encogerse eterno.
En cada cuerpo el prepucio devoraba, febril.
Y esto por un solo motivo de apabullante belleza: los Secretarios experimentaban, de vez en cuando, a lo largo de los milenios y exactamente como la experimentaron esta vez, una sensación a la que debían responder puntillosamente, provocando ésta y tantas otras Laminaciones a lo largo de tantas galaxias bajo su yugo.
Esa sensación simple y periódica, causante de la entropía y madre del cosmos, que provocó que la vena brotara terca y once mil millones de cuerpos se deshicieran en puro dolor, tenía nombre, y los Secretarios así lo constataron.
Se llamaba Aburrimiento.
FIN
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Ana Marina Rúa
1974, San Juan, Puerto Rico. Graduada de Yale con un bachillerato en literatura y de Columbia con una maestría en español y literatura medieval, maestra de idiomas en una escuela secundaria en Nueva York, madre de dos adolescentes. Publicaciones: Neural (cuentos, La Secta de los Perros, 2022); La anémona (novela, Isla Negra, 2013, mención honorífica del PEN Club de Puerto Rico y del Instituto de Literatura de Puerto Rico); textos en las revistas Cruce, Letras salvajes, Claridad (En rojo), 80grados, El Post Antillano y El Adoquín Times. Actualmente trabaja en editar el manuscrito de su Fábulas de Conejo y Cazador. Pueden leer fragmentos de The Brief Persistent, su primera novela (inédita) en inglés, en www.ficcionanemona.wordpress.com
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