Nota Siglo 22: En esta edición especial, Siglo 22 conmemora los hechos trágicos del 23 de febrero de 1936. Ese día, un domingo, un callejón y una catedral, un fino traje blanco y un misal, una ejecución y unos asesinatos quedaron unidos en nuestra historia. Dos jóvenes nacionalistas, Hiram Rosado y Elías Beauchamp, dieron muerte al jefe de la policía insular, el norteamericano Francis Riggs, responsable por la masacre de militantes independentistas en Río Piedras un año antes. El acto fue preámbulo para la represión fiera, sin precedentes en ese entonces, contra el liderato y membresía del Partido Nacionalista. La muerte de Riggs fue un parteaguas. Don Juan Antonio Corretjer lo consideró dolorosamente necesario, quizás una respuesta hispanoamericana, desde Puerto Rico, al asesinato de Augusto César Sandino. Otras voces del independentismo lo vieron de otra forma. En una colonia donde el pasado es tierra movediza, los hechos invitan a reflexionar sobre acciones políticas en una década, la de los años treinta, gemela fraterna del presente que vive el orden colonial y cuyos parecidos con este nos taladran desde sombras que no cesan.
El asesinato de Riggs, de Beauchamp , de Rosado, y de sus matadores
(Tomado del libro, Memorias de un periodista. San Juan, 1968) – Enrique Ramírez Brau
Llega a la Isla el gobernador E. Mont Reilly y se va, llega Teddy Roosevelt hijo, y se va, viene Swape y se va. Ya se había ido Bob Gore. Y entre tantas figuras surge el gobernador general Blanton Winship, caballero de Georgia, soldado de carrera. Bajo su gobernación, dos puertorriqueños asesinan el día 23 de febrero de 1936 al coronel de la policía, Francis E. Riggs.
El hecho ocurrió a una cuadra del Correo de San Juan. Riggs viajaba en su automóvil oficial. Sus asesinos fueron Beauchamp y Rosado, quienes a su vez, en el cuartel de la calle San Francisco, fueron asesinados.
Hago constar en mis Memorias que cuando Riggs salió de misa y se hallaba en el atrio de la Catedral, me llamó como acostumbraba, para ir a su habitación de los Apartamentos San Cristóbal y luego al Escambrón Beach Club. Ese domingo de su muerte me llamó y yo le mostré, desde lejos, una gallina que había comprado en la Plaza de Mercado. Me acompañaba mi hija Mariíta. Tan pronto dejé a la niña y la gallina en mi casa, me dirigí al Correo a buscar a mi apartado, la carta de don Guillermo Vivas Valdivieso, con mi cheque. Mientras recogía la carta oí un disparo. Corrí a la puerta y vi el carro de Riggs. Seguí corriendo y allí, en el asiento posterior del vehículo, se hallaba con la cabeza reclinada sobre el espaldar del asiento anterior. De la cabeza le salía un borbotón de sangre y de masa encefálica. Tenía a los pies el libro de misa. Al darme cuenta que habían matado a Riggs me dirigí al Cuartel de la calle San Francisco y entré a la habitación de la Detective la cual cerré. Detrás de mí caminaba por el pasillo del cuartel el policía Velázquez quien traía preso a Beauchamp. Desde la oficina de la Detective vi cuando sentaban a Beauchamp en una silla, junto a otra silla que ocupaba Rosado. Como Velázquez prolongaba su conversación con los dos asesinos, desde la Sala de Retén, una voz le llamó la atención, diciéndole «también te vas a quedar ahí».
Velázquez, presuroso, abandonó la Sala de Armas. Yo me había parado sobre una mesa y por el enrejillado vi la ejecución de Beauchamp y Rosado.
Cuatro policías tomaron parte en la muerte de ambos nacionalistas. Al tratar de salir de mi escondite, uno de los guardias se colocó de rodillas y con la escopeta o tercerola me apuntó para matarme. Lo único que le dije fueron estas palabras: «Lo único que te falta es matarme, y así habrás concluido tu obra, dándole muerte a un periodista». Bajó el agente la tercerola y corrió hacia la calle disparándola contra una guagua.
En el juicio contra los guardias, el fiscal me pidió que los identificara. Me negué. Le dije al juez que todos los guardias del cuartel se habían transfigurado y todos parecían gemelos, por lo que se me hacía imposible el reconocimiento de ellos. El juez me prometió autorizarme a portar un arma y a que me acompañase un guardaespaldas. Yo le contesté al juez que aun así habría de perder la vida. No le dije al juez que yo había sido amenazado. Uno de los guardias en el pasillo del Correo se me tiró encima abrazándome y llorando, diciéndome «qué noble y qué bueno eres».
No puedo en estas Memorias extenderme en el caso que describo toda vez que por ahí andan algunos de los matadores. Alfonso Lastra Chárriez defendió a los policías ante el Gran Jurado. Lastra, sea dicho de paso, fue el defensor de una prima mía que dio muerte a su esposo, otro primo mío de apellido García de Quevedo. Saldé la deuda con Lastra.