[…] podemos afirmar que para Nieves-Mieles, tanto
en el marco de lo intertextual como de lo autotextual,
escribir significa reescribir (y reescribirse).
Federico Irizarry Natal
“Soy el que cuenta la historia de mi tribu.
Como yo, no hay pocos.”
La esperanza es verde como el mugir de las vacas
“El ángel de la bicicleta roja me dice que sólo quiere
mirarse en mis ojos cuando yo muera […]”
Los mejores placeres suelen ser verdes
A lo largo de una hilera de libros que costean la parte norte de la isla, frente al Atlántico de la modernidad-colonialidad capitalista, tipo malecón poético que mitiga la violencia desde la cultura, el pedaleo matutino acontece bajo el sol y la humedad implacables de la geografía septentrional.
Pedaleo que empieza muchas veces en la poesía, quizás El pájaro loco (1973) de Iván Silén; algún poema nuyorican de Victor Hernández Cruz en Snaps (1969); un malabarismo verbal de Clemente Soto Vélez en Árbolesn (1955), hasta que, atravesando espesuras neobarrocas, la poesía se mezcla con otros registros.
Como el cuento mágicorrealista, fantástico-feminista de Rosario Ferré, “La muñeca menor” (1972); una novela de ciencia ficción, Exquisito cadáver (2002) de Rafael Acevedo; el cuento de José E. Santos, “Puerto Rican Terminator” (2007); algún cuadro de Arnaldo Roche Rabell, de Nick Quijano, de Myrna Báez, de Rafael Trelles, de Oller; un solo de Tito Puente, de Ray Barreto, de Jerry González, de Giovanni; alguna charla geomorfológica del Dr. José Molinelli Freytes; una columna del Dr. Fernando Cabanillas; la fotografía de Víctor Vázquez, de ADÁL; una instalación de Dhara Rivera, de Pepón Osorio, de Rafael Ferrer; un plato del “Menú” (1942) de Luis Palés Matos, de la “Fonda Feliz” (1982) de Ana Lydia Vega; el saxo literario de David Sánchez, de Miguel Zenón; una canción de Lucecita…
A lo largo de la hilera de libros que costean la parte norte de la isla, el pedaleo matutino —son las 8:30— a favor del viento, en complicidad con los alisios que soplan desde el Aeropuerto Luis Muñoz Marín hacia el oeste, aumenta la velocidad de las imágenes. La poesía se condensa y a la vez que se fragmenta, se multiplica.
De un micropoemario feroz, La esperanza es verde como el mugir de las vacas (2015; 2018) de Edgardo Nieves-Mieles —particularmente, desde el subtítulo en paréntesis: (Escribalazos, textículos, poemínimos y otros cortoletrajes)—, la clorofila metapoética fluye en muchas direcciones; incluidas las que, como en el micropoema “Verde que te quiero verde,” la tinta se socializa: “La esperanza / es el gatillo de los pobres.”
¿Gatillo para matar o para matarse? A buena velocidad, cortando el viento que no ofrece resistencia, la micropoesía pedalea por las calles en miniatura de La esperanza es verde como el mugir de las vacas. Rutas por las que cruzan (intratextualmente) fragmentos de otras escrituras (tarjetas postales, celebraciones, manuscritos, diarios, apuntes, aforismos), inscritas en un micropoemario en expansión, de 79 micropoemas, imantado hacia el centro voltaico de su minimalismo; el cual, basándose mayormente en la antipoesía de Nicanor Parra, Federico Irizarry Natal, en La escritura del gremlin (2022), aborda de esta manera:
[…] el extremo coloquialismo de una poesía ‘suelta’ capaz aún de una claridad de contundencia comunicativa, la profundidad deconstruccionista de toda fijación esencialista en relación con los distintos espacios de la cultura, la sociedad y el saber, y la transgresión cuestionadora de cualquier proceder estético (incluyéndose) […] La antipoesía, una escritura marcada por la alteridad y la lucidez que advienen de la conciencia crítica de la ironía, encuentra su concreción estética / ética a través de las prácticas interrelacionadas de la parodia y la sátira.
Pedaleo ético y estético —hedonista, en el sentido filosófico de Michel Onfray (descrito alfinal)— que, tanto subiendo como bajando cuestas empinadas, con o sin adoquines, ejercita la intra e intertextualidad (Borges que te quiero Borges) para escribir y reescribir micropoemas escabrosos: “Ten valor y aprende / a sentarte a la mesa con Judas / sin que ello te robe la paz.”
Fulminantes: “Te amo, / pero soy feliz / sin ti.” Alucinantes: “O te aclimatas / o el clima te mata.” Luminosos: “Cuando la semilla pierde la cáscara, / su corazón queda al desnudo.”
Desde la ironía, el humor, la crítica, la micropoesía pedalea a la velocidad del sentido que recorre sus propias vueltas:
Me place pasar de incognito entre la presurosa multitud que, sin el más mínimo pudor, por las grandes ciudades saca de paseo y exhibe sus más obscenas soledades.
Entre el micropoema más largo de 16 versos y el más breve de uno, el pedaleo salta de registro en una de las esquinas calientes de La esperanza es verde como el mugir de las vacas; en la cual, de cara al roce metafórico y metonímico del viaje, se da otro chisporroteo político: “Todos los días agonizo / comprando en el mercado /el producto de mi explotación.”
Como el que contempla, sin por eso retroceder, sus raíces en el pasado cercano, el micropoemario de esperanza verde, escrito en 2015 y reescrito en 2018, mira hacia atrás, hacia la micronovela (del mismo autor) escrita dos años antes: Los mejores placeres suelen ser verdes (2013). Microficción, escrita en buena medida con el lenguaje de la micropoesía, que, por un lado, reduce al máximo la narración del crimen que “cuenta” fragmentariamente (microthriller); y, por el otro, se entrega al juego metanovelístico de la novela dentro de la novela (del personaje que se lee leyendo la micronovela que lee el lector). Entre el microthriller y la micrometaficción, Los placeres suelen ser verdes se lanza a la autoficción.
Pedaleo literario; de la micropoesía, La esperanza es verde como el mugir de las vacas (2015/2018), a la micronovela, Los mejores placeres suelen ser verdes (2013). Periplo veloz del presente (2015/18) al pasado (2013). Intratextualidad; de la micropoesía a una micronovela inundada de referencias literarias, pictóricas, musicales, cinematográficas, televisivas, faranduleras, como esta:
5 Al entrar [ella, la mujer de ojos verdes que, de aparente víctima, será victimaria] vio que en medio de la sala del apartamento [de él, el hombre de ojos azules que, de aparente victimario, será víctima] había un piano negro de cola cubierto con un mantón de Manila. Un piano para un cuento de Felisberto Hernández.
Micronovela de 198 fragmentos, algunos de una frase, como el 6, “El eco del grito en el fondo del estanque”; cuyo subtítulo (el de la micronovela), también entre paréntesis, como el de La esperanza es verde como el mugir de las vacas (Escribalazos, textículos, poemínimos y otros cortoletrajes), avala el cruce entre la literatura y la pintura: Los mejores placeres suelen ser verdes (Texto para ser leído frente a una pieza de Egon Schiele).
Cruce hacia la pintura (de Schiele y de muchos más, latinoamericanos y boricuas) que, al engancharse con la dimensión musical de la micronovela (bolero, pop, salsa, clásica), desata una lectura imprevista hacia otra textualidad. En este caso, jazzística. Música (el jazz) a la que la micronovela no se refiere nunca, pero que, debido al efecto improvisador de los 198 fragmentos; junto a la multiplicidad de voces (literarias, pictóricas, cinematográficas, musicales) que enganchan los fragmentos, catapulta la micronovela hacia la turbulencia colectiva, poéticamente desorientadora, del Free Jazz (1961) de Ornette Coleman. Vórtice que desmontó engranajes del jazz, como Los mejores placeres son vedes “desmonta” engranajes de la novela.
Como lectura a contrapelo, la imantación imprevista hacia el free jazz expande el subtítulo de la micronovela, transformándolo de (Texto para ser leído frente a una pieza de Egon Schiele) en “(texto para ser leído frente a una pieza de Egon Schiele con música de fondo de Ornette Coleman).”
Estridencia; al cabo de los cinco primeros segundos de Free Jazz, se detiene el ajetreo colectivo introductorio para que el estallido al unísono de los vientos (saxofón, clarinete, trompetas) acompañe el inicio de la lectura de los tres primeros fragmentos de la micronovela:
1 Lenta y fresca, la sangre. 2 Yo no soy Dios.Lo sé.Pero la impunidad de mis crímenes me hace sentir como si lo fuese. 3 Entre franjas de perfume y rodajas de cordura, apenas alcanzo a distinguir a ese ángel en bicicleta que me llena las manos de caramelos y me lanza a los ojos una nube de confeti para de inmediato preguntarme: ‘¿Tienes algún sueño que quieras vender?’
¡Vértigo!
Efecto que estimula, en la medida de su potens, una lectura libre, en dispersión poética de los fragmentos (muchos minimalistas), sin hilvanar las estrategias del microthriller ni las autorreflexiones de la micrometanovela. Lectura abierta al placer material, corporal, de los fragmentos por sí mismos, en expansión y en libre asociación:
10 —Allí, en la amplia sala de su apartamento, junto al piano negro, entre fotos en su mayoría de escritores, cuadros, plantas, ceniceros y cojines desperdigados por el sofá, lee el libro recién comprador.
Lectura “desarmada” de la micronovela; sin determinar el sujeto de enunciación de los fragmentos, ni la dinámica del crimen, ni los espejismos metanovelísticos:
“41 Es como si ese personaje literario estuviera acostado cómodamente en la alfombra de una acogedora sala de espera, aguardando por él.”
Lectura gozosa de la transacción sinestésica (“Los mejores placeres suelen ser verdes”):
“—El rojo y el verde, los colores por los cuales, según Van Gogh, se podría cometer un crimen. Especialmente el verde. —Bueno… ¿y por qué no el Amarillo o el azul?”
Demasiado importante en el contexto cultural y político de Puerto Rico —es el color del Partido Independentista Puertorriqueño; de la luz nativa en el tema musical de Antonio Cabán Vale, “Verde luz” (1966), considerado el segundo himno de la isla; del poema de Federico García Lorca, “Verde que te quiero verde” (1928); y por supuesto,
es el color del tema de Los Panchos, “Aquellos ojos verdes” (1957), compuesto en el año de nacimiento de Edgardo Nieves Mieles—, el verde de la micronovela es también, sobre todo para un amante de las plantas, el color de la clorofila literaria. Clave de la sinestesia que colorea el placer novelístico, metanovelístico y al final, sobre todo, autoficcional.
Color obsesivamente favorito del personaje masculino, sin nombre, en cuya casa, “El cuarto verde palpitaba como un enorme corazón cuando el castillo de naipes se vino abajo,” se lleva a cabo el fatídico encuentro con el personaje femenino, igualmente anónimo, de ojos verdes:
“más verdes que los cedros del Líbano.” Personaje imantado (ella) hacia los hombres de ojos azules, como los de él; a su vez, imantado fatalmente hacia las mujeres de ojos verdes, como los de ella: “ojazos verdes que son mi [de él] perdición.”
Mujeres como ella —de “penetrantes ojos verdes”— que llegan envueltas en el mismo color — “En cualquier momento llegará vestida de verde”— a la casa de él — “sometida al influjo de aquel olor pastoso y verde”—. Casa dentro de la que se supone, como en otras ocasiones, que él tenga todas las de ganar sobre ella: “Convencido de que su licenciosa conducta era una especie de liberación de la rutina cotidiana, del tedio que lleva al bostezo, pensó que fuera de ellos y de su cuarto verde, el mundo carecía de sentido.” Primero, poseyéndola —“Se ha puesto una elegante bata verde con
dragones bordados de oro—; después, retratándola —“Una de las paredes del cuarto estaba cubierta de fotos prendidas con alfileres. Todas de mujeres hermosas y de ojos verdes”—; y, finalmente, matándola: “ese irresistible deseo de, más que hundirle, enterrarle en la masa encefálica las bolas de tan apetitosos ojos, para luego colocarle un hermoso loto blanco en cada Cuenca vacía.”
Pero no será así. Encuentro en el que él —“(Me pregunto por qué me gusta tanto el verde)”—, de victimario, termina victimizado por ella; que lo apuñala, abriéndole la yugular —“la otra boca que con la rencorosa hoja del cuchillo le acaba de dibujar en el cuello”— y le saca los ojos:
“Sobre la mesa palpitan unos hermosos ojos azules [de él] junto a un par de guantes blancos [de ella] manchados de rojo, una foto [de ella, que luego se tragará para borrar evidencia] y la insomne y dura hoja de metal [el cuchillo] todavía caliente.”
Verde; color de la clorofila literaria que, valiéndose en gran medida del lenguaje de la micropoesía, configura una micronovela en la que el trámite entre la propuesta de un crimen erótico, dos veces fetichista, se cruza con la estética de la metaficción, también fetichista, desde cuyo enlace, fragmentado y minimalista, la micronovela descomunal se lanza, en el último y más largo fragmento (#198), a la autoficción. Máximo placer del pedaleo literario.
Fragmento en el que el “ángel de la bicicleta roja,” un as con todas las llaves, le habla dos veces al personaje masculino de ojos azules, víctima de la mujer de ojos verdes, para decirle dos cosas. Primero; que quiere mirarse en su mirada: “El ángel de la bicicleta roja me dice que solo quiere mirarse en mis ojos cuando yo muera…” Cabo suelto de la micronarrativa policial.
Después, cabo suelto de la dimensión metanovelística, el ángel le habla para revelarle el secreto más destapado de la micronovela; a saber, que él, el ángel de la bicicleta roja, as con todas las llaves, ha escrito la micronovela que hemos leído todos (incluido el personaje de ojos azules que lee su tragedia en la novela dentro de la novela):
El ángel de la bicicleta regresa. Esta vez me lanza a los ojos una nube de confeti y, segundos antes de emprender veloz la fuga, me susurra al oído unas palabras más dulces que los casquitos de guayaba: ‘Si tus labios logran pronunciar las 19 palabras de mi nombre, verás cómo baila el Sol sobre una taza de café…’
En dos ruedas, el Sol baila sobre una taza de café en una bicicleta roja (de 19 velocidades: E-D- G-A-R-D-O N-I-E-V-E-S—M-I-E-L-E-S). Pedaleo literario; ficción poética de un autor, fricción, que se literaturiza en el juego material, demasiado espiritual, de una subjetividad intra e intertextual. Hedonista, en el sentido ético y estético de una filosofía como la de Michel Onfray, cuya legitimación del deleite corporal y sus efectos sensoriales, incluida la sinestesia (“embriedades”), se celebra en la medida en que no haga daño a nadie, incluido el sujeto
deseante.
Baile circular de un Sol que empieza y termina en la ficción metapoética de un pedaleo
transfronterizo, sobre todo, entre la literatura, el arte, el cine y la música (sin olvidar la botánica), cuya fricción desata, en “En la bicicleta carmesí: pedaleo literario,” una fuga crítica hacia el free jazz; a modo de legitimar la desorientación (efecto improvisador de los fragmentos) gozosamente poética de las primeras lecturas de “Los mejores placeres suelen ser verdes (texto para ser leído frente a una pieza de Egon Shciele con música de fondo de Ornette Coleman).”
* La primera pintura es de Rafael Trelles, El Artificiero (retrato de Elizam Escobar) (2004); la segunda es de Elizam Escobar, La máquina del tiempo (1993).
FIN
Francisco Cabanillas (1959, Santurce, PR) Desde 1991, enseña español, cultura y literatura latinoamericanas, caribeñas y Latinx/Nuyorican en Bowling Green State University al norte de Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo. En el presente, trabaja en una lectura Transmoderna de “Menú” (1942), gastropoema de Luis Palés Matos; en una lectura metaliteraria de Los mejores placeres suelen ser verdes (2013), micronovela de Edgardo Nieves Mieles; y Ven una reseña de Guayacán, último poemario del poeta diaspórico (New York, California, Marruecos) Víctor Hernández Cruz, que será publicado en 2023.
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[…] Francisco Cabanillas (diciembre 2022) “En la bicicleta carmesí: pedaleo literario” en Revista Siglo 22. URL: https://sigloxx22.org/2022/12/28/en-la-bicicleta-carmesi-pedaleo-literario-1/ […]