Resumen: Sin proponérselo, Arturo Martínez conoce a una flautista y rápidamente se envuelve con ella. La conexión entre ambos es fulminante. Arturo se pregunta si está viviendo algo nuevo o si se trata de una vuelta a una experiencia pasada que terminó en
desastre. Quizás en vez de describir una experiencia la imagina, buscando así cambiar su pasado. Para no preocuparse se dice que entre ellos no hay posibilidades más allá de una noche de ensueño. Entonces se da cuenta que el olvido de una prenda suya en la casa de la flautista podría volver a juntarlos. En efecto, se ven una última vez y comparten un momento romántico. Arturo no sabe con certeza con quién ha estado, pero está seguro que su pasado es eterno y que su vida no va a cambiar.
[blockquote align=»none» author=»Fernándo Pesoa»]
La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta.
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La conoció una noche de junio en un club de jazz escuchando la trompeta de El Negro Vivar. El concierto había estado bien, pero realmente cogió fuego cuando el percusionista, un conguero joven y reluciente, tocó un solo tan candente como la flama azul de un soplete.
Arturo no lo sabía, pero tenían un amigo mutuo. Se la presentó como se presenta a una celebridad. Aquí la ves, calladita, es una flautista increíble, dijo el amigo mutuo, que dio la casualidad que era el conguero.
Le dijo quién era y conversaron. ¿Tienes una tarjeta? Él le dio una de la universidad que tenía su número de móvil escrito a mano en el reverso. Muchas veces Arturo le había dado su tarjeta a personas interesadas en sus libros, en sus gestiones
musicales, o en mantenerse en contacto en el futuro y nunca había vuelto a saber de nadie. Era la última tarjeta que le quedaba. Tenía una mancha de café. A la misma vez que sabía que ella no le iba a llamar pensó que debió haber reservado la tarjeta como si con otra persona no iba a ser lo mismo
Por curiosidad la buscó en el internet y comprobó que era una una música extraordinaria. Pensó enviarle un correo, pero no lo hizo.
Recibió una llamada por wasap de un número no identificado. Si no hubiese estado esperando una llamada de una compañía que no estaba en sus contactos y por lo tanto iba a salir sin nombre, no habría contestado.
Era ella. No podía creer que en efecto le había llamado. Así mismito se lo dijo, todavía recuperándose de su sorpresa y sin pensar que la llamada iba a llevarle a algún lado.
Quedaron para verse el viernes de nuevo en el club y ella lo dejó esperando.
¿Qué haces aquí?, le preguntó su amigo saxofonista que esa noche actuaba como invitado de un músico de su país natal.
Esperando a una venezolana que parece que me va a tirar bomba. Tuvo que explicar su expresión. ¿Tirar bomba? O sea que me ha dejao plantao.
El problema es que se me quedó el móvil en la casa, añadió, y podría ser que ahora mismo ella esté tratando de contactarme para decirme que no puede venir. Quién sabe, a lo mejor al ver que no le contesto está muy preocupada por no saber dónde estoy ni qué me ha pasado.
Efectivamente.
Como no me confirmaste, temí salir de la casa y no encontrarte. Y como no me contestabas pensé lo peor.
Eso se le dijo ella por wasap. Arturo decidió llamarla.
Coño, pero si ya había confirmado al quedar. Le dijo eso sin usar la mala palabra. Ya le había pasado antes con una estudiante puertorriqueña que hacía cita y luego mandaba un mensaje pidiendo confirmación de lo que ya estaba confirmado.
En el futuro, con quedar una vez basta, le dijo con dulzura para que no se enfadara.
Siento mucho la confusión, dijo ella. Quizás nos podemos ver en otra ocasión.
¿Pues qué te parece mañana? Arturo no podía creer su arrojo. En una situación normal otro habría dicho que sí, nos vemos en otro momento, y ahí lo habría dejado, lo cual siempre es garantía de que la otra ocasión nunca se da.
Se vieron al día siguiente y ella llegó tarde. Rápido se puso a hacer demandas: que nos cambiaran de posición en la terraza, que le pusieran una raja de aguacate en una ensalada que no lo llevaba, que le trajeran una copa de vino blanco a cierta temperatura,si no no, acompañada de un vaso de agua.
El restaurant donde habían quedado era de mantel y servilletas de tela blanca. El maître d´ tenía chaqueta y corbata. Las camareras eran guapas, esbeltas, y vestían todo de negro con corbatas. Todos accedían a las demandas de la flautista sin chistar.
Arturo le dijo: llegaste como una tromba, sabiendo lo que querías y sin tener miedo a pedirlo con insistencia. Eres una mujer decisiva y terminante. Eso me agrada.
En realidad se sentía ambivalente ante las mujeres demandonas. Por un lado, le parecía excelente que una mujer fuese decidida y exigente, que no tuviera miedo a ser clasificada (sexistamente) como marimacha, y por el otro, ese comportamiento le hacía sentirse un poco irritado. En verdad era solo en ciertos ámbitos, más íntimos, donde le
gustaban las mujeres de armas tomadas.
Al terminar la cena ella se quedó pasmada cuando vio que tenía que pagar la mitad. Es la primera vez que me pasa, le dijo. Yo nunca pago por nada.
Mira pa´llá, Arturo pensó, feminista para lo que le conviene. Como si le estuviera leyendo el pensamiento ella dijo: yo soy una mujer muy ortodoxa. Aunque eso sí, no puedo estar con un hombre que de entrada me diga «aquí el que mando soy yo».
¿Cuándo quieres que te de mi disco?, preguntó ella después de que saldaran la cuenta. Antes de que Arturo pudiera contestar ella le dijo que si quería podían caminar hasta su casa y esa misma noche se lo llevaba.
Su casa estaba a diez minutos del restaurant y mientras caminaban varias veces sus cuerpos chocaron. Al cruzar una avenida muy amplia, se cogieron de manos.
En el piso conversaron brevemente y comenzaron a besarse. Al rato Arturo salió a la calle y pensó me jodí, el metro está cerrado. Por suerte un taxi errante apareció de repente. Llegó a su casa con la cabeza llena de sueños, deseando no haberse dado por vencido tan rápido después de besarla. Qué ganas te tengo, le había dicho, entusiasmado, a lo que ella con ojos achinados contestó, ya es hora de que salgas para tu casa corazón, nos vemos mañana.
La tercera vez que se vieron fue la vencida. Cenaron en un restaurant al frente de su casa. Otra vez rompiendo su tradición, pero ahora por decisión propia, ella pagó la cuenta en su totalidad a pesar de que le había extendido la invitación solo para la cena. Él se suponía que pagara los tragos.
Subieron a su piso y después de un poco de regodeo terminaron en la cama. Era la primera vez en ocho años de viajes que conocía a una mujer y terminaba con ella como Dios lo trajo al mundo y tan rápido. Apenas se conocían, pero comenzaron
a quererse al instante. No había sido amor a primera vista y no había habido nada de eso de flechazos. La conexión era real y sincera, madura, sobria y a la vez juguetona, sensual, febril, apasionada.
Tenían miles de cosas en común. Eran versos en un poema que se escribía a sí mismo con cada mirada, con cada risa, con cada historia compartida, con las manos entrelazadas cuando caminaron del restaurant a la casa, besándose jugosamente
sentados en el balcón del piso, desnudándose paso a paso hasta llegar al cuarto, ella tendida con las manos tapándose el sexo, pero sin poner resistencia cuando él se las echó a un lado. Ella cumplió su propósito varias veces y él terminó a su lado desinflado sin llegar a su punto culminante. Muy gentilmente, con sus caricias ella le restituyó el ánimo y su descarga fue torrencial, inusitada. Hacía tiempo que no le pasaba.
Al salir del piso el pasillo estaba en una oscuridad total. Alumbró sus pasos con la linterna del móvil y al salir a la calle el Uber lo estaba esperando.
¿Qué se me queda?, dijo antes de despedirse. Nada, se contestó, excepto la vergüenza. Ella no reaccionó. Quizás esa expresión no le es familiar, pensó.
Al llegar a su piso Arturo hizo una reflexión rápida. A pesar de que era la primera vez en ocho años, sospechaba que la noche con ella la había vivido antes. Se sintió feliz y temeroso. El miedo era que estuviera repitiendo una historia de enamoramiento que en el pasado no tan lejano había sido fatal. Esto no es amor, pensó. Pero creía que las fases del
amor que Octavio Paz describía en La doble llama, se habían concentrado en una noche.
La admiración, el entusiasmo y la pasión no habían sido tres momentos separados. Los tres sentimientos se habían conjugado en el pasar de dos o tres horas. Eso demostraba la artificialidad del pensamiento analítico, de la abstracción que pretende descifrar la realidad. Todavía estaba en veremos si la felicidad se prolongaba o se convertía en desastre. ¿Si la vuelvo a ver, repetiremos la experiencia o nos quedaremos pasmados, torpes, sin saber cuál deba ser ni cómo dar el próximo paso? ¿Tendré una razón para que volvamos a encontrarnos?
Decidió no preocuparse. Todo sería nomás un recuerdo. Era una noche de ensueño que aunque tuviera ecos del pasado era única y tampoco iba a llevar a nada más allá del momento que ya era como un retrato; una imagen fija, detenida en el tiempo, imposible de cambiar. O quizás no era nada. Ya le había pasado que antes de un encuentro construía historias fantásticas que luego se disolvían en la prosaica realidad.
Eran prefiguraciones utópicas que nunca rebasaban las fronteras del momento actual. Como la realidad nunca bastaba se sentía obligado a darle a su experiencia un toque literario que por fuerza siempre producía situaciones imaginarias.
Entonces se dio cuenta que había dejado atrás su anillo de casado. Le envió un texto bastante cursi al cual ella respondió con gran entusiasmo.
Qué delicia mi amor. Ya te estoy extrañando. Eres un loco sublime. Sí, me gustaría que me cantes. Tu anillo está seguro. Más tarde nos ponemos de acuerdo para que vengas a buscarlo, concluyó.
¿Se repetía la historia? Al pensar que Sofía Morelli había re-encarnado en la flautista Arturo por poco sufre un desmayo. Con Sofía había sido así. Conexión inmediata, ella dando el primer paso, admiración, entusiasmo, pasión… pero con Sofía la
culminación había sido el desastre.
No puede ser, algo he debido aprender de ese fiasco. Como mínimo debía dejar de darle tanta vuelta a la misma historia. Se sentía obligado a hacerlo pensando que quizás así podía forjar un mejor desenlace.
Pero nada, como quiera que sea tengo que recuperar el anillo, dijo en voz alta. Ella estaba de acuerdo, el anillo no se podía quedar en su casa.
Hicieron arreglos para verse en tres ocasiones y todas terminaron en nada. Esto es como ser un galgo en una carrera, corriendo desesperadamente detrás de un conejo que está a pocos pasos de su mordida y es a la misma vez inalcanzable, dijo Arturo. Ella se rio fuertemente y añadió que pensaba que era más coitus interruptus, aunque en este caso era ella la que se retiraba. Ahí los dos rompieron a carcajadas.
Cuando se vieron, en el restaurant frente a su casa, ella le puso el anillo a Arturo en el dedo mientras se besaban. El sitio estaba vacío. Un hombre entró y los miró de soslayo. Dice el narrador omnisciente que el hombre dijo en voz muy baja: ¡Consíganse un cuarto!
Arturo le cantó una canción al oído. En la totalidad de su físico, ella no se parecía a Sofía en nada y no obstante en ese momento Arturo no supo con quién estaba. Sus ojos eran del color de los de Sofía, pero su piel era blanca. Su pelo era rubio, pero lo llevaba igual que Sofía y las texturas del pelo de cada una eran intercambiables. Sofía tenía un timbre un poco más profundo en la voz, pero su cadencia era igual a la de ella. Si Arturo cerraba los ojos era difícil saber dónde empezaba una y dónde terminaba la otra.
De todo esto la flautista no se enteró.
Entre mirada y mirada se acariciaron. Hablaron un poco de sus pasados, de sus aspiraciones, de sus planes inmediatos. La pasaron bien. La confusión con Sofía se acentuó cuando Arturo se entusiasmó con la idea de una relación a largo plazo y pensó que con la flautista iba a estar dispuesto a acceder a todas sus demandas.
La flautista le dijo que necesitaba un cambio. Hacía mucho que estaba sola y con Arturo se sentía renovada. Arturo se miró las manos para estar seguro que el anillo estaba en su lugar. Volvió a cerrar los ojos para salir de su confusión, para asegurarse que no iba a responder como quizás ella esperaba.
El silencio fue natural, como el de un bosque. Un silencio de esos que se acentúan con el rumor del viento, el llanto feliz de una cascada y el cantío de los pájaros. Ella lo miró con intensidad, otra vez con ojos achinados.
No te entusiasmes, dijo, ni soy tu futuro ni puedo cambiar tu pasado.
De eso él estaba seguro, pero era importante que ella lo confirmara. Mi pasado es eterno, se dijo en voz baja, no importa lo
que digan algunos historiadores. Si mi vida cambia, será un milagro.
Arturo hizo una seña con la mano. Pagaron la cuenta y cada cual se marchó por su lado.
FIN
José Edgardo Cruz Figueroa
Es natural de San Juan y criado en El Fanguito y Barrio Obrero en Santurce. Tiene una maestría en estudios latinoamericanos con una concentración en literatura de Queens College-CUNY y un doctorado en ciencias políticas del Graduate Center-CUNY.
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[…] José Edgardo Cruz Figueroa ( noviembre 2022) “El anillo” en Revista Siglo 22. URL: https://sigloxx22.org/2022/11/01/el-anillo/ […]